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En ese momento, los fotógrafos militares se dedicaron a sacar fotografías, mientras Stalin, Churchill, Stettinius, Eden, Molotov, Marshall, Brooke y otros dirigentes políticos y militares tomaban asiento en sus respectivos sitios. Los consejeros se colocaron detrás de sus jefes. En total, diez norteamericanos, ocho ingleses y diez rusos se situaron alrededor de la mesa, dispuestos a iniciar la trascendental reunión. La importancia de su misión les abrumaba a todos, y entre ellos se oían toses nerviosas y frecuentes carraspeos.

Stalin abrió la sesión sugiriendo que Roosevelt hiciese las reseñas iniciales, como había hecho en Teherán. Los americanos que veían por vez primera a Stalin se asombraron de lo bajo que era -medía un metro sesenta y cinco centímetros- y de su afable manera de expresarse.

Roosevelt dio espontáneamente las gracias a Stalin, y comenzó diciendo que el pueblo al que representaba deseaba la paz por encima de todas las cosas, y el rápido fin de la guerra. Puesto que en ese momento se entendían mejor que anteriormente, consideraba adecuado proponer que las conversaciones se desarrollasen sin protocolo alguno, de modo que todos pudieran expresarse con plena franqueza y libertad. Propuso que se hablase primeramente del aspecto militar «especialmente del punto principal, el concerniente al Frente Oriental».

El general Alexei Antonov, delegado soviético del Estado Mayor, leyó una declaración sobre el desarrollo de la nueva ofensiva, que fue seguida de un conciso resumen de Marshall acerca del Frente Occidental. Stalin dijo entonces que Rusia tenía 180 divisiones en Polonia, contra 80 los alemanes. La superioridad de la artillería era abrumadora, hallándose en una proporción de cuatro piezas por cada una germana. Había 9.000 carros de asalto soviéticos, y el mismo número de aviones en un frente relativamente reducido. Stalin terminó preguntándose qué era lo que los Aliados esperaban del Ejército Rojo.

Churchill, hablando también con espontaneidad, expresó la satisfacción de Inglaterra y Norteamérica por el poderío y el éxito de la gran ofensiva soviética, y pidió únicamente que las tropas rusas continuaran con su ataque.

– La ofensiva actual no es el resultado de los deseos de los Aliados -replicó Stalin, un poco ásperamente, e hizo hincapié en el hecho de que la Unión Soviética no estaba obligada, por un tratado como el de Teherán, a llevar a cabo una ofensiva de invierno.

«Digo esto sólo para poner de manifiesto el espíritu de los dirigentes soviéticos, quienes no sólo han querido cumplir con sus obligaciones normales, sino que han ido más lejos, y han actuado en la forma que mejor podían cumplir con un deber moral, en relación con sus aliados.»

Siguió diciendo Stalin que a petición de Churchill había lanzado la gran ofensiva soviética con tiempo suficiente para quitarles algún peso a los norteamericanos en la batalla de Bulge. Por lo que se refería a continuar con el ataque, afirmó que el Ejército Rojo seguiría con él, siempre que el tiempo y el estado del terreno lo permitiesen.

Roosevelt había solicitado franqueza, y la estaban obteniendo. El presidente hizo algunas observaciones conciliadoras, y Churchill se le unió, expresando su total confianza en que el Ejército Rojo apresuraría el avance mientras fuese posible.

Con esta única excepción, el tono de la primera asamblea plenaria, según hizo notar Stettinius, fue «de plena cooperación», y todo el mundo se mostraba del mejor talante cuando se levantó la sesión a las siete menos diez. Un momento más tarde, dos miembros del NKVD, identificados como guardaespaldas de Stalin, perdieron el rastro de éste. Una contenida sensación de pánico se extendió por los corredores mientras los dos hombres le buscaban activa y silenciosamente… hasta que le vieron salir sin prisas de los lavabos.

