– ¿Cuánto tiempo tardarían en celebrarse las elecciones?-inquirió Roosevelt.
– Un mes, aproximadamente, a menos que se produzca una catástrofe en el frente y los alemanes nos derroten -replicó Stalin, demostrando de nuevo su cachazudo humor, y sonriendo-. Pero no creo que esto llegue a ocurrir.
Hasta el mismo Churchill estaba impresionado, o al menos parecía estarlo.
– Sin duda las elecciones libres disiparían las preocupaciones del Gobierno británico -dijo.
– Propongo que posterguemos las conversaciones hasta mañana -sugirió Roosevelt.
Era obvio que se hallaba satisfecho con aquellas muestras de armonía, y pidió que el asunto quedase a cargo de los tres ministros de Asuntos Exteriores.
– Mis colegas me ganarán con sus votos -dijo Molotov, con una de sus raras sonrisas.
Stalin siguió demostrando buen humor, incluso cuando preguntó la razón de que aún no se hubiese hablado de Yugoslavia. ¿Y respecto a Grecia?
– No tengo críticas que hacer, pero me gustaría saber qué ocurre allí -dijo el mariscal, mirando de reojo a Churchill, pues era sabido que Grecia se hallaba en la esfera de influencia de Inglaterra.
Churchill dijo que podía hablar durante varias horas acerca de Grecia. En cuanto a Yugoslavia, manifestó que se había persuadido al rey -o más bien se le había forzado- a que estableciese la regencia. El jefe del Gobierno yugoslavo en el exilio había salido ya de Londres, según tenía entendido, para formar en Belgrado un Gobierno de coalición con Tito.
– Tengo esperanzas de que la paz se establecerá basándose en una amnistía -dijo Churchill-; pero ambos se odian tanto que no pueden dejar de poner las manos en Yugoslavia.
Esto provocó otra sonrisa de Stalin, quien manifestó:
– Es que aún no están acostumbrados a las discusiones, y en lugar de ello se cortan la garganta mutuamente.
En lo concerniente a Grecia, el mariscal añadió con supremo aire socarrón:
– Sólo deseaba enterarme. De todos modos, no tenemos deseos de intervenir allí.
Este tono de jovialidad siguió imperando en la cena que se celebró en el palacio Yusupov, mientras se sucedían los brindis. Stalin proclamó que Churchill era un hombre de los que sólo nacía uno cada cien años. En reciprocidad, el primer ministro elogió a Stalin como el jefe de un poderoso país que había recibido el impacto más fuerte de la maquinaria guerrera germana, y que tras destruirla había expulsado a los tiranos de su suelo.
Luego Stalin brindó por Roosevelt con un calor que era algo más que político. Las decisiones tomadas por Churchill y por él mismo, manifestó, habían sido relativamente simples, pero Roosevelt se había unido a la lucha contra el nazismo a pesar de que su país no se hallaba seriamente amenazado por una invasión, constituyéndose luego en el «principal forjador del instrumento que condujo a la movilización del mundo contra Hitler». Los proyectos de préstamo de Roosevelt, dijo Stalin con acento agradecido, habían salvado a muchos. Conforme iba transcurriendo la velada, Stalin comenzó a bromear acerca de Feodor Gusov, uno de sus propios diplomáticos, que jamás sonreía. Stettinius consideró que el mariscal llevaba la broma casi hasta el punto de ridiculizar a su subordinado.
Los mosquitos torturaban continuamente los tobillos del almirante Leahy, irritándole casi tanto como los interminables brindis. El almirante se vertía él mismo la bebida en su copa, con el fin de mantenerse sobrio, pero en general consideraba que la reunión constituía una pérdida de tiempo. Se preguntaba por qué no se marcharían todos a sus respectivos alojamientos a descansar, a fin de estar recuperados para la siguiente jornada de trabajo.
Churchill se puso una vez más de pie e hizo otro brindis, tan optimista esta vez que Stettinius; recordando el deprimido estado de ánimo del primer ministro en Malta, no dejó de asombrarse. Churchill dijo que se hallaban en ese momento en la cúspide de la montaña, y que ante ellos se abría la perspectiva de la llanura.
