Выбрать главу

Roosevelt era demasiado cortés para decir que aquello era ridículamente inexacto, y Churchill, en una evidente tentativa por cambiar de tema, brindó por todas las masas proletarias del mundo. Ello originó una animada discusión acerca de los derechos del pueblo para autogobernarse.

– Aunque se me tacha constantemente de reaccionario, de los presentes soy el único que puedo ser destituido de mi cargo, en cualquier momento, por sufragio de mi pueblo -aseguró Churchill-. Personalmente, me produce una gran satisfacción semejante riesgo.

Cuando Stalin hizo notar jocosamente que el primer ministro parecía temer esas elecciones, éste comentó:

– No sólo no las temo, sino que estoy orgulloso del derecho que tiene el pueblo inglés de cambiar de Gobierno cada vez que lo juzgue conveniente.

Poco después Stalin reconocía que estaba dispuesto a colaborar con Gran Bretaña y Estados Unidos para proteger los derechos de las naciones pequeñas, pero de nuevo insistió que no aceptaría sus censuras. Esta vez fue Churchill quien no se mostró de acuerdo. Dijo que no debía interpretarse como si las demás naciones fuesen a dictar su parecer a las grandes potencias. Estas tenían el deber de ejercer su supremacía con moderación y con manifiesto respeto hacia los derechos de los países pequeños.

– El águila -dijo Churchill, citando una frase conocida- puede permitir que canten los pajarillos, sin cuidarse de lo que cantan.

Roosevelt y él se hallaban de acuerdo en ese momento, y era Stalin el tercero en discordia. Pero aquello no era más que una afable contienda, una prueba que se realizaba, bajo el efecto del vodka y el champaña, de los asuntos que deberían tratarse. Stalin mostró hallarse tan a gusto, que permaneció hasta las once y media de la noche, y cuando él y Roosevelt abandonaron la estancia, ambos se hallaban sumamente satisfechos. Eden, en cambio, aparecía taciturno. Para él había sido una «terrible reunión». Roosevelt se había mostrado «impreciso e ineficaz», en tanto que Churchill «hizo demasiados discursos para tratar de arreglar las cosas. Por lo que se refería a Stalin, su actitud acerca de las pequeñas naciones impresionó a Eden como «sombría», por no decir siniestra. El ministro inglés se sintió sumamente aliviado cuando «el asunto hubo concluido». Pero las discusiones aún no habían terminado. Cuando Eden y Churchill se dirigían hacia su automóvil, en compañía de Bohlen, el primer ministro hizo notar que debía permitirse que cada república integrante de la Unión Soviética tuviera un voto en las Naciones Unidas, asunto éste al que se oponían los norteamericanos. Eden perdió la paciencia y defendió el punto de vista norteamericano con vehemencia. De viva voz, Churchill respondió ásperamente que todo dependía de la unidad de las tres grandes potencias. Afirmó que sin eso el mundo se vería sujeto a una tremenda catástrofe, por lo que cualquier cosa que contribuyera a mantener esa unidad recibiría su apoyo.

– ¿Cómo un acuerdo semejante puede atraer a las naciones pequeñas a esa organización?-inquirió Eden, y añadió que personalmente consideraba que la idea no encontraría apoyo entre el público inglés.

Churchill se dirigió a Bohlen inquiriendo cuál era, según él, la solución de Norteamérica a la cuestión del voto.

Bohlen contestó diplomáticamente con una broma.

– La propuesta americana me hace recordar la anécdota del hacendado que entregó una botella de whisky a un negro, como regalo. Al día siguiente, el plantador preguntó al negro que cómo había encontrado el whisky. «Perfecto», dijo el negro. El hacendado inquirió lo que quería decir con eso. «Digo que de haber sido mejor, usted no me habría regalado el whisky, y si hubiera sido peor, yo no hubiese podido beberlo.»

Churchill miró pensativamente a Bohlen, y después de un momento dijo:

– He comprendido.

