Guderian se mostraba impaciente e irritado durante el viaje de treinta kilómetros hacia el Norte, desde Zossen a Berlín, para asistir a la conferencia del Führer, aquel 9 de febrero. Manifestó que había que hacer algo. Lejos, en el Norte, las doce divisiones del Grupo de Ejército Curlandia se hallaban al margen de la lucha, en las costas de Letonia, porque Hitler no las había evacuado por mar. En la zona costera de Koeningsberg, el Grupo de Ejército del Norte también estaba aislado. Como sus camaradas situados más al Norte, sólo recibían suministros por mar y aire, y ninguno de los dos grupos contribuía en nada a ayudar en la batalla por Alemania. Luego estaba el Grupo de Ejército Vístula, de Himmler, poco más que una fuerza teórica, que nada había podido hacer por detener el avance de Zhukov hacia Berlín. A pesar de la amenaza directa que se cernía sobre la capital alemana, Hitler había ordenado iniciar una gran ofensiva hacia Hungría, por el Sur. Aquello era ridículo, murmuraba Guderian, añadiendo que tendría una discusión definitiva con el Führer aquel mismo día.
Como de costumbre, los guardias les registraron con humillante minuciosidad, antes de que fueran admitidos al despacho de Hitler.
Apenas había comenzado la conferencia, cuando Guderian solicitó inopinadamente al Führer que postergase la ofensiva contra Hungría, y que en lugar de ello lanzase un contraataque para detener la punta de lanza de Zhukov, que se dirigía hacia Berlín. Dijo que Zhukov había agotado sus provisiones, y que un ataque simultáneo a ambos flancos de sus fuerzas podía cortar a éstas en dos.
Hitler escuchó pacientemente hasta el momento en que Guderian especificó los efectivos que serían necesarios para realizar tal contraataque. Se precisarían las divisiones de Curlandia, así como todas aquellas de los Balcanes, Italia y Noruega, de que pudiera disponerse inmediatamente. Esto provocó una seca negativa del Führer, lo que no impidió que Guderian siguiera insistiendo en su proyecto.
– Debe creerme cuando afirmo que no es tozudez lo que me hace insistir en la evacuación de Curlandia. No veo otra manera de conseguir tropas de reserva, y sin ello no tenemos esperanza alguna de defender la capital. Le aseguro que sólo actúo en bien de los intereses germanos.
Al llegar a este punto, Hitler se puso de pie, con la mano izquierda temblándole, y gritó:
– ¿Cómo se atreve a hablarme de esa forma?¿Acaso piensa que yo no estoy luchando por Alemania?¡Toda mi vida ha sido una larga lucha por Alemania!
Goering se acercó a Guderian, y cogiéndole por un brazo le llevó hasta la próxima habitación, donde los dos tomaron una taza de café, mientras Guderian trataba de contener su ira. Cuando regresaron al salón, el militar volvió a dejar perplejos a todos al repetir su petición de evacuar las tropas de Curlandia. Hitler, lleno de cólera, se acercó, arrastrando los pies, a Guderian, quien se levantó inmediatamente de su silla. Los dos hombres se miraron cara a cara durante unos instantes. A pesar de que Hitler tenía contraídos los puños, Guderian se negó a moverse. Por fin, el general Wolfgang Thomale, uno de los miembros del Estado Mayor de Guderian, cogió a éste por el faldón de su chaqueta y le hizo retroceder.
Poco después Hitler había recuperado el control de sí mismo, y ante la sorpresa general se mostró de acuerdo en que Guderian lanzase el contraataque que proyectaba. Eso sí, no sería posible hacerlo con la magnitud que el general deseaba, ya que era imposible retirar tropas de Curlandia. Entonces el Führer explicó el plan que había ideado: un ataque muy limitado desde el Norte, con tropas que Himmler estaba ya usando para proteger la zona de Pomerania.
Guderian puso algunos reparos, pero concluyó diciendo que era mejor una pequeña ofensiva que nada en absoluto. Al menos se salvaría Pomerania y se mantendría abierto el paso hacia Prusia Oriental.
