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En Moscú, a esas alturas, aún no se había recibido informe alguno sobre la firma del armisticio. El general soviético Nikolai Vasilevich Slavin entró en la oficina de la Misión Militar de Estados Unidos, y entregó al general Deane una carta del general Antonov, en la que éste se quejaba de que a pesar de las negociaciones de Reims para la rendición, Doenitz «proseguía con sus exhortaciones por radio a los alemanes, para que continuasen la guerra contra los soviéticos…, pero sin resistir a los aliados en el Frente Occidental… De ahí deduce la gente que Doenitz ha efectuado una paz por separado con el Oeste, y prosigue la guerra en el Oriente. No podemos dar a la opinión pública europea la excusa de que se ha firmado una paz por separado». Antonov acababa de enterarse de que el nuevo documento de rendición, que había sido preparado por Smith, difería del que habían aprobado los Tres Grandes, y se negó a aceptar su validez.

Entonces, ante la consternación de Deane, Antonov añadía en su carta: «El alto mando soviético prefiere que la firma del «Acta de Rendición Militar» se celebre en Berlín. El mariscal Zhukov firmará por el Ejército Rojo.»

El general Slavin explicó que los soviéticos deseaban que sólo hubiese una ceremonia de la firma, y que ésta tuviese lugar en Berlín. Se negaban en redondo a que Susloparov firmase cualquier documento en Reims.

– La ceremonia de Berlín deberá concertarse rápidamente -dijo Slavin-, sin más demora.

Robert Murphy, consejero político de Eisenhower, que se hallaba con éste en Reims, estaba tan preocupado por el documento de rendición como el mismo Antonov. Aún no había tenido ocasión de examinar de nuevo dicho documento, y sacó de la cama a Bedell Smith para preguntarle qué había ocurrido con el texto aprobado, que él personalmente le entregara a fines de marzo. Bedell no recordaba haber recibido siquiera el mencionado documento.

– Pero, ¿no se acuerda de aquella gran carpeta azul que contenía, según le dije, el documento aprobado por todos?-preguntó Murphy.

Smith, que pocos días antes había discutido largamente con Winant acerca de ese mismo documento, dijo entonces que «ya se acordaba», y poco después él y Murphy estaban en el despacho buscando los papeles.

Encontraron al fin la carpeta azul en el gabinete de Alto Secreto Personal, y Murphy quedó convencido que Smith sólo había sufrido una pérdida momentánea de memoria.

Hacia las nueve y media de la mañana Butcher se presentó en el dormitorio de Eisenhower, el cual se hallaba en la cama. Junto a él se veía un libro: Cartridge Carnival. El mensaje de Moscú había llegado ya, y Eisenhower estaba escribiendo a Antonov que le complacería mucho trasladarse a Berlín al día siguiente, en la hora que Zhukov considerase oportuna.

Media hora más tarde, en el hotel Scribe, de París, el general Allen repitió en una conferencia de Prensa lo que ya había dicho a los diecisiete corresponsales de Reims: no se podrían comunicar noticias acerca de la rendición, hasta las tres de la tarde del día siguiente. Ya enardecidos por la forma en que habían sido tratados, los periodistas se reunieron en el vestíbulo del hotel y amenazaron con lanzar una acusación contra la sección de Relaciones Públicas del Alto Mando. Edward Kennedy, que era a la sazón uno de los diecisiete periodistas autorizados, y desempeñaba el cargo de jefe de la oficina de la Asociated Press en París, se dirigió a su despacho situado en el cuarto piso para comprobar los últimos informes: los portavoces de De Gaulle anunciaban que éste preparaba una alocución con motivo del día de la Victoria, mientras que el general Sevez dijo a un periodista de Le Figaro que había firmado por Francia en Reims. Al mediodía los diarios de Paris traían noticias procedentes de Londres, informando que en el número 10 de Downing Street se estaban montando altavoces. Se tenía la impresión de que Churchill iba a anunciar oficialmente la capitulación de Alemania.

