En la ciudad, entretanto, cundió la noticia de que dos divisiones alemanas se acercaban rápidamente. Las armas prometidas no habían sido aún enviadas, y en su desesperación, un grupo de oficiales checos se dirigió a los rusos, vestidos con uniformes alemanes y sin informar al Consejo. Esta era una división del llamado Ejército Vlasov, que en las tres últimas semanas había errado desafiante desde su situación de batalla junto al Oder, hasta llegar a sólo cincuenta kilómetros de Praga.
Casi tres años antes, el teniente general Andrei Andreevich Vlasov -antiguo consejero militar de Chiang-Kai-Chek y uno de los héroes de la defensa de Moscú- había sido capturado por los alemanes en las cercanías de Leningrado. Se mostró Vlasov tan desilusionado con la situación reinante en la Unión Soviética, que escribió una carta abierta a los demás prisioneros rusos, acusando a Stalin y exhortándoles a derribar el comunismo. Los propagandistas nazis comprendieron que aquel hombre les resultaría de gran utilidad, y le enviaron en gira por los campamentos de prisioneros para que reclutase a otros rusos en la cruzada de Hitler contra el bolchevismo.
Para disgusto de sus captores, sin embargo, Vlasov también comenzó a criticar a los nazis por tratar de esclavizar a Rusia y aterrorizar a sus habitantes. «Hoy puede aún ganarse al pueblo ruso para la gran batalla -escribió-. Mañana será demasiado tarde.» Cierto número de altos oficiales de la Wehrmacht apoyaron la forma de pensar de Vlasov, y el alto y enjuto general soviético de gafas de gruesa armazón fue adquiriendo cada vez más importancia, hasta convertirse en el jefe de más de un millón de prisioneros rusos de guerra que deseaban expulsar el bolchevismo de su país. Hitler, sin embargo, seguía sintiendo recelos de Vlasov y los suyos.
– Nunca lograremos disponer de un ejército ruso -aseguraba el Führer-. Eso no es más que una vana ilusión. En lugar de hacerles luchar contra Rusia, será un ejército que se volverá sobre Alemania, cuando se presente la ocasión. Cada nación piensa en sí misma, y nada más. Por encima de todo, no debemos entregar esas unidades a un hombre que las tenga exclusivamente bajo su poder y que diga: «Hoy lucháis para ellos y mañana no lo haréis.»
Pero Himmler consideraba que tales tropas podían ser utilizadas como un factor político de gran importancia, y cuando la falta de hombres empezó a resultar desesperante, mandó buscar a Vlasov y le dio permiso para que organizase una fuerza inicial de cincuenta mil hombres. En un solo día, el 20 de noviembre de 1944, trataron de alistarse sesenta mil, pero bien a causa de la desconfianza de Hitler, como de la falta de armamento y equipo, sólo dos unidades entraron en actividad: las Divisiones Primera y Segunda R.O.A. (Russkaia Osvobitelnaia Armiia: Ejército de Liberación Ruso).
La profecía de Hitler comenzó a materializarse cuando la Primera División R.O.A. llevaba sólo unas pocas horas luchando contra el Ejército Rojo en el frente de Busse. Después de un día de ataques inútiles contra fuerzas soviéticas muy superiores, el general Sergei K. Bunyachenko, comandante de dicha división, ordenó la retirada del frente sin haber recibido órdenes para ello. 'El general soviético razonó diciendo que la guerra casi había terminado, y que una división más o menos en nada cambiaría las cosas. Su principal preocupación consistía en salvar vidas. Decidido a reunirse con la otra división R.O.A. y con el propio Vlasov, Bunyachenko ordenó a sus hombres que se dirigieran hacia Checoslovaquia. Los rusos se arrancaron las svásticas de los uniformes y se hicieron treinta mil octavillas en multicopista acusando a Hitler. La R.O.A. se había ya sublevado, como pronosticara el Führer.
