En abril de 1943, Bormann fue designado oficialmente secretario del Führer, cargo que le proporcionó un poder desmesurado. Era él quien decidía las personas que podían entrevistarse con Hitler, y los documentos que éste debía leer. Por otra parte, Bormann se hallaba presente, casi siempre, en todas las entrevistas que concedía el Führer.
Tras el atentado de que fue objeto el 20 de julio, Hitler se inclinó a confiar aún más en el reducido círculo de sus allegados, y entre ellos Bormann era el único capaz de reducir las ideas y proyectos en proposiciones claras y sencillas.
– Los conceptos de Bormann -dijo en cierta ocasión Hitler-están elaborados con tal exactitud, que sólo necesito decir sí o no. Con él despacho en diez minutos un montón de papeles que me llevaría varias horas, si me ayudase otro hombre. Cuando le pido que me recuerde cierto asunto al cabo de seis meses, tengo la seguridad de que lo hará.
Y cuando alguien se quejaba de los expeditivos métodos de Bormann para cumplir con sus obligaciones, Hitler replicaba:
– Sé que es brutal, pero realiza lo que se propone. Puedo confiar totalmente en eso.
Los dos altos personajes, con tantas semejanzas y tantas diferencias entre sí, competían vigorosamente por conseguir el afecto y confianza del Führer, pero su duelo era encubierto y silencioso. Comprendiendo lo mucho que el Führer confiaba para sus asuntos en Bormann, Goebbels se mostraba lo suficientemente inteligente como para no desprestigiarle. Bormann, por su parte, sabía que Goebbels seguía siendo amigo personal del Führer, y tampoco deseaba llevar la lucha a terreno abierto.
Además de sus obligaciones como ministro de Propaganda, el doctor Goebbels era también el encargado de la defensa de Berlín. A principios de febrero reunió a un pequeño grupo en su oficina por este motivo. Se hallaban presentes el generalleutnant (general de división) Bruno von Hauenschild, comandante militar de Berlín; el alcalde de la ciudad; el jefe de policía; el secretario de Estado, doctor Werner Naumann; el ayudante de Goebbels, y el capitán Karl Hans Hermann, designado por Hauenschild como oficial de enlace con Goebbels. Durante los nueve días anteriores el joven Hermann había permanecido en casa de Goebbels, ocupando el dormitorio de un hijo de la esposa de éste, habido en un matrimonio anterior. Después de todas las anécdotas que Hermann había oído acerca de la activa vida amorosa de Goebbels, [10] se sorprendió al comprobar que era un esposo atento y considerado, y que a pesar de sus devaneos, el matrimonio se llevaba perfectamente bien. Una noche en que los residentes de la casa se hallaban en el refugio a causa de una alarma aérea, Hermann observó que frau Goebbels cogía la mano de su marido y la presionaba afectuosamente contra su mejilla.
En la entrevista de febrero, Goebbels anunció que iba a revelar un secreto de Estado, e hizo prometer a los presentes que guardarían riguroso silencio.
– Acabo de ver al Führer -dijo Goebbels, haciendo luego una pausa dramática-. Pase lo que pase, está decidido a no abandonar Berlín.
Todo el mundo comprendió la importancia que tenía defender la capital, pero aquello significaba para Goebbels su primer gran triunfo sobre Bormann. Goebbels siempre había sostenido que el fin de Hitler, si había de llegar, tenía que producirse en Berlín, con todos sus principales allegados presentes. El práctico Bormann, en cambio, aconsejaba que Hitler huyese a Berchtesgaden. En realidad, no se trataba verdaderamente de un triunfo. Aunque Goebbels tiraba en un sentido y Bormann en otro, Hitler ya había decidido quedarse en Berlín por razones personales… que podían cambiar al día siguiente, si la situación variaba.
