Brooke escuchó cortésmente mientras Smith bosquejaba el plan de Eisenhower, aunque sin dejar de pensar que el llamado ataque secundario de Bradley amenazaba con convertirse en algo casi tan importante como el de Montgomery. Por fin, hizo notar que los ingleses consideraban que no existían fuerzas suficientes como para llevar a cabo dos operaciones de gran envergadura, por lo que sería necesario decidirse por una sola. Y de las dos, la de Montgomery en el Norte parecía ser la más prometedora.
Con irascibilidad que se veía agravada por su úlcera estomacal, Smith contestó que Eisenhower pensaba proporcionar a Montgomery todas las unidades que logísticamente pudiera mandar, o sea, treinta y seis divisiones, con diez más de reserva, y añadió que «el ataque del Sur no pretende competir con el del Norte». Esto hizo suscitar mayores recelos en Brooke, quien declaró que le parecía bien la explicación, pero que seguía creyendo que el ataque de Bradley podría exigir el empleo de numerosas fuerzas, debilitando la ofensiva de Montgomery. Marshall comenzaba a impacientarse, y dominando su irritación declaró -como lo habían hecho antes que él muchos otros generales americanos-que no era conveniente confiar en una línea única de ataque contra Berlín. Se hacía indispensable contar con otro recurso al que echar mano si no le salían bien las cosas a Montgomery.
Los ingleses tuvieron entonces la seguridad de que los norteamericanos estaban planeando una segunda ofensiva importante, y comenzaron a criticar enérgicamente el plan de Eisenhower de concentrar todas las tropas ante el Rhin antes de intentar el cruce del río. El cáustico Smith replicó que Eisenhower nunca había dicho que se tomara toda la zona occidental del Rhin antes de cruzarlo, lo cual fue confirmado, con su tono mesurado, por el jefe de operaciones de Eisenhower, general Harold Bull. La reunión en las márgenes del Rhin no se intentaría, añadió Smith, si ello significaba una demora en el avance. Pero Brooke estaba secretamente convencido de que eso serviría como excusa para efectuar una ofensiva a lo largo del Rhin, en lugar de concentrar las energías en el único ataque en que actuase Patton, y estaba destinada a convertirse en principal, por lo que cortésmente dijo que en lugar de aprobar el plan de Eisenhower preferiría que la Jefatura del Estado Mayor Conjunto sólo tomase nota del proyecto en esos momentos. La acción sufría así una demora, y en cuanto la entrevista hubo terminado Bedell Smith envió a Eisenhower, que estaba en Versalles, el siguiente telegrama:
…Los jefes de Estado Mayor británicos insistirán en que se estipule algo por escrito para asegurarse de que el ataque principal se llevará a cabo por el Norte, y de que usted no demorará la operación hasta haber eliminado a todas las fuerzas alemanas al oeste del Rhin…
Mientras se celebraba este debate, los jefes políticos de ambas naciones se hallaban a bordo de navíos de guerra de sus respectivos países. Churchill estaba en el «H. M. S. Orión», anclado en el puerto de La Valetta. Aquejado de fiebre, se encontraba en cama. El presidente Roosevelt se hallaba en el nuevo crucero «Quincy», a tres días de navegación de Malta. Consideraba que un día bastaba para solucionar la conferencia «Cricket», pues no quería reanudar las discusiones con Churchill acerca de su plan favorito de avanzar a través de los Balcanes hasta Viena y Praga.
Aquel día Roosevelt cumplía sesenta y tres años y su única hija, la señora Anna de Boettiger, estaba organizando una fiesta para celebrar su aniversario. Por todo el territorio de Estados Unidos se celebraría el acontecimiento, a beneficio de la sociedad filantrópica por la que el presidente sentía especial predilección.
2
El 30 de enero también era una fecha que se celebraba en Alemania. En 1933, el mismo año en que Roosevelt inició su primer mandato presidencial, el presidente alemán Paul von Hindenburg nombró a Adolf Hitler canciller del Gobierno. En aquella ocasión, doce años más tarde, era de suponer que destacados jefes del Partido Nazi hablarían a los soldados en todos los frentes para ponerles al corriente de las favorables perspectivas que se presentaban en el futuro, y para asegurarles que la guerra sería ganada por Alemania El SS obergruppenführer (teniente general) Karl Wolff, jefe de las SS y de la Policía de Italia, había reunido a sus hombres principales. Antiguo ayudante de Himmler, Wolff era un individuo corpulento, enérgico y de sencilla mentalidad, que creía ardientemente en el Nacional Socialismo y tenía tal confianza con Himmler que firmaba las cartas que le enviaba como «Wolffchen». [5] Pero cuando Wolff trataba de hallar las palabras que debía decir, tales como «victoria final» y otras, no se le ocurría nada. ¿Cómo podía ganarse la guerra, si no era gracias a un milagro? En consecuencia, Wolff prefirió improvisar un discurso en el que no hizo mención alguna a los días brillantes que les reservaba el futuro.
