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Y al decir esto señaló hacia los alojamientos soviéticos, que estaban increíblemente sucios, y cuyo hedor se extendía por todo el campamento.

– Sí; viven en una pocilga -admitió el padre Sampson-. Pero no resulta fácil tener aquí las cosas limpias.

– Veo que no lo comprende. Otras gentes son más aseadas. Hay varios profesores en el grupo de los rusos. He hablado con ellos y sé que son sus mejores intelectos. Sin embargo, no saben diferenciar la cultura y la civilización.

– Es sólo una cuestión de semántica.

– No; usted no lo entiende. Es que esas gentes no advierten la diferencia. Esos rusos no son seres humanos. ¿Sabe usted que cuando muere un hombre no lo dicen y le tienen ahí días y días?

– Es para aprovechar las raciones de los muertos -contestó el sacerdote.

De 21.000 rusos que habían entrado al campamento, sólo quedaban con vida 4.000. El resto había muerto de hambre.

– El médico de ustedes, el doctor Hawes, ha examinado algunos de esos cuerpos, comprobando que se trataba de canibalismo -manifestó «el pequeño Adolfo».

El capitán Cecil Hawes había confirmado el hecho. De todos modos, el padre Sampson no podía hacer responsables a los rusos de sus actos. Después de haber estado él mismo durante siete semanas sin comer, sabía perfectamente que un hombre hambriento hacía cualquier cosa por seguir viviendo.

El «pequeño Adolfo» condujo al padre Sampson a la parte del hospital reservada exclusivamente a los rusos. Aquello era una cámara de horrores. Los moribundos yacían tendidos en el suelo, tan apretados, que sus miembros se confundían. Se arañaban y escupían unos a otros, empujándose débilmente. Algunos miraron al padre Sampson con ojos vacíos, que no reflejaban sentimiento alguno. Pero todos parecían comprender que iban a morir muy pronto. El único que los cuidaba era un sacerdote francés, aparentemente muy joven, que parecía tener poco más de veinte años. Por todo el campo se decía que daba a los rusos paquetes de comida que recibía, y que pasaba casi todo su tiempo con ellos. El padre Sampson observó mientras el sacerdote francés les atendía cuidadosamente, ignorando la absoluta falta de agradecimiento de sus pacientes.

– ¡Vea usted! ¡Son como animales! -comentó «el pequeño Adolfo».

En el momento en que desapareció el alemán, el «joven» sacerdote, que en realidad tenía cerca de cincuenta años, se acercó al padre Sampson y le dijo que iban a sacar un camión lleno de cuerpos humanos.

– ¡Y algunos están vivos, padre! -dijo el sacerdote francés-. Se libran de ellos tan pronto como pueden.

Los germanos no le dejaban acercarse al camión, y el francés rogó al padre Sampson que hiciera algo, cualquier cosa. El padre Sampson se apresuró y llegó a tiempo para ver un gran camión cargado de cuerpos que se dirigía hacia el cementerio. Vio algunos brazos y piernas que se movían débilmente. Iban a enterrar vivos a muchos hombres, y lo único que podía hacer era mirar pasivamente.

Horrorizado, el padre Sampson se dirigió hacia la puerta principal, donde un ruso estaba siendo registrado por un guardia. Este hizo desabrochar el cinturón al prisionero, y entonces le cayó a los pies una pieza de pan. El guardia lo recogió, pero el ruso se lo arrebató, y por más que le hundían la bayoneta en el cuello, el prisionero no soltaba el pan. El guardia pegó con la culata de su fusil en la cabeza del ruso, y cuando éste cayó al suelo siguió golpeándole y dándole patadas. A pesar de todo el prisionero seguía aferrado a su pan. «¿Quién es el animal?», pensó para sus adentros el padre Sampson.

En un alemán deficiente, el americano se dirigió al centinela: -Soy sacerdote -le dijo una y otra vez, señalando su crucifijo, pero el castigo continuaba. El padre Sampson se arrodilló junto al ruso, murmurando una plegaria. El guardia vaciló, intimidado por el crucifijo, o quizá por sus insignias de capitán, y ordenó a dos compañeros que llevasen al ruso al pabellón de los guardias. Mientras le llevaban en vilo, el prisionero seguía aferrado a su pieza de pan.

A pocos kilómetros al este de Francfort del Oder, el Ejército Rojo acababa de detener a otra caravana de alemanes que huían, y los estaban haciendo salir de los carros en que se hallaban. Unos muchachos y niñas fueron separados de sus padres y puestos en fila en una zanja, mientras un oficial ruso exclamaba:

– Khleb za khleb, krov za krov!

Uno de los alemanes, Irwin Schneider, que contaba dieciséis años de edad, sabía que aquello quería decir: «¡Pan por pan, sangre por sangre!»

Los muchachos mayores cayeron de rodillas, suplicando y sollozando, cuando observaron que varios soldados alzaban sus fusiles ametralladores. Pero el oficial no hizo caso de las súplicas, y las balas comenzaron a segar las filas de los jóvenes. Schneider sintió un pinchazo en un brazo y vio a los otros muchachos que caían a su lado, mientras pálidas manchas rojas aparecían en la nieve. Luego un objeto redondo voló por el aire hacia él, antes de que se diera cuenta de que era una granada, se oyó una aterradora explosión, y se vio levantado en vilo como en una pesadilla. Algún tiempo después, el martilleo que oía en su cabeza cesó, y consiguió mover los dedos de las manos. Luego hizo lo propio con el resto del cuerpo, y oculto por el humo se arrastró cautelosamente fuera del montón de cuerpos -algunos de los cuales aún se movían- hasta esconderse en unos matorrales cercanos. Oyó gritos salvajes, seguidos de detonaciones con las que se eliminaba metódicamente a los muchachos que quedaban vivos. Por último cesó el estrépito, y sólo se alcanzó a oír el gemido de los padres de los chiquillos muertos.

En esa ocasión, los rusos habían matado a sangre fría, inspirados por propagandas tales como la de Ilya Ehrenburg, que exhortaba a tomar venganza:

«Las ciudades alemanas no tienen alma… Todas las trincheras, las fosas y las cunetas llenas de cadáveres de inocentes, avanzan hacia Berlín… Las botas de los hombres y los zapatos de los niños asesinados con gas en Maidenek, marchan sobre Berlín… No debemos olvidar nada. Mientras avanzamos por Pomerania, tenemos ante nuestros ojos los campos devastados y sangrantes de Bielorrusia… Un alemán es un alemán, en cualquier parte donde se halle. Los germanos han sido castigados, pero no lo suficiente. Los Fritz siguen corriendo, pero no yacen muertos. ¿Quién puede detenerlos, ahora…?¿El Oder?¿El Volkssturm? No, ya es demasiado tarde. Alemania, puedes revolverte, y arder y aullar en tu agonía. ¡La hora de la venganza ha sonado!»

Pero los soldados de Mongolia y de otras regiones orientales se dedicaban a saquear, a violar y a asesinar, no por venganza, sino sólo porque obedecían al concepto primitivo de sus antepasados, de que los despojos de guerra pertenecen al vencedor. Durante los últimos días eso era lo que había ocurrido en Landsberg, la ciudad cercana al pueblo de Fuller. El 6 de febrero, dos soldados soviéticos dispararon a una niña en el estómago, más por error que por deseos de hacerlo, y salieron corriendo atemorizados cuando la maestra de escuela, Katherina Textor, salió en su ayuda. Katherina y otras dos ancianas hallaron un cochecillo de niño y lo utilizaron para llevar a la chiquilla al hospital. Cuando llegaron, después de cruzar el helado río Warthe, ya se había hecho de noche, y el doctor Bartoleit tuvo que extraer la bala a la luz de una linterna, y sin anestesia.

Katherina y sus dos amigas decidieron permanecer en el hospital para verse libres de la temible orden de los rusos: «Frau, komm!», pero no podían haber elegido peor lugar. La tropa soviética recorrió los pasillos del hospital durante toda la noche, en busca de mujeres. Algunos irrumpieron en la habitación donde las tres recién llegadas trataban de dormir, y las examinaron con las linternas. Uno de los rusos dijo lleno de disgusto:

– Viejas moribundas.