Rudel observó entonces que la luz roja indicadora de uno de sus cañones parpadeaba. ¡La recámara estaba obstruida! Y en el segundo cañón no quedaba más que una sola carga. Cuando llegó a una altura de 800 metros, Rudel discutía consigo mismo. ¿Por qué arriesgar todo a un solo tiro? La respuesta era que tal vez se necesitaba ese solo tiro para evitar que aquel tanque siguiera avanzando por territorio alemán. «¡Qué tontería! -se dijo a sí mismo-. Muchos más serán los tanques que entren en territorio alemán, aunque destruya éste, y estoy seguro que lo voy a destruir.»
Volvió a iniciar el ensordecedor picado, y mientras descendía vio el centelleo de varios cañones del tanque. De pronto niveló el aparato e hizo fuego. El «Stalin» quedó envuelto en llamas. Lleno de júbilo, Rudel inició un ascenso en espiral. Sintió entonces un crujido y un dolor en la pierna derecha, como si le hubiesen aplicado un hierro candente. No podía ver; todo estaba oscuro ante él. Jadeando con fuerza, Rudel luchó por mantener el control del aparato.
– Ernst -dijo con voz ahogada a su artillero, por el intercomunicador-. ¡Mi pierna derecha ha desaparecido!
– No puede ser -manifestó Gadermann-. De ser así, no podrías hablar.
Gadermann era médico, aunque también era un luchador nato. Cuando estudiaba en la Universidad, había sostenido innumerables duelos, y tanto le gustaba el combate que se había hecho artillero de cola.
– El ala izquierda está ardiendo -dijo Gadermann serenamente-. Nos han acertado dos veces.
– ¡Guíame hasta donde pueda hacer un aterrizaje de emergencia! -exclamó Rudel, que seguía sin poder ver-. Luego sácame rápidamente, para que no me queme vivo aquí dentro. Gadermann guió al piloto ciego.
– ¡Pronto, asciende! -exclamó.
Rudel se preguntó si sería un árbol o unos cables telefónicos. ¿Tardaría mucho en desprenderse el ala? Poco después el dolor de la pierna se intensificó de tal modo que Rudel sólo reaccionaba a gritos de su compañero.
– ¡Asciende! -gritó Gadermann, de nuevo.
La exclamación hizo estremecer a Rudel como si hubiese recibido un jarro de agua en el rostro.
– ¿Cómo es el terreno?-inquirió.
– Malo, bastante accidentado.
Rudel sabía que podía desvanecerse en cualquier momento, e hizo un esfuerzo para poder aterrizar. Sintió que el aparato dejaba de obedecer a los mandos y dio un tirón a la palanca. Un dolor insoportable le atenazaba el pie izquierdo, y no pudo impedir un quejido. ¿Pero no era la pierna derecha donde le habían herido?, se preguntó, olvidando que también tenía la izquierda enyesada.
Comenzaban a salir llamas del avión cuando Rudel hizo ascender suavemente la proa del aparato para realizar el aterrizaje de emergencia. Sintió un estrépito ensordecedor, una serie de sacudidas, y luego notó que el aparato se deslizaba ruidosamente sobre el suelo. Después se produjo un repentino silencio. Pasado el momento de tensión, Rudel se desvaneció, abrumado por el dolor. Volvió ligeramente en sí y de nuevo perdió el conocimiento. Cuando lo recuperó del todo se hallaba en la mesa de operaciones de un hospital situado a pocos kilómetros al oeste del Oder.
– ¿Me la han cortado?-inquirió débilmente.
Un cirujano que le miraba atentamente hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Rudel pensó en seguida en lo que aquello significaba. Nunca más podría esquiar, saltar con pértiga y practicar otros deportes. Pero, ¿qué importaba, cuando tantos camaradas habían sido heridos mucho más seriamente?¿Qué era la pérdida de una pierna si había contribuido en algo a salvar a la Patria?
