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Tanto Eden como Churchill estaban preocupados porque Roosevelt había evitado hablar con ellos acerca del aspecto político a considerar en Yalta. Para remediar tal situación se concertó con el presidente una cena íntima, aquella noche, a bordo del «Quincy». Stettinius tuvo la impresión de que durante la cena se aclaró la postura de los americanos y británicos en relación con las Naciones Unidas, con Polonia, y con la conducta a seguir respecto a Alemania, pero Eden no se mostró tan optimista. Según él, no se había llegado a ningún acuerdo, y escribió en su Diario:
«…Es imposible tratar del asunto. Hablé airadamente con Harry (Hopkins) acerca de ello, cuando éste llegó más tarde, haciéndole notar que íbamos a reunirnos en una conferencia decisiva, y hasta el momento nadie había acordado lo que se iba a discutir, ni cómo debían llevarse las cosas con un Oso que sin duda sabe muy bien lo que debe hacer.»
El presidente Roosevelt, según Eden, era «desconcertante», y tanto él como Churchill estaban inquietos porque no hubiera habido verdaderas consultas angloamericanas a nivel superior. Después de la cena, Roosevelt y Churchill se trasladaron al aeropuerto de Luqa, para marchar en avión al lugar de la entrevista con Stalin. El primer ministro subió a bordo de su cuatrimotor «Skymaster» y se retiró a dormir. El presidente, siempre en su silla de ruedas, fue colocado en un ascensor especial, en el que subió hasta su aparato, un «C-54» [6] transformado. Era la primera vez que Roosevelt empleaba el avión, ya que, además de disgustarle la monotonía del viaje por aire, el presidente consideraba que un avión adaptado especialmente para él, y dedicado únicamente a su uso, constituía un gasto innecesario. A pesar de todo, Roosevelt se hallaba excitado y optimista. Adelante le esperaba la aventura. Le dijeron que su aparato no despegaría hasta varias horas después, por lo cual Roosevelt también se dispuso a dormir.
Hacía frío y el cielo estaba cubierto cuando los 700 conferenciantes destinados a Yalta subieron a los veinte «Skymaster» americanos y a los cinco «York» británicos. El ambiente, en el aeropuerto oscurecido como prevención contra los ataques aéreos, era de gran tensión. De acuerdo con un informe del Servicio de Inteligencia norteamericano, Hitler se hallaba al corriente del lugar exacto en que los Tres Grandes iban a realizar su entrevista. Un vuelo de prueba efectuado tres noches antes por el teniente coronel Henry T. Myers, casi había terminado en un desastre. Al tomar tierra en el aeropuerto de Saky, en la península de Crimea, Myers halló numerosos agujeros en el fuselaje, producidos por disparos antiaéreos. O bien éstos habían sido causados al pasar el aparato sobre la isla de Creta, en poder de los germanos, o los artilleros turcos le habían tomado por un avión alemán.
A las once y media, mientras caía sobre Luqa una llovizna fina y helada, el primer avión despegó, emprendiendo su viaje de más de dos mil kilómetros hasta Saki. Otros aparatos siguieron a intervalos regulares, con un plan de vuelo de tres horas y media hacia el Este, seguido de un giro de 90° hacia el Norte, para evitar la isla de Creta. El avión del presidente despegó hacia las tres y media de la madrugada, inmediatamente antes que el de Churchill. Sin escolta y con las luces apagadas, el gran aparato de transporte no tardó en desaparecer entre las oscuras nubes. Cuando el ruido de sus motores se extinguió, la suerte del presidente de Estados Unidos sería una incógnita durante casi siete horas, ya que todos los aparatos en vuelo debían guardar el más estricto silencio.
La primera parte del vuelo transcurrió sin novedad. Pero poco después de que seis cazas «P-38» se hubieron unido al «C-54» de Roosevelt, sobre los montes de Grecia, comenzó a formarse hielo en las alas de los siete aviones. Uno de los cazas tuvo que regresar a Atenas, al quedársele parado un motor. Los hombres del Servicio Secreto se mostraron tan preocupados por el hielo, que estuvieron a punto de despertar al presidente, a fin de prepararle para una eventualidad. Pero el peligro pasó, y poco después del mediodía, hora de Crimea (dos horas de adelanto con Malta), el piloto efectuó el giro de 90° previsto.
