Sin darse cuenta de que los buques de salvamento estaban cerca, Uschdraweit se aferraba a la borda para no resbalar por la inclinada cubierta. La proa del «Wilhelm Gustloff» ya se hallaba casi por completo bajo el agua, cuando divisó a un teniente. Uschdraweit dijo:
– Todo ha concluido, ¿verdad?
El teniente se acercó. Era el oficial del buque que le había ordenado no fumar.
– Venga, vamos a salvarnos -dijo a Uschdraweit-. Vaya hacia popa y ayúdenos a lanzar al agua la balsa. Rápido, o será demasiado tarde.
Con el viento silbándole en los oídos, Uschdraweit se dirigió cautelosamente hacia la parte posterior del buque. El teniente y tres cadetes soltaron la balsa, que se deslizó, yendo a golpear a Uschdraweit en las espinillas. Helada como una roca, la balsa no le fracturó las piernas gracias a las pesadas botas que calzaba. El dolor fue intenso, pero Uschdraweit no le prestó mucha atención.
Cuando entre los cinco hombres lograron asir la balsa, una gran ola les lanzó contra las ventanas del puente. Uschdraweit vio a la gente mirarle desde el otro lado de los cristales como si fueran peces en un armario. Era como una horrible pesadilla. La ola siguiente arrojó a Uschdraweit al mar. El repentino chapuzón le proporcionó mayores energías, y nadó con fuerza hacia la balsa, que ya flotaba sobre las olas. Por algún motivo incomprensible, su miedo se había desvanecido. El y los otros cuatro hombres se aferraron a las cuerdas de la balsa.
– ¡Remad, remad con los brazos! ¡Vamos hacia nuestra salvación! -exclamó el teniente.
Los cinco hombres se aferraron a la balsa con una mano y con la otra chapotearon desesperadamente en el agua. Cuando habían recorrido unas cincuenta brazas, Uschdraweit notó que la chaqueta de pieles y las botas le arrastraban hacia el fondo. Trató de subirse a la balsa, pero el teniente le dijo que esperase a que recorriesen otras cincuenta brazas.
Por fin todos treparon sobre la balsa, y por primera vez Uschdraweit creyó que podrían salvarse. Miró hacia atrás y vio la popa del buque levantada, como una alta torre. Alcanzaba a percibir centenares de alaridos de mujeres y niños. Los pavorosos lamentos estuvieron a punto de volverle loco. Fue lo más horrible de aquella espantosa noche.
El buque se hundía cada vez más de proa. Los mamparos comenzaron a crujir y al cabo reventaron, inundando el agua las cubiertas inferiores. Cuando el «Wilhelm Gustloff» se inclinó profundamente hacia un lado, los gritos se hicieron aún más agudos. Uschdraweit, con el rostro contraído por el sufrimiento también gritó:
– ¡Si esto no acaba pronto…!
Pero el teniente le retuvo por un hombro.
El balanceo del buque se acentuó, y el «Wilhelm Gustloff», con la sirena sonando, cayó totalmente de costado. Los cinco hombres contemplaron la sombra del buque que se hundía cada vez más rápido, hasta que desapareció por completo.
– ¡Hay alguien nadando! -exclamó el teniente.
Uschdraweit vio un brazo que salía del agua y tiró del mismo, consiguiendo izar a un joven marinero a la balsa. Ahora eran seis, y permanecieron temblando de frío, sentados en la balsa, mientras contemplaban silenciosamente el mar. Varios cadáveres flotaban cerca de la balsa, con sus chalecos salvavidas puestos. Los seis hombres estaban demasiado deprimidos para hablar. De vez en cuando divisaban sobre las olas uno de los botes salvavidas, no muy lejos. Pero nada más. Era la única señal de vida que veían a su alrededor.
Sobre la balsa, Uschdraweit notó que el agua le subía lentamente por las piernas, pero no dijo nada.
– Creo que nos hemos hundido un poco -manifestó el teniente.
Cuando la ola siguiente les permitió divisar el bote salvavidas cercano, el teniente les ordenó que remaran con la mano. Luego gritó al bote que los admitiesen a bordo, pero alguien contestó que la embarcación ya iba sobrecargada. Cuando los seis hombres trataron de aproximarse más en la balsa, el bote se alejó rápidamente, impulsado por los remos.
Uschdraweit empleaba un trozo de madera como remo, hasta que se dio cuenta de que tenía las manos insensibles. Arrojó la madera al agua, volvió a utilizar las manos de nuevo, y al momento pareció restablecerse la circulación. El teniente regañó a los muchachos, ordenándoles que siguieran remando. Estos gruñeron, pero terminaron obedeciendo.
El «T-36» y el «Löwe» iban a la deriva en la oscuridad, con las máquinas paradas y unas redes tendidas a los lados para recoger a los supervivientes. De improviso, el sonar del «T-36» localizó un submarino. Hering dio las órdenes oportunas y se alejó un poco del lugar.
– ¡Miren, un destructor nuestro! -gritó alguien en la balsa, y todos comenzaron a remar frenéticamente. Uschdraweit no alcanzaba a ver nada, hasta que una sombra oscura surgió enfrente. Luego el haz de un reflector barrió las aguas e iluminó la balsa. Las olas aproximaron más a los náufragos al destructor. Cuando estuvieron junto al costado del mismo, el teniente asió un cabo que lanzaron desde el «T-36», y en seguida los cuatro jóvenes treparon a bordo. Uschdraweit dijo al teniente que subiera, pero éste replicó:
– Vamos, apresúrese; yo seré el último.
Alguien cogió por el brazo a Uschdraweit y le izó a bordo del destructor. Mientras trataba de conservar el equilibrio, sobre la cubierta, Uschdraweit vio que un golpe de mar alejaba la balsa del «T-36», con el teniente aún sobre ella.
Los marineros ayudaron a Uschdraweit a bajar al entrepuente, le quitaron las ropas y le envolvieron en una manta, dejándole sobre una hamaca. Todo su cuerpo se estremecía con los temblores. El repentino calor le resultaba aún más penoso que el frío, pero en lo único que pensaba era en el teniente, alejándose en la balsa después de haberles salvado a ellos la vida.
El capitán Hering extrajo a más de seiscientas personas de las heladas aguas del Báltico. Algunos estaban ya muertos por congelación, y a una buena parte de ellos les faltaba poco para dejar de existir. Luego apareció un segundo submarino en la pantalla del sonar, y el T-36 se vio obligado a huir en zig zag, para evitar los torpedos. En ese momento se dejó oír con estruendo la voz del Führer a través de los altavoces, ensalzando los doce años de grandeza transcurridos desde que asumiera el poder. Después la voz se interrumpió repentinamente. Se presentó en seguida un oficial, el cual dijo a los náufragos que no se asustaran, ya que iban a lanzar algunas cargas de profundidad. Le interrumpió un sordo rumor, y el buque se estremeció. Luego se oyó otra serie de detonaciones espaciadas. El duelo mortal siguió durante un buen rato. El submarino lanzó otro torpedo, y una vez más el comandante Hering maniobró el «T-36» eludiendo el peligro.
Las mujeres y los niños gemían aterrados, pues habían creído hallarse a salvo en el destructor. Cerca de Uschdraweit se hallaba un muchacho de dieciséis años por cuyo rostro se deslizaban profusamente las lágrimas. Contó a Uschdraweit que cuando anunciaron en el «Wilhelm Gustloff» que sólo las mujeres y los niños podrían utilizar los chalecos salvavidas, él entregó en seguida el suyo. Entonces su madre le convenció para que aceptase el de ella, ya que podría salvarla si se lo ponía. Pero en la confusión de los últimos momentos ambos quedaron separados.
– Si yo no hubiera cogido el salvavidas de mi madre, a estas horas ella viviría -dijo a Uschdraweit-. Además, yo sé nadar.
Sólo 950 personas fueron salvadas por los buques de rescate, muriendo más de 8.000 en el que fue el mayor de los desastres marítimos, pues hubo más de cinco veces el número de víctimas que se produjeron cuando el hundimiento del «Titanic». Al amanecer del siguiente día, mientras el «T-36» se dirigía hacia Kolberg, se ordenó a todos los supervivientes varones que se reunieran en cubierta. Uschdraweit trepó por la escalerilla. Allí, frente a la puerta, se hallaba Fabian, su chófer. Llenos de emoción, los dos hombres se dieron un fuerte abrazo.