– Si yo no hubiera cogido el salvavidas de mi madre, a estas horas ella viviría -dijo a Uschdraweit-. Además, yo sé nadar.
Sólo 950 personas fueron salvadas por los buques de rescate, muriendo más de 8.000 en el que fue el mayor de los desastres marítimos, pues hubo más de cinco veces el número de víctimas que se produjeron cuando el hundimiento del «Titanic». Al amanecer del siguiente día, mientras el «T-36» se dirigía hacia Kolberg, se ordenó a todos los supervivientes varones que se reunieran en cubierta. Uschdraweit trepó por la escalerilla. Allí, frente a la puerta, se hallaba Fabian, su chófer. Llenos de emoción, los dos hombres se dieron un fuerte abrazo.
También en Wugarten cundió el terror aquella noche. Un oficial ruso de enlace, el teniente coronel Theodosius Irshko, había llegado al pueblo al mediodía con un buen aprovisionamiento de comidas y vino para los hombres de Fuller. Dijo que probablemente Wugarten sería convertido en punto de reunión de los soldados aliados dispersos, y nombró al tejano comandante de la población. Tras exhortarle a que mantuviese la calma en la localidad, Irshko se marchó… llevándose todas las armas que Fuller había reunido. Por la noche comenzaron a llegar al pueblo grupos de soldados rusos borrachos, que violaron a mujeres de todas las edades, matando a dieciséis de ellas. Como se hallaban desarmados, los norteamericanos no podían acudir en ayuda de las desgraciadas mujeres, cuyos gritos oían claramente.
La vanguardia de Zhukov, que había pasado por Wugarten camino de Berlín, casi no halló oposición. Cuando llegó a Landsberg, una importante ciudad situada a dieciséis kilómetros al oeste de Wugarten, se produjo una breve escaramuza, pero mediada la mañana del 3 de enero, la lucha había terminado.
Katherina Textor, una maestra de edad madura, vio por vez primero a unos rusos, con vestimentas blancas, que saltaban sobre la valla del jardín, en dirección al edificio que ocupaban diez familias. Un minuto más tarde comenzaron a golpear en las puertas. Como de costumbre pidieron «Uri, uri!», pero se mostraron corteses y redactaron una nota explicando que se habían llevado todos los relojes de la casa. Montaron en cólera cuando en uno de los pisos hallaron una vieja escopeta de caza y un retrato de Hitler. Preguntaron burlonamente:
– Hitler, Hitler, ¿dónde está, camarada?
Pero siguieron sin molestar a nadie. Katherina y sus vecinos creían ya que los relatos sobre la brutalidad rusa no eran más que propaganda de Goebbels, cuando dos jóvenes soldados rusos entraron de improviso, en busca de mujeres. Uno empujó a Katherina y a otras dos ancianas a la cocina, y les ofreció cigarrillos, mientras su amigo se llevaba a una muchacha llamada Lenchen y la forzaba. Cuando Katherina se quejó a un oficial soviético, éste se limitó a sonreír con indulgencia, al tiempo que decía:
– No es posible controlar el amor, madrecita.
La vanguardia de Zhukov siguió hacia el oeste, acercándose a Küstrin, ciudad a orillas del Oder, que sólo se encontraba a ochenta y cuatro kilómetros de la Cancillería del Reich, por una carretera asfaltada. Poco antes del mediodía, un grupo de norteamericanos procedentes del campamento Stalag IIIC avanzaban apresuradamente, con cinco de ellos a la cabeza. Por delante comenzaron a caer varias granadas, y las balas de ametralladora deshicieron sus filas. Rápidamente, los sargentos Charles Straughn, Herman Kerley y Lemoyne Moore, confeccionaron banderas blancas y avanzaron hacia los tanques. Pero los rusos creyeron que eran húngaros y dispararon sobre ellos, matando a Moore e hiriendo a Kerley. Cuando los rusos descubrieron que estaban disparando contra sus aliados, ya habían muerto cinco norteamericanos, y otros cinco estaban heridos.
Junto a la desembocadura del río Oder, a ciento cincuenta y cinco kilómetros en línea recta hacia el Norte, el doctor Wernher von Braun, director técnico de la base de cohetes de Peenemünde, estaba celebrando una entrevista con sus principales colaboradores. Habían conseguido crear el A-4, un cohete que consideraban como el primer paso en la conquista del espacio. Pero Hitler lo consideró como un arma de largo alcance, y Goebbels lo volvió a bautizar V-2: «Venganza, arma 2».
