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– Anoche tuve algunas diferencias con los muchachos, Bernie -dijo Roosevelt, para explicar el temblor que agitaba sus manos, y expresó la esperanza de que pudieran sentarse los cimientos de la paz mundial en la conferencia de Crimea.

Baruch, que en cierta ocasión se calificó acertadamente a sí mismo como un «maestro de lo evidente», estaba ya preparado y le entregó una carta, la cual decía en una de sus partes:

«… La Biblia y la Historia están llenas de casos en que innumerables hombres han llevado a cabo misiones para ayudar a sus semejantes.

"Nunca se ha visto nadie ante las responsabilidades con las que va usted a enfrentarse.

"No sólo es el depositario de las esperanzas del mundo, sino que tiene ocasión de hacer que triunfen todas las tentativas anteriores, logrando una paz en que los esfuerzos rindan su fruto… Podemos aprender de los errores del pasado. Debe usted triunfar en su misión. Por encima de todo, mis esperanzas y mis plegarias van hacia los que tienen puestos los ojos en usted, y sé que no les defraudará.»

Profundamente conmovido, Roosevelt dijo que haría que su secretario, el general Edwin Watson, le leyese toda la carta antes de la entrevista.

– No voy a llevarle conmigo, Bernie -dijo Roosevelt-, pues sé que se marea, pero le prometo que no estableceré ninguna base para un tratado de paz. Cuando lo haga, estará usted sentado junto a papá.

– Evite hacer propuestas de ninguna clase -aconsejó Baruch, colocando su brazo alrededor de los hombros del presidente, y era la primera vez que se tomaba tal confianza-. Y recuerde que en cualquier lugar donde usted se siente, allí estará la cabecera de la mesa.

Las lágrimas afluyeron a los ojos de Roosevelt, que bajó la cabeza para ocultar aquella desacostumbrada muestra de emoción, y luego quedóse en silencio.

George Marshall fue a informar al presidente, poco después de las once de la mañana del 2 de febrero. Se les unió el almirante de la flota Ernest King. Tanto Marshall como King se asombraron al ver el semblante consumido y macilento que tenía Roosevelt. Sin darse cuenta de la preocupación de los dos hombres, el presidente escuchó con interés el relato de las desagradables entrevistas sostenidas con los militares británicos, y la violenta reacción de éstos ante un posible cruce del Rhin por Bradley.

El presidente pidió un mapa, y tras examinarlo detenidamente hizo notar que conocía bien el terreno, ya que en una ocasión había hecho una excursión en bicicleta por la zona comprendida entre Bonn y Francfort, y que por consiguiente aprobada calurosamente el plan de Eisenhower. Marshall y King no querían cansar a Roosevelt, y se marcharon después de media hora de conversaciones. Una vez a bordo de la lancha que les conducía a tierra, seguían tan alarmados por el aspecto del presidente, que se miraron mutuamente, llenos de consternación, pero en presencia de los tripulantes no quisieron hacer comentarios y se limitaron a mover la cabeza, significativamente.

Poco antes del mediodía, Churchill subió a bordo del «Quincy» con su hija Sara y con Eden. Durante la comida que siguió, el primer ministro, aunque no del todo recuperado de su propia enfermedad, dominó la reunión con su agudo ingenio y su brillante conversación. En un determinado momento, Roosevelt hizo notar que la Carta del Atlántico nunca llegó a ser firmada por Churchill, al punto de que el propio Roosevelt tuvo que poner el nombre del primer ministro inglés en su ejemplar. Luego, el presidente dijo, bromeando, que esperaba que Churchill estampase su firma, para dar así validez al documento. Por su parte, Churchill declaró que habiendo leído recientemente la Declaración de Independencia de Estados Unidos, le divirtió comprobar que la misma se hallaba sintetizada en la Carta del Atlántico.