Aún antes de terminar su discurso, Wolff tomó la decisión más trascendental de su vida: Vería a su jefe, Himmler, y le haría directamente esta pregunta: ¿Dónde están los maravillosos aviones y las armas secretas que Hitler ha prometido para ganar la guerra? Si Himmler no se lo podía contestar, vería al propio Führer, y si éste respondía con evasivas, insistiría en la necesidad de solicitar un armisticio honorable. Wolff había contraído un gran afecto por el pueblo italiano, y no quería que siguiera sufriendo. Del mismo modo, ¿por qué había de morir innecesariamente uno más de los SS o de los soldados de la Wehrmacht? Wolff se enteró mediante una llamada telefónica al cuartel general de Himmler que éste se hallaba a buena distancia, en el Este, al mando del Grupo de Ejército Vístula, aunque le informaron que si era necesario se concertaría una entrevista más adelante. Wolff declaró que se trasladaría en avión a Alemania dentro de unos días.
Por la tarde, Martín Bormann, jefe delegado del Partido Nazi y la persona en quien Hitler más confiaba en esos momentos, escribió otra de sus sentimentales cartas a su «querida mami», su esposa, que residía en las proximidades de Berchtesgaden. Le aconsejaba que se proveyese de verduras deshidratadas y de «unos veinte kilos de miel». También le contaba de las atrocidades que se cometían en el Este:
«Los bolcheviques están arrasándolo todo. Consideran la violación de mujeres como un pasatiempo, y los fusilamientos en masa, especialmente en los distritos rurales, como un hecho rutinario. Ni tú ni los niños debéis caer jamás en las manos de esas fieras salvajes. Pero confío en que este peligro no llegue a presentarse, y que el Führer conseguirá salvar este obstáculo, como ha conseguido salvar otros, anteriormente. Entre los dos o tres millones que han sido desalojados de su tierra y de sus hogares, reina la más indescriptible miseria, como podrás comprender. Los niños se mueren de hambre y de frío, y lo único que podemos hacer es endurecer nuestro corazón y esforzarnos cuanto podamos para salvar el resto de nuestro pueblo y para rehacer nuestras líneas defensivas. Tenemos que conseguirlo.
»Con todo cariño,»M.»
Entre los fugitivos de que Bormann hablaba se encontraban 30.000 que pugnaban por llegar a Alemania en cuatro buques mercantes. El convoy iba destinado a un puerto cercano a Hamburgo y ya estaba contorneando la península de Hela, abandonando el golfo de Danzig para entrar en el mar Báltico. El mayor de los barcos era el «Wilhelm Gustloff», de 25.000 toneladas, que nunca había llevado tantos pasajeros: 8.000 civiles y 1.500 jóvenes que recibían instrucción para la navegación submarina, es decir, ocho veces el número de pasajeros que transportaba habitualmente el «Lusitania». Nadie sabía con exactitud la cantidad de personas aterrorizadas que habían subido a bordo en el puerto de Danzig. Aunque todo el mundo debía tener sus billetes y los papeles de evacuación en regla, eran muchos los que se habían introducido subrepticiamente a bordo. Algunos hombres se escondieron en cajones y otros adoptaron algún disfraz. Se supo de algunos refugiados que llegaron a extremos aún más vergonzosos con el fin de escapar de los rusos. Recientemente, en Pillau, donde sólo se consentía subir a bordo del buque a los adultos con niños, algunas madres arrojaban sus criaturas desde la borda a los parientes que estaban en el muelle. El mismo niño era utilizado de este modo cerca de una docena de veces. En la confusión algunos chiquillos cayeron al agua, y otros fueron a parar a manos de extraños.
[5] Una carta similar fue escrita en 1939, para ser entregada por un mensajero especial en caso de que ocurriese su muerte:
" Wolffchen".