– Mis esperanzas descansan en el ilustre presidente de Estados Unidos y en el mariscal Stalin, en los que hallamos a los campeones de la paz, y que tras derrotar al enemigo, nos señalarán el camino para vencer la pobreza, la confusión, el caos y la opresión. Esas son mis esperanzas, y al hablar de Inglaterra diré que no regatearemos tampoco nuestros esfuerzos, y que no desmayaremos en secundar las empresas que ustedes llevan a cabo. El mariscal ha hablado del futuro. Eso es lo más importante de todo. De otro modo los mares de sangre vertidos hubieran resultado inútiles y ultrajantes. Propongo un brindis por el radiante amanecer de la paz victoriosa.
Pocos minutos más tarde se propuso el brindis cuadragésimo quinto y final de la velada. Para el cauto y sobrio almirante Leahy, había tardado demasiado en llegar.
Los jefes militares de las tres grandes potencias se reunieron a las once de la mañana siguiente para discutir acerca del informe militar final. Se convino en que a fin de establecer planes, la fecha más temprana en que cabía esperar la derrota de Alemania era el primero de julio de 1945, y la última, el 31 de diciembre del mismo año. Se establecía que la caída del Japón se produciría dieciocho meses después de la de Alemania.
A mediodía se reunió con ellos Churchill, y quince minutos más tarde llegó Roosevelt, demorado por un tratamiento para aliviarse la sinusitis que padecía. Puesto que los jefes militares habían llegado a un completo acuerdo, ya no había necesidad de que los dirigentes políticos occidentales resolviesen más problemas en aquella esfera, por lo que se inició una afectuosa conversación entre el primer ministro y el presidente. Casi una hora después, Roosevelt se dirigió a Churchill y dijo con sonrisa traviesa:
– Esta ha sido una magnífica conferencia, Winston, a menos que vaya usted a París y haga otro discurso diciendo a los franceses que los británicos tratan de equipar veinticinco divisiones francesas más con material americano.
Churchill contestó riendo que jamás había dicho tal cosa, pero el presidente afirmó que «un montón de papeles» probaba que Churchill había hecho semejante declaración después de la reunión de Quebec.
– Sea lo que fuere lo que afirmé en París, lo dije en francés -contestó Churchill-, y nunca sé bien lo que digo cuando hablo en francés, de modo que es mejor que no le preste usted atención.
Poco después de celebrarse la sexta reunión, aquella tarde, los Tres Grandes y sus principales consejeros se reunieron en el patio del palacio de Livadia para que les tomasen unas fotos grafías. A su regreso al salón, Stettinius comenzó a leer el plan que los ministros de Asuntos Exteriores habían redactado acerca de los territorios en fideicomiso, tema que debía ser tratado en las Naciones Unidas. Antes de que estuviese por la mitad de la lectura, Churchill gritó irritado que hasta el momento no estaba de acuerdo con una sola palabra del proyecto.
– ¡No se me ha consultado ni he oído hablar del asunto hasta ahora! -exclamó, tan exaltado que sus gafas resbalaron hasta la punta de la nariz-. ¡Bajo ninguna circunstancia consentiré que los dedos de cuarenta o cincuenta naciones hurguen en la existencia del Imperio Británico! ¡Mientras yo sea primer ministro, no cederé un sólo trozo del patrimonio británico! Al fin Churchill se apaciguó la suficiente para que Stettinius pudiese terminar la lectura del informe, pero aquél siguió enfurecido, y en el momento en que Molotov propuso que se tratase acerca de Polonia, se agitó en su asiento como si se dispusiera a entrar en batalla.
En su papel de mediador, Roosevelt dijo creer que estaban próximos a llegar a un acuerdo sobre el caso de Polonia, el cual, según él, sólo era un asunto «de terminología». Por otra parte, también tenían importancia para él los siete millones de polacos que vivían en Norteamérica, a quienes debía asegurarse que Estados Unidos harían lo que pudiesen para establecer la celebración de elecciones libres en Polonia. Churchill declaró que también él tenía que informar a la Cámara de los Comunes acerca de parecido asunto, y añadió irritado: