Groth trepó sobre las barricadas construidas entre las columnas de la impresionante puerta de Brandeburgo, y avanzó hacia los rusos del Tiergarten. La escena le recordó el campo de batalla de Hürtgen Forest, donde había estado un año antes. También allí se veían los árboles, yaciendo «como cerillas quemadas» sobre las zanjas y las trincheras. Detrás de una pared que se mantenía parcialmente de pie, Groth vio a los soviéticos atacar a través de la humareda.
Pocos minutos después de las tres, un silencio pavoroso se extendió por todo el parque. De pronto, estallaron innumerables gritos de alegría, y un oficial soviético que estaba tendido sobre el fango, miró a Groth y sonrió, al tiempo que decía:
– Berlin kaputt!
4
Nada podía hacer Doenitz, sino aceptar las condiciones impuestas por Montgomery. El almirante ordenó a Von Friedeburg que firmase la rendición militar del norte de Alemania, incluyendo Holanda y Dinamarca. Friedeburg volaría después hasta Reims para ofrecer a Eisenhower la capitulación de las demás fuerzas alemanas del frente occidental.
Al anochecer, Montgomery entró en una tienda de campaña de Lüneburg, que se hallaba atestada de periodistas. Sobre su uniforme llevaba un capote naval de piel de camello, con caperuza.
– Tomen asiento, señores -dijo con gesto vivaz, y los presentes lo hicieron en el suelo.
Montgomery se alisó inconscientemente el uniforme, señal que para Richard Macmillan indicaba que el mariscal se hallaba en plena forma.
– Hay cierto caballero llamado Blumentritt -empezó diciendo Montgomery-, el cual, por lo que he llegado a saber, manda las fuerzas alemanas que hay entre el Báltico y el río Weser. El miércoles envió un mensaje diciendo que deseaba presentarse el jueves para rendir lo que él llamaba Grupo de Ejército Blumentritt. Este no es en realidad un grupo de ejército, como nosotros lo conocemos, sino una especie de brigada. La rendición se efectuaría ante el Segundo Ejército británico.
»Se le dijo: "Puede usted venir. ¡De acuerdo, encantados!" Pero lo cierto es que ayer por la mañana, Blumentritt no apareció. Comunicó que había algún inconveniente por parte de sus superiores y que no vendría. En efecto, no vino. Pero en su lugar, se presentaron cuatro alemanes.
Luego, Montgomery habló a los periodistas acerca de la entrevista que sostuvo con Friedeburg el día anterior. Un oficial del Estado Mayor avisó en ese momento que Friedeburg acababa de regresar, y Montgomery volvió a su remolque. Friedeburg y sus cuatro compatriotas esperaron bajo la lluvia, nerviosos y totalmente empapados. A través de la puerta abierta del remolque alcanzaban a ver a Montgomery, que rebuscaba entre sus papeles. Por fin salió del vehículo y se quedó bajo la bandera inglesa. Los alemanes saludaron militarmente, pero Montgomery tardó un momento antes de devolverles el saludo. Luego hizo entrar a Friedeburg en el remolque y le preguntó si estaba dispuesto a firmar la rendición total. El almirante asintió con gesto de desaliento, y Montgomery le hizo salir otra vez.
Esperaron de nuevo los alemanes a la intemperie, retorciéndose nerviosamente las manos, y poco antes de las seis, Montgomery salió al fin. Al pasar ante los periodistas, dijo sonriendo ligeramente:
– Este es un gran momento.
Y les echó una rápida mirada, como si buscase la aprobación de los corresponsales. El mariscal de campo condujo a los alemanes hacia una tienda de campaña, preparada especialmente para la ceremonia. Leyó las condiciones con cierto tono despreocupado en la voz y luego se volvió hacia Friedeburg, diciendo:
– Usted firma el primero.
Montgomery le observó firmar con gesto placentero y con las manos en los bolsillos. Llamó luego a su fotógrafo.
– ¿Ha tomado esa fotografía, bajo la bandera inglesa?-inquirió.
El fotógrafo contestó afirmativamente, y Montgomery replicó:
– Muy bien. Es una foto histórica, verdaderamente histórica.
