Al recibir la noticia, Eduard Benes, presidente del Gobierno checo en el exilio, llamó a su mujer y exclamó:
– ¡Gracias a Dios! ¡Los norteamericanos acaban de entrar en Checoslovaquia! ¡Patton ha cruzado la frontera!
Sólo unas semanas antes, su entusiasmo habría sido igualmente intenso de haber sido los rusos los que se hubiesen aproximado a Praga. En aquel momento, Benes aún confiaba en Stalin. En 1943 se trasladó a Moscú, y en medio de la mayor armonía y cordialidad firmó un tratado de amistad, ayuda mutua y colaboración de posguerra con los soviéticos. Luego aseguró a sus compatriotas que Stalin garantizaba la integridad de Checoslovaquia.
– La Unión Soviética considera que la República debe seguir siendo democrática y progresista -afirmó-. Rusia no exige nada especial de nosotros. Nuestra política será sencillamente la de nuestra mayoría democrática.
Esta confianza no se vio defraudada cuando el Ejército Rojo entró en el país de Benes y los comunistas se adueñaron del poder. Hubo algunas peticiones de secesión de la zona subcarpática, que pretendía unirse a la Unión Soviética. Luego, con la ayuda de los comisarios políticos rusos y del NKVD, se establecieron «comités nacionales» que se hicieron cargo de la administración de ciudades y pueblos.
Los que trataron de resistirse fueron encarcelados como colaboradores de los alemanes. Stalin escribió a Benes diciendo que se trataba de un «malentendido», pero que él nada podía hacer si la secesión era el deseo de la mayoría de los pobladores de la zona. Al propio tiempo dio a Benes nuevas seguridades de que no tenía intención de romper su acuerdo con Checoslovaquia.
Pero a mediados de marzo de 1945, los informes alarmantes sobre el aumento de actividades comunistas, así como de los actos de terrorismo cometidos por el Ejército Rojo, convencieron al fin a Benes de que su Gobierno en el exilio no debía continuar en Londres. En camino hacia Checoslovaquia, se detuvo en Moscú, donde Stalin dio una cena de gala en su honor. El mariscal brindó por la solidaridad de los eslavos, e hizo notar que el 'Ejército Rojo «no era un ejército de ángeles», y había que perdonarle en ocasiones su mal comportamiento. Propugnó luego la independencia de todas las naciones, buenas o malas, y añadió:
– La Unión Soviética no intervendrá en los asuntos internos de sus aliados. Sé bien que aún entre ustedes hay algunos que ponen en duda esto.
Stalin se volvió hacia Benes y siguió diciendo:
– Tal vez tenga usted algunos recelos, pero puedo asegurarle que nunca nos inmiscuiremos en las cuestiones internas de nuestros aliados. Ese es el neoeslavismo de Lenin que practicamos nosotros, los bolcheviques comunistas.
A la sombra del Kremlin, los delegados de Londres comenzaron a entrevistarse con los delegados comunistas checoslovacos, y se creó un Gobierno que concedía la misma representación a los seis partidos checos y eslovacos. Pero se incluyó a seis miembros «políticos» que eran «personalidades de reputación nacional y técnicos sin miras políticas», si bien eran en realidad comunistas o simpatizantes del comunismo. El resultado fue que los comunistas quedaron en condiciones de controlar casi todas las decisiones principales del nuevo Gobierno.
En Checoslovaquia, durante la ocupación alemana, los grupos de resistencia clandestina que habían operado más o menos independientemente, terminaron por unirse para desarrollar una acción conjunta. Su objetivo común era evitar la destrucción de los bienes del país por parte de los alemanes, y asegurar un Gobierno democrático en la posguerra.
A diferencia de otras ciudades del centro y el este de Europa, Praga apenas había resultado dañada por la contienda. Su pintoresco castillo, sus puentes y sus templos, que parecían salidos de un cuento de hadas, se hallaban intactos. En la tarde del día 4 de mayo, los impacientes ciudadanos pusieron en peligro la rebelión proyectada, al destruir los carteles escritos en alemán, o pintar sobre ellos frases patrióticas.