Sin preocuparse en absoluto por la posibilidad de alguno de esos contraataques, Zhukov seguía haciendo penetrar su punta de lanza más hacia el interior de Alemania. Ya había establecido una cabeza de puente en la orilla occidental del Oder, entre Küstrin y Francfort, y se preparaba para utilizarla como trampolín hacia Berlín.
En la mañana del 9 de febrero, el cuartel general de la Luftwaffe informó a Rudel que los tanques rusos acababan de cruzar el río en la mencionada cabeza de puente. El Alto Mando no podía enviar artillería con tiempo suficiente para impedir que esos carros de combate se internasen por la carretera que conducía a Berlín. Sólo los «Stukas» podían detenerles. Pocos minutos más tarde Rudel estaba en el aire, con todos los pilotos que se hallaban disponibles, dirigiéndose hacia el helado río Oder. Ordenó que una escuadrilla atacase los pontones que se habían tendido junto a Francfort, y luego se dirigió con la escuadrilla antitanque hacia la orilla occidental.
Rudel vio algunos rastros en la nieve. ¿Eran de tanques o de tractores antiaéreos? Siguió volando bajo, hacia el pueblo de Lebus, donde localizó una docena o más de carros de asalto hábilmente camuflados. En ese momento se le empezó a disparar y Rudel se elevó tan rápido como pudo. Debajo alcanzaba a ver al menos ocho baterías antiaéreas, y comprendió que sería suicida perseguir carros de asalto en una zona llana, desprovista de árboles o edificios altos, que permitieran acercarse con alguna seguridad. En otras circunstancias, Rudel se hubiese limitado a elegir otro blanco más adecuado, pero ahora se trataba de Berlín, que estaba en peligro, por lo que informó por radio que él y su artillero de cola, hauptmann (capitán) Ernst Gadermann, irían solos a atacar la formación de tanques. Los otros deberían esperar hasta que viesen el resplandor de las baterías antiaéreas, y entonces tratar de ponerlas fuera de combate.
Rudel examinó la zona y al fin vio a un grupo de tanques «T-34» que salían de un bosque.
«Esta vez tengo que confiar en mi suerte» se dijo, y enfiló su «Stuka» hacia ellos.
El fuego comenzó a surgir desde varios lados, pero Rudel siguió descendiendo. Al llegar a unos 150 metros de altura ascendió ligeramente y se dirigió hacia un gran carro de asalto. No quería atacar desde un ángulo muy abierto por si erraba el blanco. Disparó entonces sus dos cañones y el tanque quedó envuelto en llamas. Inmediatamente tuvo un segundo tanque en su mira. Hizo fuego en dirección a la parte posterior del vehículo, y se produjo una explosión en forma de hongo. A los pocos minutos había destruido dos tanques más. Luego regresó a la base para reabastecerse de municiones, y regresó a donde estaban los carros de asalto. Después de destrozar varios tanques más, volvió penosamente a su base, con las alas y el fuselaje hechos una criba por el fuego antiaéreo, y cambió de avión. En su cuarta salida, Rudel había ya destruido doce tanques, y sólo quedaba uno, un «Stalin» de gran tamaño. Ascendió por entre las balas antiaéreas, y de pronto inclinó el morro del avión hacia tierra, iniciando un agudo y ensordecedor picado, mientras zigzagueaba violentamente para evitar el fuego antiaéreo. Al acercarse al carro de asalto, enderezó el aparato e hizo fuego, saliendo en zig zag hasta que se halló fuera del alcance de los cañones y pudo ascender otra vez, sin peligro. Miró hacia abajo y vio que el tanque humeaba, aunque seguía avanzando. Las arterias de las sienes le latían con fuerza. Sabía que era un juego peligroso, y que las probabilidades en contra suya aumentaban con cada nueva pasada, pero había algo en aquel tanque solitario que le enardecía. Tenía que destruirlo.