Paetzold regresó corriendo a la granja y gritó:
– ¡Los rusos están aquí!
Sin detenerse subió apresuradamente hasta su habitación, desde cuya ventana observó a cuatro hombres, que se aproximaban empuñando fusiles ametralladores. Cuando el primer ruso levantó su arma, Paetzold se lanzó al suelo. Trozos de vidrio cayeron sobre su rostro, y otra serie de disparos destrozó una ventana en el piso inferior. Las mujeres que se hallaban en la habitación gritaron aterradas.
Los rusos se apoderaron de todos los relojes, y luego fueron de cuarto en cuarto destrozando los enseres y las vajillas que habían pasado de generación en generación. Paetzold observó afligido cómo los rusos destruían cuanto caía en sus manos, haciéndolo con delectación de vándalos, e incluso arrancando el teléfono, que arrojaron por una ventana. Pensó que parecían chiquillos malcriados.
De improviso, uno de los soldados rusos entró en la habitación con la bandera de un club local de tiro, y con un sable que pertenecía a su primo Otto. El ruso lanzó la bandera al suelo y trató de romper el águila del asta, pero no lo consiguió. Intentó luego desgarrar la bandera, pero la tela era demasiado resistente. Lleno de cólera, empezó a jurar y a saltar sobre la enseña, y Paetzold no pudo evitar una carcajada. En vez de matar a Paetzold, el soldado reaccionó extrañadamente, y se calmó por completo.
El primer grupo de rusos se fue del pueblo sin provocar más incidentes, pero llegaron otros, encontraron una destilería de licores, y una vez borrachos comenzaron a incendiar, a violar mujeres y a matar. Frau Lemke, una joven casada con un soldado, cogió la pistola de su marido y dio muerte a sus dos hijos y luego se suicidó. Su padre se cortó las venas de la muñeca. La granja de la viuda Rettig fue incendiada, y la mujer recibió un balazo y cayó muerta en su jardín. Hacia el anochecer casi todas las casas de Kurzig se hallaban en llamas, y en la calle principal del pueblo se alineaban los cadáveres. Paetzold, junto con sus parientes y una docena más de habitantes del poblado, fueron encerrados en la bodega de la granja, donde tuvieron que esperar, sin saber lo que iba a ocurrirles.
Dos soldados rusos bajaron al fin y cogieron a la mujer que se hallaba más cerca de la puerta, la viuda Semisch.
– ¡Ven, haznos la comida! -dijo uno de los rusos.
– ¡Allí hay mujeres jóvenes! -exclamó la mujer, señalando hacia la paja, donde se ocultaban dos recién casadas. Pero los soldados probablemente no comprendieron, pues siguieron arrastrándola fuera de la habitación. Entonces su hija, de diez años de edad, se aferró a ella llorando, pero la apartaron. Una hora más tarde la viuda regresó con paso vacilante a la bodega. Tenía el vestido desgarrado, y lloraba fuertemente, mientras se apretaba los costados y gemía:
– ¡Mi cintura, mi cintura!
La niña corrió hacia ella, hecha un mar de lágrimas, y exclamó:
– ¡Madre querida! ¿Qué te han hecho los soldados?
Nadie dijo una sola palabra en la bodega.
Paetzold se sentía preocupado por Otto, al cual retenían arriba, en la casa. Al fin se deslizó fuera de la bodega, miró en la cocina con su linterna, y luego en otras estancias. Pero todo lo halló vacío. Luego se encaminó hacia dos habitaciones que pertenecían a la madre de Otto. La primera estaba vacía, y en la segunda vio a Otto caído en una esquina, junto al armario, que aparecía perforado por los balazos. Paetzold se inclinó sobre Otto y vio que tenía dos orificios de bala en la cabeza.
