– ¿Qué me dice de Stalin?-inquirió Mikolajczyk.
– Stalin es un hombre práctico -dijo el presidente, encendiendo un cigarrillo-, no debemos olvidar, al juzgar los actos de Rusia, que el régimen soviético sólo posee unos pocos años de experiencia en materia de relaciones internacionales. Pero de una cosa estoy seguro: Stalin no es un imperialista.
Roosevelt prosiguió diciendo que los polacos debían llegar a un acuerdo con Stalin.
– Ustedes solos -añadió-, no tienen ninguna esperanza de derrotar a Rusia, y debo decirle que ni los ingleses ni los norteamericanos tenemos la menor intención de combatir a la Unión Soviética.
Al notar la preocupación que reflejaba el rostro de Mikolajczyk, Roosevelt procuró tranquilizarle:
– Pero no se preocupe; Stalin no trata de privar a Polonia de su libertad. No osará hacer tal, porque sabe que nuestro Gobierno apoya decididamente a Polonia. Me ocuparé de que su país no salga perjudicado en esta guerra.
Luego el presidente americano exhortó a Mikolajczyk a que se entrevistase con Stalin inmediatamente, para estudiar la posibilidad de llegar a un acuerdo.
– Cuando algo se hace ineludible -concluyó diciendo Roosevelt-, lo mejor es adaptarse a la situación.
Mikolajczyk, jefe del Partido Campesino, no era tan insistente como la mayoría de los polacos acerca de la conveniencia de no hacer la menor concesión a los rusos, y accedió a trasladarse a Moscú. Ya en camino, estuvo a punto de volverse, lleno de cólera, pues se enteró que Stalin había entregado el territorio polaco recientemente liberado por el Ejército Rojo, al nuevo Comité Nacional de Liberación Polaco de Lublin, cuyos dirigentes eran comunistas polacos o simpatizantes del Partido.
La llegada a Rusia de Mikolajczyk, el 30 de julio, no podía producirse en circunstancias más dramáticas. La emisora de radio Kosciusko, de Moscú, acababa de hacer un llamamiento al pueblo de Varsovia, para que ayudase al Ejército Rojo, que se acercaba rápidamente, mediante «lucha directa y activa en las calles».
Los dirigentes polacos clandestinos oyeron la exhortación final de la emisión: «¡Polacos, ha llegado la hora de la libertad! ¡Polacos, a las armas, no hay tiempo que perder!» Resolvieron entonces poner en juego la operación «Tempestad», consistente en una rebelión general contra los nazis, y el jefe del ejército clandestino, general Bor (su verdadero nombre era Tadeusz Komorowski), ordenó iniciar las hostilidades el 1.° de agosto. En tal fecha, unos 35.000 polacos de todas las edades, pobremente armados, atacaron la guarnición germana de Varsovia. Unidades de las SS y de la policía -incluyendo a los reos en libertad condicional y los prisioneros rusos renegados, que odiaban a los polacos-, fueron enviadas a la ciudad, y bajo el mando del SS gruppenführer (general de división) Erich von dem Bach-Zelewski, se inició una brutal campaña destinada a arrasar Varsovia por completo, y a aplastar de raíz la sublevación.
Los polacos lucharon, confiando en que las tropas rusas situadas en la otra orilla del río Vístula no tardarían en liberar a Varsovia. Pero pasaron días, y los rusos ni siquiera disparaban contra los aviones alemanes que atacaban las posiciones de los polacos sublevados, pese a que los aparatos se hallaban al alcance de sus antiaéreos.
Por fin, cuatro días después de su llegada a Moscú, consiguió Mikolajczyk hablar con Stalin, quien accedió de mala gana a hacer unas pocas concesiones, si los polacos de Londres lograban llegar a un entendimiento con los de Lublin. Por consiguiente, Mikolajczyk sostuvo varias entrevistas con los dirigentes polacos de Lublin, quienes ofrecieron hacerle primer ministro de una coalición gubernamental, pero insistiendo en que Boleslaw Bierut, un comunista declarado, fuera el presidente, y que catorce de las diecisiete carteras ministeriales irían a los comunistas o a sus simpatizantes. A todo esto, Mikolajczyk trataba por todos los medios de conseguir ayuda militar para Varsovia. En una ocasión Stalin le dijo que el Ejército Rojo no podía cruzar el Vístula a causa de un ataque que llevaban a cabo cuatro nuevas divisiones alemanas de carros de asalto, y añadió que de todos modos no sabía que hubiera lucha alguna en las calles de Varsovia.