Después de la comida, Eden dijo a Stettinius que le parecía haber notado al presidente más tranquilo que durante la reunión de Quebec, celebrada el otoño anterior, a pesar de lo cual Eden escribió en su Diario: «…Da la sensación de que sus energías flaquean.» No obstante las palabras de Eden, Stettinius no se sintió confortado, y aún recordaba la forma en que las manos y el cuerpo de Roosevelt habían temblado durante los recientes discursos. Ya en la comida, Roosevelt hizo notar que había dormido diez horas en la noche del viaje por mar a Malta, pese a lo cual «aún no se sentía del todo despejado.»

Aquella misma tarde, el presidente y su hija fueron invitados por el gobernador general de Malta a hacer una excursión de unos cincuenta kilómetros por la isla. El Diario de Roosevelt registró que «el tiempo era delicioso». Reanimado por este agradable intermedio, el presidente se encontró por vez primera con Churchill y los jefes de Estado Mayor Conjunto, en la sala de oficiales del «Quincy», a las seis de la tarde. Como de costumbre, Churchill fue el que lo dijo casi todo, mientras que Roosevelt se limitaba a aprobar afirmativamente con la cabeza. El explosivo asunto de la estrategia en el Frente Occidental fue solucionado con sorprendente facilidad cuando Churchill aceptó rápidamente el plan de Eisenhower. Pero luego el primer ministro creó un nuevo problema; el que Marshall tanto temía: sugirió que el mariscal de campo Harold Alexander, que mandaba todas las fuerzas de los aliados en Italia, fuese nombrado delegado de Eisenhower, con la misión de encargarse de todas las operaciones terrestres. Los jefes norteamericanos se opusieron resueltamente. Churchill tomó la negativa con buen talante, y se dio por terminada la entrevista.

Mientras Marshall esperaba para regresar a tierra, Roosevelt le mandó llamar, y le dijo que Churchill seguía deseando que Alexander fuese designado delegado de Eisenhower. Marshall contestó que nunca aprobaría tal medida, y poco después le destituían de su cargo.

5

Aquel mismo día, algo más temprano, Bradley, que se hallaba en Spa, Bélgica, habló a los comandantes de los ejércitos Primero, Tercero y Noveno de Estados Unidos -tenientes generales Courtney Hodges, George Patton y William Simpson-, acerca del plan de Eisenhower. Cuando éstos se enteraron de que Montgomery dirigiría el ataque principal, y de que el Noveno Ejército de Simpson quedaría bajo el mando del mariscal inglés, sus reacciones fueron las que cabía esperar.

Los tres generales eran viejos amigos, con muchas experiencias en común, y el comienzo de sus respectivas carreras militares había sida igualmente negativo. En West Point, Simpson había terminado el último de su clase, en tanto que Patton y Hodges eran suspendidos en 1905. Patton consiguió por fin terminar junto con Simpson en 1909, pero Hodges recibió otro suspenso, esta vez en matemáticas, y comenzó de nuevo desde abajo, como soldado. Los tres habían luchado contra Pancho Villa, en Méjico, y combatieron en el frente durante la Primera Guerra Mundial. Aunque muy diferentes en cuanto a personalidad, todos eran agresivos, extremadamente competentes y se hallaban impacientes por aplastar a los alemanes cuanto antes. Los tres generales escucharon con creciente decepción, mientras Bradley seguía explicando que Hodges y Patton podían seguir con sus reducidos ataques contra la Línea Sigfrido -a la que los alemanes llamaban Muro del Oeste-, hasta que Montgomery llevase a cabo la ofensiva principal. Después de eso, el combate se desarrollaría según se presentasen las circunstancias.

Patton no pudo contenerse, y manifestó que él y Hodges tenían más posibilidades de llegar los primeros al Rhin. Además, consideraba él -y creía que Hodges compartía su opinión-, que el poder ofensivo de las tropas británicas no era muy grande. Para Patton aquella forma de concluir la guerra, por parte de los norteamericanos, era ridícula y poco gallarda. Dijo que todas las divisiones disponibles debían lanzarse al ataque, en cuyo caso los alemanes seguramente no tendrían posibilidades de detener la ofensiva.