El Alto Mando alemán solicitó un arreglo e incluso envió varios camiones de alimentos, como ofrecimiento de paz, pero los veinte mil rusos siguieron marchando hacia el Sur. Schoerner mandó entonces dos delegaciones que exhortaron a Bunyachenko a «conciliar el conflicto». Como los mediadores fracasaron, el propio Schoerner se trasladó adonde se hallaba la división rebelde. Durante una hora conferenció con Bunyachenko y Vlasov, y viendo la inutilidad de sus esfuerzos, regresó en avión, lleno de disgusto, a su puesto de mando.
Los rusos sólo se detuvieron cuando llegaron a la región de Beroun, a unos cuarenta kilómetros al sudoeste de Praga. Desde allí pretendían encaminarse más hacia el Sur, hasta encontrarse con la 2.ª División R.O.A.
En las primeras horas de la madrugada del 4 de mayo, una delegación de oficiales checos que cubrían sus uniformes con abrigos civiles, llegó hasta el puesto de mando de Bunyachenko, situado en el pueblo de Shukomasty, con una petición singular: querían que los rusos de la 2.ª División les ayudasen a llevar a cabo una rebelión en Praga. Bunyachenko les pidió que esperasen y regresó poco después con Vlasov, el cual interrogó a los checos. Luego solicitó la impresión de sus comandantes de regimiento y la de Bunyachenko:
– Y bien, señores, ¿qué les parece que debemos hacer ahora?
Siguió un prolongado silencio, y al fin Bunyachenko dijo con voz ronca:
– ¡Creo que debemos ayudar a nuestros hermanos eslavos!
– Les apoyamos en su levantamiento. ¡Adelante! -manifestó Vlasov, dirigiéndose a los checos.
Mientras tanto, los tanques alemanes empezaban a llegar a la ciudad para ayudar a la infantería. Radio Praga, que estaba en poder de los partisanos, anunció la llegada de los efectivos nazis y exhortó a los ciudadanos a que reforzasen las barricadas que se alzaban en las calles.
– ¡Esperamos ayuda de nuestros hermanos, los soldados de Vlasov! -proseguía diciendo la emisora checa, que también apelaba directamente a los Aliados-. Necesitamos aviones, tanques, y suministros por vía aérea. Los alemanes están combatiendo implacablemente el alzamiento. ¡Por Dios, envíen auxilio rápidamente!
Ya había amanecido cuando los primeros efectivos del Ejército de Vlasov, exhibiendo el emblema del R.O.A. sobre sus uniformes alemanes, salieron a pie hacia la capital de Checoslovaquia. Su marcha se convirtió casi en un desfile victorioso. En todos los pueblos por los que pasaban, la gente les vitoreaba y les deseaba suerte. Las mujeres, con lágrimas en los ojos, les ofrecían comida, y las muchachas lanzaban flores a su paso. Al anochecer entrarían en Praga.
Capítulo octavo. «Las banderas de la libertad ondean sobre toda Europa»
1
Doenitz no tenía seguridad de poder cumplir la exigencia de Eisenhower, acerca de una rendición incondicional en todos los frentes. Aun cuando él estuviese de acuerdo con tales condiciones, era evidente que no podría controlar a los soldados del frente oriental, los cuales sentían tal temor por los rusos, que probablemente harían caso omiso de la orden de deponer las armas, y huirían hacia el Oeste. Por consiguiente, Doenitz procuró convencer de nuevo a Eisenhower de que no debían abandonarse los soldados y civiles alemanes en el Este. El 6 de mayo, Doenitz pidió a Jodl que se trasladase en avión a Reims para presentar su nueva proposición, y a tal fin le entregó instrucciones escritas que decían así:
«Procure explicar las razones por las que deseamos esta rendición por separado ante los norteamericanos. Si no tiene más éxito con Eisenhower que el que tuvo Friedeburg, ofrezca una rendición simultánea en todos los frentes, la cual será llevada a cabo en dos fases. En la primera cesarán todas las hostilidades, pero se concederá a las tropas alemanas libertad de movimientos. En la segunda fase se suprimirá esta facultad. Procure hacer que el intervalo entre la primera y la segunda fase sea lo más largo posible, y si puede, consiga que Eisenhower acceda a que los soldados alemanes puedan rendirse individualmente a los norteamericanos. Cuanto mayor sea su éxito en esta misión, mayor será el número de soldados alemanes y de refugiados que encontrarán su salvación en el Occidente.»