En Gran Bretaña y en Estados Unidos, la opinión pública estaba tan alterada a causa de la promesa dada a los polacos, que Roosevelt terminó por aprobar una orden para el envío de aviones norteamericanos a Varsovia, los cuales, tras arrojar suministros a los polacos, seguirían hasta territorio ruso para abastecerse de combustible. Pero los rusos consiguieron revocar este proyecto, alegando que el levantamiento de Varsovia era «un asunto arriesgado, en el que el Gobierno soviético no deseaba comprometerse».
«Si se estudia la posición del Gobierno soviético… -escribió el embajador W. Averell Harriman a Washington-, se ve que su negativa está basada en implacables consideraciones políticas, y no en el hecho de que no exista resistencia interna, o de que se adviertan dificultades de tipo operativo». A pesar de las negativas, Roosevelt y Churchill siguieron pidiendo ayuda para Varsovia. Pero Stalin se mantuvo firme, y envió el siguiente telegrama a los dos estadistas:
«…Tarde o temprano se conocerá la verdad acerca del puñado de criminales en busca del poder que iniciaron la aventura de Varsovia. Estos elementos, aprovechándose de la credulidad de los habitantes de la ciudad, expusieron a gentes prácticamente desarmadas a los cañones, tanques y aviones alemanes… No obstante, las tropas soviéticas, que últimamente han tenido que hacer frente a renovados contraataques alemanes, están haciendo todo lo que pueden para rechazar las incursiones hitlerianas y para llevar a cabo una nueva ofensiva en gran escala sobre Varsovia. Puedo asegurarles que el Ejército Rojo no ahorrará esfuerzo alguno para aplastar a los germanos en Varsovia, liberándola para los polacos. Esa será la ayuda más eficaz que pueda prestarse a los polacos antinazis.»
Si el Ejército Rojo era realmente incapaz de liberar a Varsovia -lo cual resulta dudoso-, la torpe tentativa de Stalin de convertir la rebelión en una «aventura», indica claramente que deseaba que los alemanes destruyesen por completo el ejército clandestino polaco. Con la eliminación de esos polacos resultaría mucho más fácil, para el Gobierno comunista de Lublin, adueñarse de Polonia al terminar la guerra.
Cuando al fin el general Bor se rindió, el 2 de octubre de 1944, después de sesenta y tres días de valiente resistencia, unos 15.000 hombres de sus fuerzas habían muerto, otros 200.000 polacos perecieron con ellos, y Varsovia se hallaba en ruinas. Una semana más tarde Churchill llegó a Moscú para tratar de hallar soluciones satisfactorias al nuevo problema que presentaba la expansión soviética en el Este y el Sudeste de Europa. Como los polacos de Londres aún seguían denunciando la traición de Stalin en el levantamiento de Varsovia, Churchill temió que pudieran trastornar las reuniones entre los Tres Grandes. Por lo tanto, envió un telegrama a Mikolajczyk -quien había llegado recientemente a Londres, profundamente disgustado-, e insistió en que regresase de nuevo con una delegación para continuar las entrevistas con los polacos de Lublin.
De mala gana, Mikolajczyk y un grupo de polacos de Londres llegaron a Moscú pocos días después, sólo para recibir otro rudo golpe: en una reunión celebrada el 14 de octubre, Molotov reveló que Roosevelt había accedido en Teherán al establecimiento de la frontera en la Línea Curzon. Mikolajczyk inquirió a Churchill y Harriman acerca de la certeza de aquello. El elocuente silencio de ambos fue la mejor respuesta, y los polacos de Londres sólo hicieron lo que ya estaban acostumbrados a hacer: protestar violentamente. Churchill contestó, con igual energía, que la fortaleza que demostraban terminaría por «destruir la paz de Europa», haciendo estallar una contienda que costaría veinticinco millones de vidas.