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Durante la ceremoniosa cena que previamente se había celebrado aquella misma noche en la Gobernación, Edward Stettinius Jr. -el reciente sustituto de Cordell Hull, que se hallaba enfermo, y el segundo secretario de Estado más joven de Estados Unidos, a sus cuarenta y cuatro años- había sostenido un cambio de impresiones con Winston Churchill. Para decirlo con mayor exactitud, Stettinius había sido objeto de un violento ataque verbal por parte del primer ministro inglés. En el cáustico lenguaje que Churchill solía emplear -y que los secretarios que transcribían sus conversaciones se encargaban de atemperarle preguntó qué demonios intentaba al criticarle públicamente su postura acerca de Italia. Harry Hopkins, el consejero jefe de Roosevelt, ya había advertido a Stettinius que Churchill les iba «a vapulear» en ese aspecto. De todos modos, el nuevo secretario de Estado no estaba del todo preparado para el violento ataque del primer ministro. Stettinius era un hombre de aspecto imponente, con su cabello plateado y sus espesas cejas oscuras, y había desempeñado con eficacia el puesto de presidente de la «US Steel Corporation», con una retribución de cien mil dólares anuales. Mientras estudiaba en la Universidad de Virginia, se había dedicado a enseñar en las escuelas dominicales y a leer la Biblia en los momentos libres a las congregaciones de montañeros. Ya entonces ni fumaba, ni bebía, ni practicaba deporte alguno, y a pesar de ello contaba con las simpatías suficientes como para que resultase elegido jefe de su clase. Era sincero, honrado y no tenía ambiciones políticas, contentándose sólo con el deseo de servir a su patria…, lo cual hizo por la suma de un dólar al año. Pero esto no bastaba para hacer de él un secretario de Estado competente. Lanzado a los complejos asuntos internacionales con escasa preparación, no se hallaba en condiciones de competir con gentes avezadas en la política, como eran Churchill, Eden, Stalin y Molotov.

En los asuntos del Departamento de Estado, Stettinius casi siempre se apoyaba en las opiniones de sus consejeros. Cuando se le presentaba algún documento para su aprobación y firma, sus únicos comentarios se referían a la anchura de los márgenes de la hoja. Pero si bien algunos de los políticos se burlaban de él, considerándole como un trabajador vulgar y concienzudo, sin demasiada perspicacia, en cambio era universalmente querido por su modestia y su buen carácter. Tal vez fueran éstas las cualidades que decidieron a Roosevelt a elegirle para el puesto. A causa de la enfermedad de Cordell Hull, Roosevelt había actuado como secretario de Estado durante algún tiempo, y luego, en lugar de elegir a una persona enérgica, como James Byrnes, sin duda prefirió a un hombre afable que llevase a cabo sus deseos sin crear desilusiones. Esto puede explicar la razón de que Roosevelt diera instrucciones a su fiel y astuto ayudante, Harry Hopkins -su mano derecha-, para que acompañase a Stettinius a Malta, a fin de que supervisase todas sus actuaciones. Los enemigos del Gobierno ya estaban acusando a Stettinius de ser simplemente el hombre de paja de Hopkins, y le calificaban despectivamente de «el muchacho de pelo blanco». Churchill también atacaba a Stettinius, como si éste hubiese sido directamente responsable de la oleada de críticas que se desencadenó en Norteamérica contra el primer ministro inglés al haber ordenado a las tropas británicas de Atenas que luchasen contra los partisanos comunistas, que hasta poco antes habían combatido contra los nazis. Churchill replicó que de no haber tenido Inglaterra tropas en Grecia, los comunistas griegos se hubiesen adueñado del poder.

Al día siguiente, 1.° de febrero, por la mañana, las cosas se presentaron más tranquilas para Stettinius. El y Anthony Eden, el secretario de Asuntos Exteriores británico, abandonaron el crucero ligero británico «Orion» para dar un paseo por los muelles y discutir amigablemente acerca de los problemas que podrían surgir en Yalta. Eden era un hombre de temperamento tranquilo, y resultaba un anfitrión muy agradable. No es que no tuviera también momentos temperamentales. Aunque la gente creía que era un caballero de suaves modales y carácter pasivo, Eden era capaz a veces de tener arrebatos de cólera. Y el cordero que de pronto ruge como un león resulta siempre más desconcertante.

Cerca del mediodía, Eden, Stettinius y sus ayudantes se reunieron en el «Sirius», donde los americanos se alojaban, con el fin de estudiar la postura que debían asumir en la conferencia de Yalta. Eden consideró que los norteamericanos concedían demasiada importancia a la proyectada organización mundial, y poco interés al problema de Polonia. Era del parecer de que las Naciones Unidas no servirían de mucho, si a los soviéticos no «se les persuadía u obligaba a tratar a Polonia decentemente».

Por más que el problema polaco tenía su origen en un remoto pasado, la crisis actual podía considerarse como originada el 23 de agosto de 1939, cuando, ante la consternación de casi todos los países del mundo, Rusia y Alemania firmaron el Pacto de Moscú. Ribbentrop y Molotov acordaron dividirse el territorio polaco a cambio de la no intervención soviética, y el 1.° de septiembre los tanques germanos avanzaban hacia Varsovia. Dos días después, Gran Bretaña y Francia declaraban la guerra a la Alemania de Hitler. La Segunda Guerra Mundial había empezado.

Para Polonia, la entrada de sus aliados en el conflicto no significaba más que un apoyo moral. Al cabo de tres semanas todo el país se hallaba ocupado por Alemania y Rusia, y centenares de miles de polacos eran recluidos por los nazis y los soviéticos en los campos de concentración. El Gobierno polaco, sin embargo, después de huir a Inglaterra a través de Rumania y Francia, fue reconocido por las democracias occidentales, como el Gobierno legal en el exilio.

El 22 de junio de 1941, Hitler hizo estremecer de nuevo al mundo al volverse contra su aliada e invadir la Unión Soviética. Pocas semanas más tarde, Roosevelt y Churchill revelaban al mundo los términos de la Carta del Atlántico, que ambos habían firmado. Este documento proporcionaba nuevas esperanzas a los polacos de todas las confesiones políticas. Allí se encontraban los cimientos de una Polonia verdaderamente libre. Cuando Rusia se adhirió más tarde a los principios de la Carta, prometiendo «no buscar incremento territorial de ninguna clase», el optimismo polaco pareció tener entonces una base real. Luego cambió la suerte de la guerra, y al iniciar el Ejército Rojo su lucha contra Alemania, en términos similares, Stalin insistió en que la frontera rusopolaca debía ser trasladada al Este, a la línea de demarcación estipulada en la Conferencia de Paz de París, de 1919, por lord Curzon. Esto significaba que Rusia iba a conservar casi todo el territorio que el Ejército Rojo había ocupado en 1939. Los polacos pusieron el grito en el cielo, pero sus protestas no conmovieron a Churchill. Este, lo mismo que Stalin, consideraba que el gran cambio que había experimentado la situación militar, justificaba también un cambio de la política. Ese fue también el parecer de Roosevelt, y en la conferencia de Teherán, celebrada en 1943, ambos estadistas prometieron secretamente a Stalin que aceptarían la Línea Curzon.

El Premier polaco, Stanislaw Mikolajczyk, no sabía nada de este acuerdo, como es natural, y se trasladó a Estados Unidos para conseguir de Roosevelt las debidas seguridades de que defendería los derechos de Polonia. Cuando los dos hombres se reunieron el 6 de junio de 1944 -el día D-, Roosevelt nada dijo acerca de la Línea Curzon, y sólo prometió que Polonia sería libre e independiente.