Выбрать главу

El coronel y Knowlton se estrecharon la mano y se dieron algunas palmadas en la espalda, mientras exclamaban: «Tovarisch!» y «Ya Americanyets!». Ambos firmaron en sus respectivos mapas de campaña, y Knowlton extrajo una botella de whisky.

Los soldados rusos, entretanto, se congregaban alrededor de los vehículos blindados norteamericanos, probando los cañones, abriendo y cerrando las escotillas, hablándose entre sí por la radio y actuando como niños maravillados. Uno de los soldados oprimió sin querer el gatillo de una ametralladora, y las balas levantaron un reguero de polvo alrededor del coronel soviético. Los oficiales rusos prorrumpieron en risotadas y volvieron a darse fuertes palmadas en la espalda.

El coronel señaló con gesto imperioso hacia un gran edificio. Varios cosacos galoparon sobre sus cabalgaduras hacia allí y entraron en la casa. Se oyeron ruidos de cristales rotos y luego varios gritos. A continuación salieron corriendo por la puerta dos ancianos alemanes y luego un cosaco, que llevaba asido a un muchacho por el fondillo de los pantalones y al que arrojó encima de un seto. Entonces el coronel se volvió hacia Knowlton y le invitó a que entrase en su nuevo puesto de mando.

Siguieron los habituales brindis por Stalin, Truman, Churchill y todos aquellos que acudían a la mente de los presentes. Poco antes del mediodía se presentó el comandante de la división y dijo a Knowlton que le gustaría encontrarse con el comandante norteamericano aquella noche en una iglesia que estaba a mitad de camino de Parchim.

Knowlton advirtió entonces que un oficial soviético medio borracho se dirigía hacia un grupo de oficiales jóvenes que se mantenían en actitud expectante. Les dijo unas pocas palabras y los jóvenes, con gesto de resignado buen humor, dieron algunas órdenes en voz alta. Se oyó entonces una especie de rugido lanzado por los varios millares de soldados soviéticos que constituían la columna, y ésta inició la marcha hacia el Oeste, mientras sus integrantes disparaban al aire sus armas, como si fuesen revolucionarios mejicanos.

Cuando se disponía a abandonar el poblado de Reppentin, Knowlton miró hacia uno de sus vehículos. Sentado en la torrecilla del mismo, un comandante soviético se reía a mandíbula batiente, por efectos del alcohol, mientras un soldado a su lado, con una toalla arrollada al brazo y una vieja navaja, se disponía a afeitarle:

2

Esa misma mañana, el almirante Von Friedeburg, acompañado por tres oficiales, fue conducido hasta el cuartel general de Montgomery, situado en Lüneburger Heide, unos cincuenta kilómetros al sudeste de Hamburgo. Montgomery salió de un remolque, vehículo que había constituido su hogar durante los últimos años, se adelantó y preguntó:

– ¿Quiénes son estos hombres?¿Qué desean?

Mientras la bandera británica ondeaba sobre su cabeza, Friedeburg leyó la carta de Von Keitel, ofreciendo la rendición de todas las tropas del Norte, incluyendo las que luchaban contra el Ejército Rojo.

Montgomery replicó vivamente que estas últimas tropas deberían rendirse a los soviéticos.

– Si bien -añadió- todo soldado alemán que se aproxime a mis líneas, con las manos en alto, será tomado prisionero inmediatamente.

Friedeburg dijo que los germanos no podían pensar siquiera en entregarse a los «salvajes rusos», y Montgomery contestó que los alemanes debieron pensar eso antes de iniciar la guerra, sobre todo cuando la declararon a Rusia, en junio de 1941.

Por fin, Friedeburg preguntó si podría hallarse alguna solución para que la mayor parte de las tropas, así como también los civiles, pudiesen huir al Oeste. Negóse Montgomery y pidió la rendición de todas las fuerzas que ocupaban el norte de Alemania, Holanda, [69] Frisia y las islas Frisonas, Heligoland, Schleswig-Holstein y Dinamarca.

– No tengo autoridad para ello, pero estoy seguro de que el almirante Doenitz lo aceptará -contestó Friedeburg, y una vez más sacó a colación el problema de los refugiados.

Montgomery dijo que no era ningún monstruo, pero se negó a discutir el asunto. Los alemanes tendrían que rendirse incondicionalmente.

– De lo contrario, ordenaré que prosiga la lucha -dijo.

Friedeburg, manifiestamente afligido, solicitó permiso para regresar al cuartel general de Doenitz, a fin de informarle de las condiciones de Montgomery.