– A excepción de unos restos de músculos y de tejido fibroso -le estaba explicando el cirujano-, nada queda ya de la pierna, por lo tanto…
Poco después se presentó el médico personal de Goering, el cual dijo que el reichsmarschall quería que Rudel fuese trasladado al hospital montado en el bunker del zoológico de Berlín. También contó a Rudel que Goering había informado del accidente a Hitler, el cual, después de expresar su contento porque el mayor héroe de Alemania hubiese salido tan bien librado, dijo: «Esperemos que los polluelos actúen con más juicio que la gallina.»
Si Rudel era el ideal de Hitler en la guerra, el doctor Josef Goebbels lo era en el aspecto intelectual. Goebbels, que contaba entonces cuarenta y siete años, había sufrido a los siete una operación que le dejó la pierna izquierda siete centímetros más corta que la derecha. En el colegio se mostró ya aficionado a las actividades del intelecto, y antes de cumplir los treinta años había sido, en rápida sucesión, novelista aficionado, dramaturgo y guionista, si bien cada intento fue seguido del correspondiente fracaso. Dotado de una serie de cualidades de segundo orden, y amargado por los fracasos, Goebbels se hizo portavoz ardiente de las ideas de Hitler. Si algún comunista alemán dotado del mismo genio político que Hitler, hubiese aparecido en escena en aquel momento, Goebbels se habría convertido igualmente en su eficaz y voluntario instrumento, ya que en el fondo era un espíritu rebelde, y lo que le atraía eran las doctrinas revolucionarias, como la Nacional Socialista.
Martín Bormann era tan adicto al nazismo como el propio Goebbels, y ambos hombres fueron probablemente los seguidores más entusiastas de Hitler. Los dos eran capaces de hacer cualquier cosa en beneficio del Führer, y los dos desconfiaban de Himmler y eran objeto de la desconfianza de éste. A pesar de estos puntos de contacto, las diferencias que existían entre ellos eran notables. Bormann era bajo, fornido, y poseía un grueso cuello de toro. Su redondo rostro y ancha nariz acentuaban su aspecto rudo, proporcionándole una apariencia cruel, casi animal. De personalidad hosca y un tanto desvaída, prefería mantenerse en segundo plano. Goebbels, por el contrario, era enjuto, quijotesco, exuberante como un ídolo de opereta, y le satisfacía verse bajo las luces de los estrados. Tenía un agudo sentido del humor, y podía atraerse lo mismo a un extenso auditorio que a un solo interlocutor, gracias a su atractivo e ingenio. Mientras que Bormann era concienzudo y preciso en lo que se refería a los detalles, Goebbels era imaginativo y, de acuerdo con el parecer de Speer, poseía una mente latina, antes que germánica, lo cual le permitía ser un consumado orador y un maestro de la propaganda.
Bormann había sido atraído al Nacional Socialismo, posiblemente por su nacionalismo, su apartamiento de la Iglesia y el deseo de progresar. Como ayudante de Rudolf Hess, Bormann careció del menor relieve, y en esos momentos en que era jefe de la Cancillería del Partido, casi se le desconocía en Alemania. Se convirtió en la sombra fiel de Hitler, en el hombre siempre dispuesto para la ejecución de tareas lo mismo triviales que arduas, y una mera insinuación del Führer bastaba para que iniciase una acción inmediata.
Cierto día, por ejemplo, hallándose en su finca de Berchtesgaden, el Führer comentó el lamentable panorama que desde sus ventanas ofrecía la granja de unos ancianos vecinos. Sugirió que cuando estos muriesen se hiciera desaparecer el antiestético edificio. Pocos días más tarde, Hitler descubrió que la granja había desaparecido como por ensalmo. El concienzudo Bormann se había limitado a derribarla, trasladando previamente a sus moradores a otra finca mucho mejor, pero que detestaban.
Bormann era el más enigmático de todos los dirigentes nacional socialistas. Rechazaba cualquier condecoración y los honores que se le quisieran tributar. Eludía toda clase de publicidad, y sus retratos eran tan escasos que muy pocos alemanes eran capaces de identificarle personalmente. Lo que deseaba por en cima de todo era convertirse en un hombre del que Hitler no pudiera nunca prescindir.