A las 12,10 el aparato de Roosevelt tomó tierra en una helada pista de bloques de hormigón sumamente lisa, y se detuvo casi al final de la misma. La región aparecía desprovista de árboles, llana y triste. Mientras el avión se aproximaba a la zona de estacionamiento, los que se hallaban a bordo alcanzaron a ver algunos soldados rusos de flamantes uniformes, que rodeaban el aeropuerto, con sus fusiles ametralladores preparados. Un regimiento seleccionado del Ejército Rojo se aprestaba a recibir a los viajeros, en tanto que una banda militar interpretaba algunas marchas. El ministro soviético de Asuntos Exteriores, Vyacheslav M. Molotov, así como el embajador Harriman y Stettinius, subieron a bordo del aparato para dar la bienvenida al presidente Roosevelt, informándole al mismo tiempo que el mariscal Stalin aún no había llegado a Crimea.
Poco después, a las 12,30, llegó el avión de Churchill escoltado por seis «P-38». Churchill se encaminó hacia el aparato de Roosevelt, y observó cómo bajaban a éste en el ascensor y le colocaban en un «jeep» ruso -préstamo de los americanos-, bajo la atenta supervisión del jefe de escolta del presidente, Michael Reilly. El comandante de la guardia de honor pronunció un discurso de bienvenida a los dos dirigentes occidentales, y la banda rompió a tocar «Barras y Estrellas». El vehículo avanzó ante las filas de soldados, marchando junto a él Churchill, con un cigarro de veinte centímetros que parecía un pequeño cañón.
Roosevelt fue trasladado a un automóvil, para recorrer en él los ciento veinte kilómetros que le separaban de Yalta. No había más vehículos en la carretera, la cual aparecía flanqueada cada cien metros por guardias vestidos con largos y pesados capotes, provistos de brillantes correajes. Algunos llevaban gorros de astracán, y otros gorras de vivo color verde, azul o rojo. Cada uno de los centinelas efectuaba un rápido saludo con el fusil en el momento de pasar el automóvil del presidente. La hija de Roosevelt tiró de la manga de su padre y dijo con acento de sorpresa:
– ¡Mira, muchos de los centinelas son chicas!
En efecto, colocadas en los cruces había muchachas uniformadas, cada una con una bandera roja y otra amarilla. Si el camino estaba libre, la chica apuntaba con la bandera amarilla hacia el coche, colocaba luego ambas banderas bajo el brazo, y saludaba marcialmente con la mano derecha. Esto no dejó de impresionar a los norteamericanos, que se sintieron más tranquilos acerca de la seguridad de su presidente.
El primer tercio del viaje discurrió a través de un terreno levemente ondulado, desprovisto de árboles y cubierto de nieve, que se parecía bastante a las grandes planicies de Estados Unidos. Pero a diferencia de aquel país, las tierras que atravesaban aparecían cubiertas de tanques destrozados, edificios quemados y otros restos de la contienda. Después de dejar atrás Simferopol, la capital de Crimea, la carretera se hacía sinuosa al ascender por una escarpada cadena montañosa. La caravana de coches se encaminó hacia el mar Negro, y luego hacia el Sur, bordeando la costa. Pasaron por Yalta a las seis, y siguieron aún tres kilómetros en dirección Sur, hasta llegar al fin al palacio Livadia, que sería la residencia de Roosevelt. El palacio, de cincuenta habitaciones, había sido proyectado por Krasnov en estilo Renacimiento italiano, y fue construido durante el reinado del zar Nicolás, en 1911. Situado a unos cincuenta metros sobre el nivel del mar, el edificio de granito blanco daba simultáneamente a las montañas y al mar. Para Stettinius el panorama resultaba admirable, y le recordaba algunas partes de la costa de Estados Unidos en el Pacífico.
Livadia había sido convertido en un sanatorio antituberculoso para trabajadores, después de la Revolución. Los alemanes lo habían saqueado a conciencia, despojándole incluso de sus artesonados. Sólo quedaron dos cuadros y una plaga de insectos. Durante los diez días anteriores, los rusos habían llenado el palacio con muebles y enseres del hotel Metropole, de Moscú, y llevaron un ejército de albañiles, fontaneros, calefactores, electricistas y pintores para que reparasen los innumerables desperfectos. Los parásitos quedaron a cargo de los escrupulosos norteamericanos, y un grupo de hombres del «Catoctin», navío auxiliar de la marina de guerra de Estados Unidos, que se hallaba amarrado en Sebastopol, llevó a cabo la completa desinsectación del edificio.