En Reims, mientras tanto, Eisenhower se había cansado de esperar por las noticias de la rendición de Lüneburg, y dijo que se retiraba a descansar.
– ¿Por qué no espera usted otros cinco minutos?-inquirió su secretario personal, teniente Kay Summersby-. Tal vez lleguen pronto novedades.
Eisenhower esperó, y cinco minutos más tarde el teléfono sonó.
– Muy bien -dijo Eisenhower por el aparato-. Me parece magnífico, Monty.
El capitán Harry Butcher, ayudante naval de Eisenhower, preguntó al comandante supremo si firmaría personalmente el armisticio cuando el almirante Von Friedeburg llegase al día siguiente a Reims. Eisenhower contestó que «no quería regatear». Diría a sus ayudantes lo que tenían que hacer, pero no deseaba ver a los negociadores alemanes hasta que éstos hubiesen firmado.
Los Tres Grandes ya se habían puesto de acuerdo sobre los términos de la capitulación de Alemania, poco después de la invasión de Normandía. Después de Yalta, sin embargo, dichos términos fueron modificados en un segundo documento de armisticio, a fin de incluir la desmembración de Alemania. El embajador de Estados Unidos en Londres, John Winant, temió que la existencia de ambos documentos pudiese provocar alguna confusión y llamó por teléfono a «Beetle» Smith a Reims, con objeto de advertirle acerca de las posibles complicaciones. Smith dijo que no tenía siquiera copia del segundo documento, y que, además, los Tres Grandes y Francia aún no habían autorizado al Cuartel General Supremo aliado a firmar la capitulación.
Más preocupado que nunca, Winant llamó por teléfono al Departamento de Estado, en Washington, y exhortó a que enviasen en seguida la correspondiente autorización al Alto Mando Aliado.
5
Esa misma mañana, muy temprano, dos oficiales alemanes guiaron una unidad armada hasta la mina de sal situada cerca de Bad Ischl, no lejos de Berchtesgaden, donde se encontraban ocultas las piezas más valiosas de los museos Kunsthrisctorisches, de Viena, y Ostereichische Galerie. Aseguraron que Baldur von Schirach les había ordenado salvar los objetos más importantes, antes de que llegasen los rusos, y amenazaron con dar muerte a todo aquel que se opusiera.
Los oficiales eligieron 184 cuadros valiosos, entre los que figuraban cinco Rembrandts, siete Velázquez, dos Dureros, ocho Brueghels y nueve Ticianos, así como cuarenta y nueve bultos conteniendo tapices y varios cajones con esculturas. Introdujeron todo esto en dos camiones y partieron en dirección a Suiza. La pequeña caravana se detuvo varias horas después en el «Goldener Loewe», una posada de un pueblecillo tirolés, y los oficiales ocultaron las obras de arte en el sótano de una casa de huéspedes adyacente. Dijeron entonces a su disgustado ocupante que desde ese momento tenía la responsabilidad de salvar de los rusos los tesoros artísticos austríacos.
Conforme los dos frentes aliados se iban aproximando cada vez más, se producía una especie de competencia entre el Este y el Oeste, para ver quién se quedaba con más oro, obras de arte, armas militares secretas e investigadores científicos. Un teniente norteamericano de la MAFA (Organización pro monumentos, Bellas Artes y Archivos), descubrió el escondite del «Goldener Loewe» y otros compañeros hallaron en la cercana Berchtesgaden el fabuloso tesoro de obras de arte de Goering. Muchas de las obras maestras se hallaban en cestos depositados en la estación del ferrocarril, y en el interior de varios vagones situados en un apartadero.
Otros especialistas norteamericanos se ocupaban a veces de atraerse más científicos alemanes de lo que les correpondía, por la zona en que se hallaban.
Así, el padre Sampson se vio envuelto en un episodio de película cómica, cuando un capitán norteamericano, que apareció de pronto en Stalag IIA, le convenció para que hiciese pasar a través de las líneas soviéticas a un conocido experto alemán en proyectiles dirigidos. Para que el grupo lograse cruzar por el último puesto de control soviético, el sacerdote se vio obligado a tomar varios vasos de vodka en compañía del comandante del puesto soviético. Cuando alcanzaron la libertad, el padre Sampson iba tambaleándose perceptiblemente.