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«Estoy impaciente por que sepa usted de nuestra presencia aquí, a fin de que informe de nosotros al oficial ruso encargado de hacer que nos reunamos con nuestras propias fuerzas.

»En este momento no necesitamos alimentos. Sin embargo, nos estamos quedando sin harina para hacer pan, debido a que no llega ahora la corriente eléctrica a este pueblo, y el molino no puede funcionar…

»Quiero aprovechar esta ocasión para recomendarle al capitán Abramov, quien el 3 de febrero, en este pueblo, actuó rápida y enérgicamente para evitar un acto de violencia…»

Abramov era un afable oficial de enlace soviético que había llegado a Wugarten a tiempo para salvar a una mujer alemana de ser violada por un teniente ruso borracho. Pocas horas después de que Abramov se hubo marchado para Friedeberg, aumentó el fragor que de la batalla llegaba desde el norte. Un coronel ruso informó a Fuller que los tanques alemanes estaban contraatacando, y ordenó que se excavasen trincheras al norte del pueblo para rechazar un posible ataque.

Al anochecer el estampido de los cañones se oía tan cerca, que Fuller decidió ir en busca del coronel ruso, llevándose a Bertin como intérprete. Dos kilómetros más adelante fueron detenidos por un centinela que, lleno de sospechas, les condujo por la nieve hasta un extenso grupo de tanques situados en el centro del valle. Allí les detuvieron otros dos centinelas y un oficial que comenzó a hablar en voz alta y amenazadora.

Bertin cogió por un brazo a Fuller y dijo:

– Coronel, quieren fusilarnos. ¡Creen que somos francotiradores!

Tras una larga discusión, el oficial manifestó que podían seguir hasta el cuartel general, y concluyó diciendo:

– ¡Si le ocurre algo a un soldado ruso, esta noche, éste -dijo señalando a Fuller- será fusilado!

El cuartel general se hallaba instalado en una granja cercana. Todo el mundo bebía, y algunos oficiales yacían en el suelo, totalmente borrachos. El comandante, un capitán, también creyó al principio que eran francotiradores, pero cuando se convenció de que Fuller era realmente americano, comenzó a proponer brindis por Stalin y el Ejército Rojo.

No obstante, y como toda la zona iba a quedar aislada por el avance de los tanques alemanes, el capitán creyó conveniente escoltarles hasta la retaguardia. Se encaminaban ya hacia Wugarten, cuando se aproximó a ellos un soldado al galope de su caballo, enarbolando con gesto fiero un fusil ametrallador.

– Amerikansky! -gritó el capitán, en el momento en que el soldado apuntaba con su arma a Fuller. Pero el hombre se hallaba demasiado borracho para comprenderle, y comenzó a amenazar al mismo capitán ruso. Sólo después de una larga y acalorada discusión el soldado se marchó y los dos hombres pudieron llegar a salvo a Wugarten.

Al día siguiente, por la mañana, un pequeño biplano tomó tierra en un campo cercano. Dos oficiales que salieron del mismo, pidieron los nombres de los prisioneros de guerra aliados que había en el pueblo, a fin de confeccionar una lista para su repatriación. Los recién llegados informaron también que diez oficiales norteamericanos del grupo de Fuller se hallaban ya camino de Odesa, para ser repatriados a su país. Uno de ellos era George Muhlbauer, cuyo nombre había estado empleando el antiguo guardia intérprete, el alemán Hegel. Fuller volvió a bautizarle rápidamente con el nombre de primer teniente George F. Hoffmann, con número de serie del Ejército 0-1293395. También le hizo una nueva biografía: había sido entrenado en Fort Benning, Georgia, integrando posteriormente los efectivos del COS en Virginia. Luego sirvió con Fuller en el 109° regimiento, siendo capturado en la batalla del Bulge. Desde ese día Fuller interrogó continuamente a Hegel, despertándose incluso a altas horas de la noche para que le repitiese lo aprendido.

2

Otros tres mil norteamericanos capturados en el Bulge acababan de llegar al Stalag IIA, localizado en las alturas que dominaban Neubrandenburg, a unos ciento sesenta kilómetros al norte de Berlín. Además, de los norteamericanos, había, en grupos separados, entre servios, holandeses, polacos, franceses, italianos, belgas, ingleses y rusos, más de 75.000. El campamento era para soldados rasos y sólo había allí dos oficiales norteamericanos, un médico y el padre Francis Sampson, capellán católico capturado cerca de Bastogne, cuando trataba de pasar medicamentos tras las líneas alemanas. El capellán había sido un hombre robusto, optimista y lleno de buen humor, pero en esos momentos se hallaba enflaquecido y enfermo…, aunque con el mismo buen humor. Los alemanes consintieron que permaneciese con los soldados a causa de que un comprensivo médico servio hizo creer al comandante del campamento que el padre Sampson tenía pulmonía doble y no podía ser trasladado.

Una mañana, a comienzos de febrero, el padre Sampson encabezó una delegación de norteamericanos hasta el almacén para recoger los primeros paquetes de la Cruz Roja de Estados Unidos que llegaban al campamento. El grupo de hombres desnutridos se reunió alrededor de las grandes cajas de cartón, todos pensando en alimentos. El padre Sampson recordó en ese momento su primera comida en el campamento: sopa de repollo con unos pocos trozos de nabo y muchos gusanillos flotando en la superficie. Uno de los hombres, mirando al sacerdote con gesto de pesadumbre, manifestó:

– Lo único que lamento es que los gusanos no están lo suficientemente gordos.

Con ansioso ademán abrieron las cajas de la Cruz Roja. Se produjo un silencio lleno de expectación, y luego se oyó una serie de maldiciones que superaban a todo lo que el padre Sampson había oído durante dieciocho meses de convivencia con los paracaidistas. Dentro de los paquetes aparecían raquetas de tenis, pantalones de baloncesto, paletas de ping-pong, centenares de juegos y muchas hombreras para camisetas de rugby.

Por la tarde, el padre Sampson visitó el hospital por vez primera, situado a alguna distancia del grupo americano, y atendido por médicos servios y polacos. El padre estuvo viendo cómo un médico polaco amputaba las dos piernas a un joven soldado americano, aplicando luego papel higiénico en vez de gasas, y periódicos como vendajes. Hubo que amputar, a causa de la gangrena que se le había declarado al helársele los pies durante las prolongadas marchas y el viaje en tren por todo el territorio alemán. Con las lágrimas deslizándose por sus mejillas, el médico contó al capellán que éste era el quinto norteamericano que perdía ambas piernas. A otros dieciocho se les había amputado una sola.

Mientras el padre Sampson hablaba con otros pacientes americanos -la mayoría de ellos enfermos de disentería o de pulmonía-, se presentó un guardia alemán con el bigote recortado a lo Hitler. Era el hombre más odiado del campamento. Le llamaban «el pequeño Adolfo», y aunque sólo era cabo, tenía un cargo destacado en el Partido, y hasta el mismo comandante del campo le respetaba. En Stalag IIA, la palabra del «pequeño Adolfo» era ley, y los demás centinelas, que generalmente trataban bien a los prisioneros, decían que él se hallaba siempre detrás de cualquier atrocidad que se cometía.

«El pequeño Adolfo», que al padre Sampson le recordaba un empleadillo, gustaba discutir con él acerca de «cultura» y «civilización», por lo que en ese momento se dirigió al capellán y le preguntó:

– ¿Qué le parecen los bolcheviques?¿Cómo pueden ustedes justificar el ser aliados de los ateos rusos?

– A mi entender el Gobierno comunista y el Gobierno nazi son dos gatos de la misma raza -contestó el sacerdote-. En este momento, los nazis son los más peligrosos, debemos emplear cualquier medio para librarnos de ellos.

– ¡Está usted loco! -exclamó «el pequeño Adolfo»-. Por si no sabe la verdad, deje que le demuestre lo cerdos que son los rusos.