Von Braun explicó a sus ayudantes que había ordenado celebrar la entrevista a causa de las órdenes contradictorias recibidas aquel mismo día, de funcionarios de las SS. El delegado especial de Himmler para el proyecto, SS obergruppenführer (teniente general) doctor Hans Kammler, había enviado una orden por teletipo según la cual la base de cohetes debía trasladarse al centro de Alemania. Por su parte, Himmler, como comandante del Grupo de Ejército Vístula, despachó un mensaje ordenando que todos los ingenieros de Von Braun se uniesen al Volkssturm, el Ejército del Pueblo, a fin de que defendiesen la zona ante la aproximación de las tropas soviéticas.
– Alemania ha perdido la guerra -siguió diciendo Von Braun-, pero no debemos olvidar que ha sido nuestro grupo el que primero ha llegado al espacio exterior terrestre… Hemos sufrido muchos disgustos a causa de nuestra fe en el gran futuro que cabe al cohete en tiempos de paz. Ahora tenemos una obligación que cumplir. Cada una de las potencias vencedoras querrá disponer de nuestros conocimientos. La pregunta que debemos contestar es ésta: ¿A qué país debemos confiar nuestros hallazgos?
Alguien sugirió permanecer allí y entregarse a los rusos, pero la propuesta fue rechazada. Por fin se votó unánimemente la rendición al ejército de Estados Unidos. El primer paso para ello consistía en obedecer la orden de Kammler y trasladarse hacia el Oeste. No había tiempo que perder, ya que los preparativos para el traslado total podían llevar más de dos semanas, y en aquel mismo momento ya se alcanzaba a escuchar el retumbar de la artillería de Zhukov.
Pese a las malas noticias que llegaban del Frente Oriental, Hitler no se sentía desanimado. Después de la entrevista de la tarde, algunos de los asistentes a la misma se quedaron con él, mientras el Führer hablaba despreocupadamente de la situación. Hitler solía celebrar estas sencillas reuniones en un deseo de hacer comprender a sus jefes militares -y especialmente a Guderian, que sólo pensaba con mentalidad de soldado- que la guerra también era un asunto de economía, de geopolítica y de ideología.
Muy pocas personas sabrán que Hitler tenía una memoria de tipo fotográfico, y por lo general la gente se dejaba impresionar por el profundo conocimiento de que hacía gala el Führer sobre asuntos complicados, ya que en el curso de las conversaciones solía mencionar datos y cifras que había retenido con una simple lectura. El ambiente era apacible, y Hitler habló como un profesor a un grupo de discípulos favoritos, explicando primero por qué había mandado realizar el ataque del Bulge. Dijo haber comprendido que la guerra ya no se podía ganar únicamente por medios militares. La solución era una paz honorable con el Occidente, a fin de poder lanzar todo el poderío alemán contra Rusia. Pero para lograr esta paz tendrían los alemanes que hallarse en buena posición para negociar, por lo que había atacado en las Ardenas, con todas las divisiones que le sobraron de uno u otro lado, en un intento para alcanzar Amberes, introduciendo así una cuña entre los ingleses y los norteamericanos. Churchill siempre había tenido tanto recelo del comunismo como él mismo, siguió diciendo Hitler, y aquel revés militar podía servir al primer ministro británico como excusa para insistir en la necesidad de llegar a un acuerdo pacífico con Alemania. Admitió el Führer que su plan había fracasado militarmente, pero que se había obtenido una victoria psicológica. Ya los norteamericanos y los ingleses estaban disputando pública y enconadamente acerca de la forma en llevar la lucha, y era inminente una escisión entre los aliados.
Guderian comenzó a mirar impaciente su reloj, pero los jóvenes oficiales, como el altísimo ayudante del Führer en el Waffen SS, Otto Günsche, parecían hipnotizados mientras Hitler explicaba por qué había enviado el Sexto Ejército Panzer, mandado por el SS oberstgruppenführer (general) Josef Dietrich, desde las Ardenas a Hungría, a pesar de la insistencia de Guderian de que esa poderosa fuerza debía ser empleada contra Zhukov o Konev. Las razones, aseguró el Führer, excedían de lo puramente militar. En primer lugar, Dietrich proyectaba lanzar un ataque relámpago que no sólo permitiría salvar las últimas reservas petrolíferas de Hungría, sino también recuperar el petróleo de Rumania. En segundo término, y más importante aún, de este modo se ganaba tiempo. En cualquier momento el Occidente podía comprender que el régimen bolchevique era su verdadero enemigo, y entonces se unirían a Alemania en una cruzada común. Churchill sabía tan bien como él que si el Ejército Rojo conquistaba Berlín, la mitad de Europa se volvería inmediatamente comunista, y que al cabo de pocos años la otra mitad sería también absorbida.