Radio Praga amenazó con severas penas a los que realizasen tales actos de «vandalismo», pero las amenazas no surtieron efecto alguno. Al día siguiente, por la mañana, los vendedores callejeros comenzaron a ofrecer a los peatones, sin el menor reparo, esquelas mortuorias en que se notificaba la defunción del Tercer Reich, «maldición de la Humanidad». En la parte inferior de la tarjeta podía leerse un antiguo proverbio checo: «Cuando se infla demasiado un globo, éste termina por estallar.» Una noticia falsa hizo creer a los habitantes de Praga que Patton se hallaba a treinta kilómetros de la ciudad, lo cual dio lugar a numerosas manifestaciones públicas. Atravesando la plaza Wenceslaus, pudo verse un tranvía adornado con banderas de los países aliados. El vehículo iba a toda velocidad, haciendo sonar estrepitosamente la campana, mientras desde la plataforma posterior el cobrador lanzaba consignas de rebelión.
Al mediodía aparecieron banderas checas en muchas ventanas, y las tiendas colocaron en sus escaparates retratos de Benes, Masaryl y Stalin. Karl Hermann Frank, el ministro de Estado nazi para Bohemia y Moravia, ordenó que se despejasen las calles, pero sólo unas pocas tropas de las SS abrieron fuego contra los manifestantes.
El Consejo Revolucionario Nacional Checo se reunió apresuradamente en el local de una empresa de seguros, y votó unánimemente por dirigir la incipiente revolución. El plan que el Consejo había elaborado dependía sobre todo del suministro de armas por aire, desde aviones británicos, pero los ingleses fueron postergando siempre la operación. La primera tarea del Consejo consistió en hallar un hombre que atrajese las simpatías populares. Se eligió al doctor Albert Prazak, un catedrático de la Universidad de Charles, que tenía sesenta y cuatro años. Era anticomunista, pero no poseía gran energía, y los comunistas del Consejo tuvieron la seguridad de que llegarían a influir en él debido a que su hija era miembro del Partido.
A las tres, el Consejo difundió por radio una consigna exhortando a los ciudadanos de Praga a construir barricadas en las calles. Bajo la helada lluvia, la gente comenzó a levantar obstáculos en todas las esquinas de las arterias importantes. Los hombres quitaban los adoquines de las calles, mientras las mujeres los apilaban formando montones. También los tranvías sirvieron como trincheras, y muchos fueron descarrilados y volcados con tal objeto.
De pronto, apareció en la plaza Wenceslaus un jeep rebosante de norteamericanos. Era un grupo de la Oficina de Servicios Estratégicos, que dirigía el teniente Eugene Fodor, de ascendencia húngara. Los checos abrazaron llenos de entusiasmo a los norteamericanos, pues creían que éstos constituían la vanguardia del ejército de Patton. Les llevaron al puesto de mando del alzamiento, donde se les dijo que las fuerzas norteamericanas podían entrar fácilmente en la ciudad. Entonces, el comandante Nechansky, del comando militar, propuso regresar con Fodor para entrevistarse con el general Patton. Quería transmitirle una petición formal en nombre del general Kuttelwasen, jefe militar del alzamiento, para que acudiese en ayuda de Praga.
Uno de los comunistas del Consejo se opuso con vehemencia. Sin duda quería que el Ejército Rojo llegase primero, pero al fin se tuvo que inclinar ante la mayoría.
Fodor llevó a Nechansky al cuartel general norteamericano en Pilsen, unos ochenta kilómetros al Oeste, y encontró a Patton en compañía del general Huebner. Patton se interesó profundamente por la desesperada situación en que se hallaba la ciudad, según el relato de Fodor, y pidió a Bradley que le permitiese llevar a cabo la liberación de Praga. Bradley dijo que no podía tomar aquella decisión, que correspondía a Eisenhower. Llamó entonces Bradley por teléfono a Eisenhower, el cual dijo que la línea de detención de Pilsen era inamovible, y que bajo ninguna circunstancia debía Patton marchar sobre Praga. [71]
[71] El día anterior Eisenhower había vuelto a considerar su decisión de no tornar Praga, tal vez por la continua insistencia de Churchill y Grew. Pero solicitó permiso final, para tomar la capital checa, de los mismos rusos. Llamó por radio al general Deane, que estaba en Moscú, para que dijese al general Alexei Antonov, jefe de Estado Mayor del Ejército Rojo, que las tropas americanas estaban ya en condiciones de avanzar hasta el río Moldava.
La reacción de Antonov fue inmediata y previsible. Pidió a Eisenhower que no se moviese de Pilsen, a fin de evitar "una posible confusión de fuerzas". Afirmó que a petición de Eisenhower había detenido su avance en el norte de Alemania, y que esperaba que el comandante supremo, como compensación, cumpliría los deseos de los soviéticos.