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– Hay que seguir adelante… -añadió.

– Comprendo sus razones, y no puedo aconsejarle nada -contestó Leahy-; el presidente dice que no hará anuncio alguno hasta que tenga noticias de Stalin.

Luego prometió a Churchill que le informaría en cuanto llegase el mensaje de Moscú.

– Diga al presidente que lo siento mucho. Espero que lo anunciemos todos al mismo tiempo -agregó Churchill.

– Daré al presidente su mensaje.

– Considero que no es posible demorarse más.

– Lo siento -dijo Leahy.

Los londinenses esperaban llenos de impaciencia el anuncio oficial de Churchill. Pocos minutos después de las seis, tres aviones «Lancaster», volando bajo sobre Londres, lanzaron bengalas rojas y verdes, así como banderas de los países aliados, que pronto fueron colocadas en los escaparates de las tiendas.

Durante casi dos horas las multitudes permanecieron expectantes, hasta que el anuncio que habían esperado durante varios años fue hecho público por el Ministerio Inglés de Información: el día siguiente sería el Día de la Victoria. Pero para los londinenses la guerra había terminado aquella misma noche, y comenzaron a celebrarlo de manera desaforada. Desde Picadilly a Wapping se encendieron hogueras en las calles, y su resplandor teñía de rojo el cielo nocturno. Por el Támesis circulaban en uno y otro sentido innumerables lanchas, remolcadores y otras embarcaciones pequeñas, armando el mayor ruido posible. Piccadilly Circus era un conglomerado de gentes que bailaban y gritaban frenéticamente. Las personas extrañas se abrazaban en las calles, mientras los cohetes estallaban en el cielo y se cantaba más o menos afinadamente el «Tipperary», «Lonch Lomond» y «Bless 'em All». Largas filas de londinenses se dirigían hacia el palacio real, gritando todos al unísono:

– ¡Que salga el rey!

En Nueva York no se observaba regocijo alguno, pues aún había que ganar una guerra en el Pacífico. También había gran escepticismo sobre la autenticidad de la noticia, debido a un falso rumor de paz que se difundiera diez días antes. Muchos eran también los que recordaban el falso armisticio de 1918.

Para ese entonces, a Edward Kennedy, que había divulgado la noticia, le fueron suspendidas indefinidamente todas las prerrogativas periodísticas ante el Alto Mando aliado, pero esto apenas si logró aplacar la ira de los demás corresponsales.

Por su parte, los noruegos celebraban el acontecimiento ante las mismas tropas de ocupación. Vidkun Quisling, el hombre cuyo nombre se convirtió en sinónimo de traidor, aún estaba en el palacio real. Se hallaba escuchando a Leon Degrelle, el cual huyó de Alemania atravesando Dinamarca, con el fin de luchar contra el bolchevismo. Quisling tenía el rostro contraído, y sus ojos se movían nerviosamente, mientras tabaleaba con los dedos sobre la mesa. Degrelle tuvo la impresión de hallarse ante un hombre totalmente vencido por los acontecimientos, y consumido interiormente. En la media hora que siguió, Quisling estuvo hablando sobre el tiempo, y Degrelle se marchó totalmente desilusionado. Había hecho todo lo posible, aguantando hasta el final. Pero, ¿dónde podía luchar ahora?

Se trasladó entonces al palacio del príncipe heredero Olaf, para ver al doctor Josef Terboven, el reichskomissar de Noruega. [73] Un mayordomo de librea les sirvió bebidas, como si se tratase de un día corriente. Terboven, cuyos ojos diminutos parpadeaban continuamente, como los de Himmler, dijo con voz grave:

– He pedido en Suecia que le den asilo a usted, pero se niegan. Pensé enviarle al Japón en avión, pero la capitulación es absoluta, y no se permite que ningún submarino abandone el puerto. Hay un aparato particular que pertenece al ministro Speer. ¿Quiere correr el riesgo y tratar de volar hacia España, esta noche?

La distancia desde Oslo hasta los Pirineos es de 2.150 kilómetros, y el avión sólo tenía un radio de acción de 2.100 kilómetros, pero podía ahorrarse gasolina volando a gran altura. A las ocho de aquella noche, un piloto que lucía una condecoración alemana recogió a Degrelle, que aún vestía el uniforme de las SS. Ambos atravesaron en automóvil las atestadas calles de Oslo, en las que la gente exteriorizaba su alegría, y no se detuvieron hasta el aeropuerto.

Pocos minutos después de la medianoche el avión despegó. Volaron sin complicaciones sobre los territorios ocupados de Holanda, Bélgica y Francia, hasta llegar sin gasolina a San Sebastián, en una de cuyas playas el avión se estrelló. Degrelle sufrió la fractura de cinco huesos, pero logró de este modo alcanzar España.