Capítulo cuarto. «¡Pan por pan, sangre por sangre!»

1

Alemania, atacada por el Este y el Oeste, también recibía embates desde el aire. Por más que la situación desastrosa del Frente Oriental se ocultaba en parte a los alemanes -y a Hitler-, casi todo el mundo en Alemania, incluyendo al mismo Führer, estaba en peligro, tratándose de ese tipo de combate. El 4 de febrero, Martin Bormann escribió a su esposa Gerda acerca del penoso estado en que se encontraba el cuartel general del Führer.

«Amada mujercita:

»En este preciso momento acabo de refugiarme en la oficina de mi secretario, que es la única habitación que conserva algunos cristales, por lo que se encuentra aceptablemente templada… El jardín de la Cancillería presenta un aspecto desolador. Se ven profundos agujeros, árboles caídos y caminos obstruidos por los escombros. La residencia del Führer ha sido alcanzada varias veces. Del salón de banquetes y de los invernaderos no quedan más que algunos restos de paredes, y el vestíbulo de Wilhelmtrasse, donde generalmente montaba guardia la Wehrmacht, ha quedado destruido por completo…

»A pesar de todo, tenemos que seguir trabajando activamente, ya que la guerra continúa en todos los frentes. Las comunicaciones telefónicas siguen siendo deficientes, y la residencia del Führer y la Cancillería del Partido todavía permanecen incomunicadas con el mundo exterior…

»Para completar la situación en el Barrio Gubernativo se carece de electricidad y de agua. Tenemos un carro cisterna ante la Cancillería del Reich, y ése es nuestro único suministro para cocinar y lavarnos. Y lo peor de todo, según me dice Müller, son los excusados. Esos cerdos del Kommando los utilizan constantemente, y ni uno solo se molesta siquiera en echar un cubo de agua…»

Aquel mismo día Bormann escribió a su «querida mami» acerca del hundimiento del Frente Oriental, detallándole la situación mejor de lo que se la revelaban al mismo Führer.

«…La situación no se ha estabilizado en absoluto. Cierto es que hemos enviado algunas reservas, pero los rusos tienen muchos más tanques, cañones y otras armas pesadas, y contra ellos la resistencia más desesperada de la Volkssturm resulta impotente…

»No te escribiría todo esto, si no supiera que en ti tengo una camarada nacional socialista muy valiente y comprensiva. A ti te puedo escribir con franqueza, contándote lo muy desagradable, o para ser sincero, lo muy desesperada que es la situación, pues bien sé que tú, lo mismo que yo, nunca perderemos la fe en una victoria final.

»En esto, querida mía, sé que no te exijo más de lo que tú puedes dar, y ésa es la razón por la que me doy cuenta, en estos días dramáticos, del tesoro que tengo en ti…»Hasta el momento nunca había llegado a advertir la suerte que significa tener a una nacional socialista tan decidida como esposa, como compañera, como madre de mis hijos, y tampoco he apreciado debidamente mi inmensa fortuna al tenerte a ti y a los niños… A ti, querida mía, hermosa criatura, que eres el mayor tesoro de mi vida.»

La dedicación total a los asuntos del Partido Nazi hacía que el amor de ambos esposos resultase algo singular. Después de seducir a la actriz «M», Bormann contó a Greta todos los detalles en una larga carta, declarándose un individuo dichoso, que se hallaba entonces «doble e increíblemente feliz por estar casado». Ella le contestó que la noticia la llenaba de contento y que era «una gran vergüenza que a tan buenas chicas se les negase el tener hijos». Luego dijo que era una pena que ella y «M» no pudiesen comparar notas y trabajar en equipo, para de ese modo proporcionar al Führer una cosecha regular de miembros del Partido. Los diez hijos que ella y Martin habían producido no eran suficientes, por lo visto.

El coronel Fuller, situado en el centro de la tormenta acerca de la cual escribía Bormann, se hallaba redactando una carta para el comandante del cuartel general ruso más próximo, establecido en Friedeberg: