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El 8 de febrero sus hombres estaban combatiendo sobre el río Oder, entre Küstrin y Francfort, justamente encima de la punta de lanza que Zhukov había hecho avanzar más allá del grupo de ejército de Himmler. Este, a decir verdad, poco tenía para detener a los rusos, si no era el Oder, unas cuantas unidades dispersas detrás del río, y los «Stukas» de Rudel, que, con toda propiedad, llevaban pintado el emblema de los Caballeros Teutónicos, que habían luchado en el Este seiscientos años antes. El «Stuka» ya no era el terror de los aires, sino que resultaba lento y pesado, un blanco fácil cuando salía estremeciéndose de un picado. El mismo Rudel había recibido muchas veces los impactos enemigos, y en aquellos momentos tenía aún la pierna izquierda enyesada curando de las heridas recibidas de una ametralladora soviética. Durante las dos semanas anteriores, los pilotos de Rudel habían recorrido las márgenes del río, arriba y abajo, como si fueran camiones de bomberos tratando de detener el avance de los tanques rojos. Destruyeron centenares de éstos, pero otros miles llegaban, avanzando implacablemente hacia las orillas del río Oder.

Durante la batalla del Bulge, Rudel había sido llamado al cuartel general del Führer en el Frente Occidental, para recibir una condecoración especial.

– Ahora ya ha volado usted bastante -le manifestó Hitler, cogiéndole una mano y mirándole a los ojos-. Es preciso que conserve la vida, para que la juventud alemana pueda aprovecharse de su experiencia.

Para Rudel no había nada peor que quedarse en tierra, por lo que contestó:

– Mi Führer, no podré aceptar la condecoración, si no se me permite volver a mi escuadrilla.

Hitler, reteniendo aún la mano derecha de Rudel, le tendió un estuche forrado de terciopelo, con la izquierda. En él refulgía engastada con brillantes la condecoración que había diseñado él mismo para Rudel, especialmente. El serio semblante de Hitler se distendió lentamente en una sonrisa.

– Está bien -dijo-, puede seguir volando.

Pero pocas semanas más tarde cambió de parecer y ordenó que Rudel fuese destinado a servicios terrestres. Rudel se enfureció y trató de hablar con Goering, pero éste había salido de viaje. Quiso hablar con Von Keitel, más tenía una conferencia. Sólo le quedaba una solución: entrevistarse con el propio Hitler. Cuando pidió audiencia, un funcionario celoso le preguntó su graduación.

– Soy cabo -bromeó Rudel. El otro rió la ocurrencia del aviador, que un momento más tarde se hallaba hablando con el oberst Nicolaus von Below, ayudante de Hitler en la Luftwaffe, el cual le manifestó:

– Sé lo que usted desea, pero le ruego que no exaspere más al Führer.

Rudel decidió hacer una llamada personal a Goering, que se hallaba en su casa de campo, Karinhall. El reichsmarschall llevaba puesta una bata de vivos colores, cuyas mangas pendían como las alas de una mariposa. [9]

– Fui a ver al Führer hace una semana, en relación con su caso -manifestó Goering-, y esto es lo que me dijo: «Cuando Rudel está en mi presencia, no tengo valor para decirle que tiene que dejar de volar. Me resulta imposible hacerlo. Pero ¿para qué es usted el jefe de la Luftwaffe? Usted puede decírselo. Yo no. A pesar de lo que me satisface ver a Rudel, no quiero volver a recibirle hasta que no se haya resignado a aceptar mis deseos.» Estoy citando las mismas palabras del Führer, y no quiero discutir más sobre esto. Ya conozco sus argumentos y objeciones. Así pues, Rudel no dijo nada, pero regresó al frente decidido a seguir volando. Continuo haciéndolo en secreto, hasta que en un comunicado se le mencionó por haber destruido once tanques en un solo día, y le ordenaron que informase a Karinhall inmediatamente.

Goering estaba furioso, y dijo con voz alterada:

– El Führer sabe que usted sigue volando. Me ha dicho que le advierta que debe abandonar los vuelos de una vez por todas. Espera que no le obligará a tomar medidas disciplinarias por desobedecer una orden. Por otra parte, se halla molesto porque no puede concebirse tal conducta en el hombre que luce la más importante condecoración alemana al valor. No creo necesario añadir mis propios comentarios.

A pesar de todo, dos semanas más tarde Rudel seguía volando, y una noche recibió la visita de Albert Speer, el más capacitado e inteligente ministro de Hitler, encargado de la cartera de Armamento y Producción de Guerra.

– El Führer proyecta un ataque contra los embalses de la industria rusa de armamento, localizada en los Urales -comenzó diciendo Speer-. Con ello espera interrumpir la producción de armas del enemigo durante un año. Usted deberá organizar la operación, pero sin volar. El Führer ha hecho hincapié expresamente en este punto.

Rudel protestó, asegurando que había otras personas mucho más capacitadas que él para llevar a cabo aquella tarea. El estaba entrenado únicamente para realizar bombardeos en picado. A éstas y otras objeciones Speer sólo replicó:

– El Führer quiere que se haga así.

Luego manifestó que le enviaría detalles acerca del proyecto de los Urales. Mientras se despedía, Speer confesó a Rudel que la gran destrucción de la industria alemana le hacía sentirse pesimista acerca del futuro, pero esperaba que Occidente reconociese la situación y no dejase caer a Europa en manos de los rusos. Por fin, suspiró y dijo:

– Estoy convencido de que el Führer es el hombre apropiado para resolver el problema.

5

Antes de asistir a la conferencia diaria del Führer, aquel 9 de enero, el general Heinz Guderian, jefe del Estado Mayor del Ejército y comandante del Frente Oriental, se hallaba estudiando los informes acerca de la situación, con creciente desánimo. La defensa no era su punto fuerte, ni lo era el mando a semejante nivel. Guderian era un jefe nato de tropas; un soldado íntegro y ardiente, de inquieta naturaleza, que luchaba con tal habilidad y placer, que sus hombres -desde los generales a los soldados rasos- le seguían con devoción. Después de cuatro años en la Academia Militar Prusiana, se había integrado a una compañía de infantes mandada por su padre, sirviendo en la Primera Guerra Mundial como oficial de señales, primero, luego como oficial de Estado Mayor, de la 4.ª división de infantería, y finalmente como oficial del Estado Mayor General.

Guderian adquirió un vivo interés por los carros de asalto. A diferencia de los ingleses y los franceses, que consideraban que las características principales de los tanques debían ser una gran capacidad artillera y una robusta coraza, él manifestó que eso supeditaba el tanque a la acción de la infantería. La esencia de guerra panzer consistía, según él, en la velocidad y la capacidad de maniobra. Luego interesaba la potencia artillera, y por último las defensas acorazadas. Para él, la división panzer no era sólo un conjunto de tanques, sino un contingente militar totalmente independiente, que comprendía cañones antitanques y antiaéreos, infantería motorizada e ingenieros. Tales divisiones deberían agruparse en ejércitos Panzer, que operarían con tremenda fuerza y serían capaces de llevar a cabo avances vertiginosos.

Pero el Estado Mayor General alemán estaba de acuerdo con las teorías francesas e inglesas, y los sueños de Guderian sólo se realizaron cuando Hitler, al que seducía la posibilidad de una guerra relámpago, subió al poder. La teoría de Guderian pudo al fin ponerse en práctica en Polonia y en el avance acorazado a través de Bélgica, donde, de no haberle detenido Hitler, probablemente Guderian hubiese llegado hasta el Canal de la Mancha a tiempo para evitar la retirada de Dunquerque.

Los primeros grandes éxitos obtenidos después del ataque a Rusia, durante el verano de 1941, se debieron en gran parte a la teoría de Guderian, pero cuando la nieve comenzó a caer y éste suplicó a Hitler que le dejase avanzar a toda prisa hasta Moscú, el Führer le ordenó que en lugar de ello rodease y tomase Kiev. Así se hizo, pero a costa de perder un tiempo sumamente valioso. Entonces, Guderian solicitó permiso para esperar hasta la primavera para tomar Moscú. Una vez más Hitler se mostró en desacuerdo, e inmediatamente se lanzó al ataque contra la capital soviética. Se produjo el desastre y Hitler relevó a Guderian del mando. Sólo la hecatombe de Stalingrado le sacó del retiro dos años más tarde. A pesar de su ascenso a jefe del OKH (Oberkomando des Heeres: Alto Mando del Ejército) las diferencias entre ambos sólo quedaron salvadas a medias, amenazando con ahondarse en cada conferencia. A tal punto la situación era violenta, que el ayudante de Guderian barón Freytag von Loringhoven llegó a temer por la vida de su jefe.

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[9] Según Robert Kropp, mayordomo de Goering desde 1933, la mayor extravagancia y dispendio en materia de vestir, de que hacía gala el reichsmarschall, residía sobre todo en su gran surtido de batas de noche, que coleccionaba como algunas personas coleccionan sellos de correo. Eran prendas voluminosas, diseñadas por él mismo, bien de terciopelo o de brocado azul, verde o rojo. Una de ellas aparecía cubierta de jeroglíficos egipcios. Para cada bata tenía unas zapatillas de cuero haciendo juego. y también usaba un cinturón del que pendía una antigua daga germánica.

Para Kropp, Goering era un buen padre de familia, que pasaba mucho tiempo jugando con sus sobrinos, casi siempre con el gran tren eléctrico en miniatura que había en el bunker de Karinhall. Kropp aún se lamenta de las fantásticas historias que se contaban acerca de su amo, acusándole de ser adicto a las drogas y de dar grandes bacanales. Cierto es que después de la Primera Guerra Mundial Goering fue morfinómano durante un tiempo, pero recibió asistencia médica en Suecia y se curó. Por otra parte, bebía muy poco, y su mayor vicio eran las golosinas. Goering no se maquillaba, ni se hacía rizar el pelo, como decían algunas personas; tenía la tez sonrosada y el pelo ondulado naturalmente. Y de haber habido alguna de las orgías de que se rumoreaba, manifestó Kropp, él no hubiera dejado de enterarse.

Kropp no es el único que afirma estos hechos. Muchos de los que estuvieron en Berchtesgaden, aún recuerdan a Goering como un personaje jovial. Por el contrario, casi todos detestaban a Bormann. Para ellos, el reichsmarschall era un hombre afectuoso, y los que trabajaban con él solían llamarle Vati ("papi").