El primer día de la conferencia terminó con una cena de gala en el palacio Livadia, que ofreció e] presidente a sus dos colegas, invitando a los ministros de Asuntos Exteriores y a unos pocos consejeros políticos, catorce en total. La cena fue una combinación de platos rusos y norteamericanos: caviar, esturión y champaña ruso; pollo asado al gusto del Sur, hortalizas y tarta. Se propusieron numerosos brindis, y Stettinius observó divertido que Stalin, después de beber la mitad de su vaso de vodka, lo llenaba otra vez con agua, furtivamente. El observador Stettinius, que tomó una nota detallada de la conferencia, también observó que el mariscal prefería los cigarrillos americanos.

Cuando Molotov brindó por Stettinius, y expresó su deseo de verle en Moscú, Roosevelt dijo en tono de broma:

– ¿Cree usted que Ed se comportará en Moscú como Molotov en Nueva York?

Con eso quiso dar a entender que «mula de piedra» lo había pasado muy bien, en la gran ciudad americana.

– Le queda el recurso (a Stettinius) de ir a Moscú de incógnito -bromeó a su vez Stalin.

El ambiente se hizo cada vez más liberal, y Roosevelt, al fin, dijo a Stalin:

– Hay algo que quiero decirle. El primer ministro y yo hemos intercambiado telegramas constantemente, desde hace dos años, y tenemos un término para designarle a usted; es «el tío Joe». La mandíbula de Stalin se cerró con fuerza, y luego preguntó secamente qué quería decir el presidente. Los norteamericanos no le entendían, pero el tono de su voz no dejaba dudas, y se hizo la pausa necesaria para la traducción, lo que motivó que la tensión aumentase.

Por último, Roosevelt dijo que era un término afectuoso, y ordenó otra ronda de champaña.

– ¿No es hora de regresar?-adujo Stalin.

Cuando Roosevelt contestó que todavía no se lo parecía, el mariscal dijo fríamente que era tarde y que tenía algunos asuntos militares por resolver. Entonces, James Byrnes, director de la Oficina de Movilización de Estados Unidos, trató de salvar la situación, y dijo:

– Después de todo, si ustedes hablan siempre del tío Sam, ¿qué tiene de malo hablar del tío Joe?

Molotov, en un desacostumbrado papel de pacificador, se echó a reír y agregó:

– No se preocupen, el mariscal les está tomando el pelo. Ya sabíamos eso desde hace dos años. Y en toda Rusia se le conoce como «el tío José».

No estaba muy claro si Stalin se había ofendido, o sólo lo fingía, pero el caso es que prometió quedarse hasta las diez y media. Churchill, maestro consumado en tales momentos, brindó por la histórica entrevista. El mundo entero les estaba observando, dijo, y si tenían éxito, seguirían un centenar de años de paz para el mundo. Los Tres Grandes, que habían luchado en la guerra, deberían mantener la paz.

El brindis, y tal vez su oportunidad, espolearon el sentido de responsabilidad de Stalin, el cual alzó su copa y declaró que los Tres Grandes habían cargado con el peso de la guerra, liberando a los países pequeños de la dominación nazi. Algunas de las naciones salvadas, añadió irónicamente, parecían creer que las tres grandes potencias estaban obligadas a derramar su sangre para liberarlas.

– Y ahora critican a las potencias por no tener en consideración los derechos de los países pequeños -añadió, manifestando luego que a pesar de ello estaba dispuesto a unirse a Norteamérica e Inglaterra en la protección de tales derechos.

«Pero no consentiré que ninguna acción de ninguna potencia importante, esté sometida a la crítica de los países pequeños.» Por el momento, Stalin y Churchill se hallaban de acuerdo, aunque Roosevelt disentía.

– El problema que presenta el trato con las naciones pequeñas -manifestó el presidente americano- no es tan sencillo. En Estados Unidos, por ejemplo, hay numerosos polacos que se hallan interesados en el futuro de su país.

– Pero de sus siete millones de polacos, sólo votan siete mil -replicó Stalin-. Lo he estudiado concienzudamente y sé que tengo razón.