De todos los gobernantes de Europa, Hitler era el único que se había hecho indispensable a causa del dominio especial que ejercía sobre su pueblo. Era un hombre predestinado, y él lo sabía. Para él era una buena prueba de ello la milagrosa salvación cuando el atentado de la bomba, y aún seguía creyendo lo que había escrito en la prisión de Landsberg, en 1924:
«En espaciados intervalos de la historia de la Humanidad, puede ocurrir ocasionalmente que el político práctico y el político doctrinario coincidan en una misma persona. Cuanto más íntima sea la unión, mayores serán las dificultades políticas. Un hombre semejante no trabaja para satisfacer las demandas de cada individuo, sino que trata de llegar a objetivos que sólo comprenden unos pocos. Por consiguiente, su vida fluctúa entre el odio y el amor de los demás. Las protestas de la actual generación, que no le comprende, luchan con el reconocimiento de la posteridad, para la cual también trabaja.»
En aquella época, los fines de Hitler sólo eran comprendidos por «unos pocos», pero había millones de alemanes que aún le seguían con ciega lealtad.
Capítulo quinto. El juez Roosevelt aprueba
1
La temperatura era apenas de cuatro grados cuando la segunda reunión plenaria se inició, a las cuatro de la tarde, en el gran salón del palacio de Livadia. Un agradable fuego de leña ardía en la chimenea, en la esquina de la estancia, y Churchill, con las mejillas sonrosadas, aparecía vestido con uniforme de coronel y fumaba su sempiterno cigarro. Harry Hopkins, el hombre de confianza de Roosevelt, hacía su primera aparición pública en Yalta. Sufría de hemocromatosis, y en la pasada semana había perdido más de cinco kilos. Se hallaba sentado detrás del presidente, en actitud alerta, a pesar de los espasmos de dolor que experimentaba.
Roosevelt abrió la sesión sugiriendo que se hablara de los asuntos políticos concernientes a Alemania. La partición de este país, después de su derrota, era uno de los mayores problemas a considerar, y había sido tratado extensamente por la Comisión Consultiva Europea, compuesta por representantes de la URSS, Estados Unidos y Gran Bretaña. [11] Dicha comisión ya había recomendado que, terminada la guerra, Alemania debería dividirse en tres zonas de ocupación, siendo el tercio oriental para Rusia, el tercio del noroeste para Gran Bretaña y el del sudoeste para Estados Unidos. Tanto Gran Bretaña como Rusia habían aprobado el plan, pero Roosevelt, descontento con la zona sudoeste, menos accesible, aún no había firmado.
Después de las observaciones iniciales del presidente, Stalin declaró llanamente que deseaba la resolución inmediata del asunto de la partición de Alemania. Ante la sorpresa de los asistentes, fue Churchill, y no Roosevelt, quien se opuso a tomar una decisión apresurada.
– Si se me preguntase hoy cómo iba a dividir Alemania -manifestó-, no sabría qué contestar. No tengo una idea definida, y me gustaría que el asunto se estudiase y acordase en unión de mis dos grandes aliados.
Cuando Stalin siguió insistiendo en que el asunto debía resolverse allí, en aquel mismo momento, Churchill contestó obstinadamente:
– No creo posible discutir ahora la forma exacta de llevar a cabo la desmembración del país. Esto se realizará durante la conferencia de paz.
– Los dos están hablando del mismo asunto -intervino Roosevelt con suavidad, actuando de arbitro de los dos antagonistas. Y añadió que sería una buena solución «dividir a Alemania, tal vez en cinco o seis estados…»
– Algo menos -murmuró Churchill-. Por otra parte no veo la necesidad de informar a los alemanes, en el momento de la rendición, de si va o no a dividirse su país, y en qué modo. Harry Hopkins garabateó una nota y se la pasó al presidente Roosevelt. El papel decía:
[10] En 1938 Goebbels se habría divorciado de su esposa para casarse con la actriz checa Lida Baarova, si Hitler no se hubiese mostrado opuesto a la boda.
[11] En octubre de 1943, los ministros de Asuntos Exteriores de Estados Unidos, Inglaterra y Rusia se reunieron en Moscú, y una de las decisiones que tomaron fue la de establecer una comisión fija de peritos diplomáticos, con sede en Londres, a fin de que estudiasen los problemas que pudieran surgir después de la derrota de Alemania.