Dejóse caer Paetzold sobre una silla, sintiéndose incapaz de ir a contar a la madre y la esposa de Otto lo que había visto. Permaneció allí sentado, hora tras hora, mientras recordaba como él y Otto jugaban de pequeños, y lo mucho que todos le querían, incluso los trabajadores forzados polacos. Se preguntó por qué Dios habría consentido aquello, en lugar de sucederle a Hitler, que había destrozado la vida y la felicidad de tantos seres. Al amanecer regresó a la bodega. Todos le miraron cuando entró en silencio y se sentó ante la madre de Otto.
– Está muerto -dijo ella, serenamente-. Puedo verlo en tu rostro.
Paetzold hizo una señal afirmativa con la cabeza, y después de un largo silencio contó que Otto estaba en el dormitorio de su madre.
– Nunca podré volver a dormir allí -dijo la anciana-. Tendría siempre su imagen ante mis ojos.
4
A las 9,35 del 2 de febrero, el «Quincy», navío de guerra norteamericano, pasó a través de la abertura de red antisubmarina que cerraba la entrada del puerto de La Valetta. Era una mañana calurosa, y el cielo estaba totalmente despejado. Una densa multitud se alineaba a ambos lados del canal. Todos habían acudido a ver al hombre que, vistiendo una chaqueta parda, se sentaba en el puente del buque. El «Quincy» avanzó lentamente y pasó ante el «Orion», que se encontraba amarrado al muelle. Winston Churchill, desde este último buque, vestido con uniforme de la marina y con un cigarro en la boca, saludó con el brazo. La figura sentada en el puente del «Quincy» devolvió el saludo en la misma forma. Se hizo un repentino silencio cuando todos se volvieron hacia Roosevelt. Era, según dijo Eden, «uno de esos momentos en que todo parece acallarse y se comprende que se está marcando un hito en la historia».
De pronto el silencio quedó roto por el rugir de una escolta de «Spitfires» que cruzaron el cielo, así como por el estampido de las salvas y la música de las bandas de los buques amarrados que tocaban «Barras y Estrellas».
Franklin Delano Roosevelt esbozó su forzada sonrisa, evidentemente satisfecho por el recibimiento. Aquello era el comienzo de lo que podía ser la cúspide de su existencia. En los días siguientes, él y otros dos hombres tendrían una ocasión inigualada para crear un mundo mejor.
La edad y el sufrimiento se pintaban en el rostro del presidente norteamericano, pero también se advertía en su semblante un gesto de decisión y de confianza en su propio destino. Cuando en Washington se despidió de su mujer, confirmó las grandes esperanzas que tenía en la conferencia de Yalta.
– Puedo hacer bastante para fortalecer los vínculos personales entre el mariscal Stalin y yo -le dijo.
A pesar de su enfermedad, Roosevelt estaba decidido a dar los pasos necesarios a fin de asegurar una paz justa y permanente para el mundo. Sus relaciones con Churchill eran inmejorables, casi con el afecto y los sentimientos de dos hermanos. En 1940, cuando la Gran Bretaña se vio en peligro mortal, Roosevelt arriesgó su carrera política enviando ayuda incondicional. Pero después de salvar a aquel hombre que le superaba en edad, Roosevelt insistió en la inmoralidad que para él suponía el colonialismo. No le convencía la frase británica de «gobierno propio dentro de la Comunidad Británica», y siguió decidido a ayudar a los pueblos sometidos -incluyendo los del Imperio Británico-, para que pudieran lograr su libertad.
– Creo que está usted tratando de acabar con el Imperio Británico -le dijo una vez Churchill, en privado.
De aquello no podía caber la menor duda.
– El sistema colonial significa guerra -dijo Roosevelt a su hijo Elliot, en otra ocasión-. Explota los recursos de países como la India, Birmania y Java; les quita todas sus riquezas, y no les proporciona educación, ni buen nivel de vida, ni un mínimo de condiciones sanitarias. Todo lo que hace es negar los valores de cualquier estructura de paz, antes de que ésta se inicie.
Pero el colonialismo no era más que uno de los problemas que debían abordarse en Yalta, y poco antes de salir de Estados Unidos, Roosevelt mandó llamar a Bernard Baruch, para que le aconsejase.