3

Pese a la preocupación que sentía Churchill por los problemas del armisticio, no era capaz de olvidarse del pueblo de Praga, y decidió enviar una exhortación final a Eisenhower:

«Espero que sus planes no le impidan avanzar hacia Praga, si posee las tropas necesarias y no se encuentra antes con los rusos. No se moleste en contestarme con un telegrama. Ya me informará cuando sostengamos la próxima conversación.»

Pero Eisenhower no tenía intenciones de avanzar un solo kilómetro al este de Pilsen. En cuanto a Praga, consideraba que el asunto no le concernía, sino que era una cuestión de los jefes militares conjuntos y del presidente de Estados Unidos.

Sólo Vlasov había acudido en ayuda de la capital checa, y uno de los regimientos del R.O.A. estaba empeñado en furiosa lucha con las tropas alemanas, en las calles de la ciudad. En la noche del 7 de mayo, el general Bunyachenko se enteró de que una división de las SS se acercaba a Praga desde el sur. Ordenó entonces a un regimiento de reserva que se atrincherase en una colina a trece kilómetros de la ciudad y que detuviese al enemigo a toda costa.

Mediada la mañana del día siguiente, los alemanes parecían estar detenidos por el regimiento de reserva. Pocas horas más tarde, las victoriosas tropas del R.O.A. comenzaron a salir de Praga. Bunyachenko explicó al comandante de un regimiento que los checos les habían pedido que se marcharan, pues su ayuda ya no era necesaria en la ciudad, donde los tanques de Konev estaban a punto de hacer su entrada. [74]

Los vlasovitas temían sin duda que sus compatriotas no tuvieran piedad con ellos, y abandonaron la ciudad que habían conquistado a los alemanes. Tristes y preocupados, se dirigieron hacia el sudoeste. Esta vez su marcha no era un desfile triunfal; nadie arrojaba flores a su paso, ni les regalaban comida, ni les vitoreaban. [75]

Poco antes del mediodía, el general Rudolf Toussaint, comandante militar alemán de Praga, fue llevado con los ojos vendados hasta el puesto de mando del Consejo Nacional Revolucionario Checo, donde su hijo se hallaba prisionero. El general Toussaint era un hombre alto y apuesto, de cincuenta años de edad, que vestía impecablemente. Una vez dentro del edificio, un partisano le arrancó de un tirón la venda que le cubría los ojos.

Aunque el general representaba a un ejército derrotado, discutió durante más de cuatro horas, hasta que al fin los checos permitieron que sus hombres avanzasen hacia el oeste, para entregarse a los americanos. Aún así, Toussaint se mostró desalentado, y declaró:

– Ahora no soy más que un general sin tropas.

Unos minutos más tarde hicieron entrar en la habitación a su hijo, con la cabeza vendada, y el general se sintió un poco más reconfortado.

En Praga aquél era el día de la venganza. Por todas partes los checos perseguían a los soldados y civiles alemanes con una furia que engendraron varios años de opresión. No tardó Praga en quedar totalmente libre y con las calles tranquilas, una vez más. Pero esto no impidió que los rusos comenzasen a atribuirse la liberación de la ciudad, lo cual constituyó una fuerte arma en la lucha que se inició más tarde para hacerse con el poder del país.

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[73] Tervoben se suicidó más tarde. Quisling trató de huir, pero fue capturado.

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[74] El doctor Otakar Machotka, miembro del Consejo Revolucionario Nacional Checo, niega que los vlasovitas hubieran sido despedidos por los checos.

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[75] De los cincuenta mil vlasovitas, aproximadamente la mitad escapó a través de las líneas angloamericanas. El resto fue apresado por el Ejército Rojo, y los que no se suicidaron fueron llevados prisioneros a la Unión Soviética. Vlasov, junto con Bunyachenko y otros ocho jefes, fue juzgado por "espionaje, desviacionismo y actividades terroristas contra la Unión Soviética ". Una junta militar anunció que todos los acusados admitieron su culpabilidad y fueron ahorcados.

En Yalta, Churchill y Roosevelt convinieron en devolver a los ciudadanos soviéticos que se hallaban en sus respectivas zonas de ocupación, y la mayor parte de los que huyeron al Oeste fueron entregados a los rusos, a veces empleando la fuerza sus guardianes angloamericanos. En Lienz, Austria, un grupo de cosacos se negó a entrar en los camiones donde pretendían evacuarlos. Formaron un círculo alrededor de sus familias y lucharon sin armas contra las tropas británicas. Al menos unos sesenta fueron muertos por los soldados ingleses, mientras que otros se lanzaban al río Drava, para morir ahogados, antes de que los llevasen de vuelta a la Unión Soviética.