El anuncio se hizo, pero no provino de Churchill. Poco después de las tres, Kennedy escuchó en la emisión de la BBC una traducción al inglés del discurso que Schwerin von Krosigk acababa de hacer por Radio Flensburg: «¡Hombres y mujeres de Alemania! Por orden del gran almirante Doenitz, el Cuartel General del Ejército ha anunciado en el día de hoy la rendición incondicional de todas las tropas.» A continuación se pedía a los alemanes que hiciesen sacrificios. «Ante la oscuridad del futuro, debemos dejarnos conducir por la luz de las tres estrellas que siempre fueron el distintivo del carácter alemán: «Eingkeit und Recht und Freiheit» (Unidad, Justicia y Libertad).»

Resultaba inconcebible para Kennedy que el Gobierno de Doenitz hubiese hecho el anuncio sin el consentimiento del Alto Mando Aliado. Llamó por teléfono al despacho de Allen y le dijeron que éste se hallaba demasiado ocupado para hablar con él. Se trasladó entonces rápidamente a la oficina del teniente coronel Richard Merrick, censor jefe de Estados Unidos, y manifestó que no se consideraba obligado a retener la noticia, una vez que los alemanes la habían hecho pública.

– Haga lo que guste -declaró Merrick.

Kennedy redactó entonces una versión abreviada del hecho, y puso una llamada a la agencia de Londres de la Associated Press, por medio del teléfono militar. Desde el hotel Scribe, cualquiera podía decir «París militar», y le comunicaban en seguida con el número de Londres que solicitase. Un agente enemigo que hubiese penetrado en el hotel, podría haber hecho otro tanto.

– Soy Kennedy, Lew -dijo por teléfono a Lewis Hawkins, en la oficina londinense de la agencia-. Alemania se ha rendido incondicionalmente. Es oficial. Féchalo en Reims, Francia, y publícalo.

Como la noticia se había originado en París y sólo fue reexpedida por Londres, los censores británicos consintieron que se despachase tal como se había dictado a la oficina de la A. P. Allí quedó retenida ocho minutos en el despacho extranjero para posibles correcciones, pero no se hizo ninguna, y la noticia fue difundida a todo el mundo aliado a las 15'35, hora de Londres, por la Prensa y la Radio.

Las repercusiones fueron casi inmediatas. Hacia las cuatro, Churchill, que había llamado a Eisenhower media docena de veces ese mismo día, procurando que se divulgase la noticia, llamó por teléfono al almirante Leahy, en el Pentágono, para que le diese más informes.

– En vista de los acuerdos efectuados -contestó Leahy-, mi jefe me pide que le diga que no puede actuar sin la aprobación del tío José. ¿Comprende, señor?

– ¿Quiere que alguien más joven le oiga? Yo empiezo a estar un poco sordo -dijo Churchill.

Leahy comenzó a repetir el informe al secretario del primer ministro, pero Churchill le interrumpió, lleno de impaciencia:

– Escuche, el primer ministro alemán (en realidad era el ministro de Asuntos Exteriores, Schwerin von Krosigk) ha dado por radio, hace una hora…

– Sí, ya lo sé.

– … una alocución declarando que se ha efectuado la rendición incondicional de las tropas alemanas.

– Estamos al corriente de eso.

– ¿Cómo se explica que el presidente y yo hayamos sido las únicas personas de este mundo que no sabían lo que se estaba llevando a cabo?

Añadió Churchill que daría él mismo la noticia hacia la seis de la tarde.

– ¿No ha solicitado la aprobación del tío José?-inquirió Leahy, afirmando que Truman no haría anuncio alguno sin la aprobación de Stalin.

– El mundo entero lo sabe, y no veo por qué debemos retener la noticia hasta que… Bueno, es una situación absurda. Todos están enterados.

– En efecto, todos lo saben. Eso es cierto, señor.

Una hora después, Churchill volvía a llamar.

– Nos hemos comunicado con Eisenhower -le informó Leahy-. Dice que no hará anuncio alguno desde su cuartel general, hasta que no lo hagan previamente Londres, Moscú y Washington. Replicó el primer ministro que en Londres las multitudes empezaban a concentrarse.