3

Los primeros norteamericanos que entraron en Berlín fueron dos civiles: John Groth, corresponsal y dibujante del American Legion Magazine, y Seymour Freidin, del Herald Tribune, de Nueva York. Ambos se aproximaron a la capital de Alemania sin autorización rusa ni norteamericana. Poco después de la comida, Freidin, que hablaba el yiddish, convenció a un capitán soviético judío para que le permitiese llegar hasta el centro de la ciudad. Unos momentos más tarde pasaban ante el destrozado aeródromo de Tempelhof. El gran edificio blanco de la administración se encontraba en esos momentos ennegrecido por el fuego, y en las agujereadas pistas se observaban numerosos aparatos inutilizados.

Sobre las paredes aparecían escritos con cal letreros que decían: «Heil Wermolf!» y «Mit unserem Führer zum Sieg!» (¡Con nuestro Führer hacia la Victoria!). Al lado se veían otros letreros de los propagandistas rusos: «Los Hitler vienen y se van, pero el pueblo y el Estado alemanes perduran. Stalin.»

Los soldados soviéticos saludaron con gritos jubilosos el jeep donde iban Groth y Freidin, y al que seguía otro, atestado de fotógrafos del ejército norteamericano. Cuando llegaron a la Blücherplatz vieron que no era más que un cementerio de tanques, «con cadáveres quemados aún pegados a ellos». En la plaza había, además, un copioso equipo alemán abandonado, que comprendía desde ropa y fusiles hasta granadas y minas. El dulzón hedor de la carne corrompida se levantaba desde todos los rincones.

Lentamente, los jeeps dieron la vuelta en dirección a Wilhelmstrasse. El resplandor de los incendios recortaba a la perfección las ruinas más próximas, y a la distancia podía oírse el retumbar de la artillería, así como el rápido disparo de las ametralladoras, mucho más próximo.

A Groth la Wilhelmplatz le pareció como un gran queso de Roquefort, a tal punto estaba horadada. A su izquierda, una serie de muros semiderruidos rodeaban un enorme montón de escombros. Era la Cancillería del Reich. Sobre la pared oriental, dominando los cráteres que cubrían la plaza, se había colocado un gran retrato de Stalin, en tanto que un cuadro al óleo del Führer pendía oblicuamente de la pared sur. Por todas las esquinas del ruinoso edificio se veían ondeando, a impulsos de la brisa, numerosas banderas soviéticas de vivo color rojo.

Los norteamericanos estacionaron sus jeeps y comenzaron a examinar las ruinas. Freidin trató de hurgar entre los escombros esperando hallar el cuerpo de Hitler, pero se hubiera requerido el trabajo de varias excavadoras mecánicas, durante una semana para llegar al fondo de aquel caos.

Después de unos momentos, los norteamericanos regresaron a sus vehículos y avanzaron por la avenida Unter den Linden, que era un conjunto de ruinas grisáceas y humeantes. Más adelante, los soldados soviéticos se concentraban pasada la puerta de Brandeburgo, con el fin de liquidar los últimos focos de resistencia germana localizados en el Tiergarten. La única nota de color eran las banderas soviéticas que aparecían sobre la puerta de Brandeburgo. La cuadriga que había en su parte superior se hallaba tan dañada, que apenas si se la podía reconocer, quedando en pie uno solo de sus cuatro caballos. A la izquierda, el «Hotel Adlon» aparecía en ruinas, y de una de las ventanas superiores pendía una gran bandera de la Cruz Roja que daba a la zona la única nota de color blanco.

вернуться

[69] El 17 de septiembre de 1944, el Gobierno holandés en el exilio lanzó una orden de huelga general de ferrocarriles. Como represalia, los alemanes prohibieron todo suministro de alimentos al Oeste de Holanda hasta fines de octubre y confiscaron todos los medios de transporte. El número de calorías ingeridas por persona descendió a 450, y la gente comenzó a morir de hambre en noviembre. A comienzos de abril de 1945, los alemanes dijeron que permitirían a los Aliados el envío de alimentos a la zona ocupada, bajo ciertas condiciones. Por fin se llegó a un acuerdo entre el doctor Artur Seyss-Inquart, Reichskomissar de Holanda, y el jefe del Estado Mayor de Eisenhower, Bedell Smith. El 29 de abril, 253 aviones del Comando de Bombardeo lanzaron más de medio millón de raciones en las cercanías de Rotterdam y La Haya. Hacia el 8 de mayo se habían lanzado ya más de once millones de raciones británicas y americanas.