– Pero el cambio estimularía notablemente a los polacos -dijo Molotov.
– Prefiero dejar las cosas como están -manifestó Churchill.
– Retiro mi sugerencia -declaró Stalin, conciliadoramente, y convengo en dejar el documento tal como está.
Ya eran las ocho de la noche, y Roosevelt tenía aspecto de cansancio. Propuso que se levantase la sesión hasta la mañana siguiente, a las once, en que podrían redactar el comunicado conjunto a tiempo para concluir la conferencia hacia el mediodía. Eso le permitiría abandonar Yalta a las tres de la tarde.
Churchill frunció el ceño y dijo que no creía posible solucionar todos los problemas tan rápidamente. Por otra parte, el comunicado debería ser radiado al mundo, y no podía redactarse con precipitación. Stalin se mostró de acuerdo. Roosevelt, sin decir sí o no, hizo una seña a Mike Reilly, jefe de sus guardaespaldas, el cual le sacó del salón en su silla de ruedas.
Esta salida apresurada dejó preocupados a buen número de delegados británicos y rusos, pero había poco tiempo para hacer conjeturas. Una hora más tarde deberían comparecer todos para la última cena oficial, esa vez en el palacio Vorontsov, con Churchill como anfitrión. La grotesca finca morisco-escocesa había sido ya minuciosamente registrada por los soldados rusos, que se metieron hasta debajo de las mesas, para mirar mejor.
Mientras se tomaban el aperitivo de vodka y caviar, antes de la cena, Molotov fue hacia donde se hallaba Stettinius y manifestó:
– Estamos de acuerdo en la fecha; pero, ¿puede decirnos dónde se celebrará la conferencia?
Se estaba refiriendo a la primera reunión de la Organización de Naciones Unidas.
Stettinius se había visto en un atolladero, durante cierto tiempo, ante la necesidad de hallar el lugar de la conferencia. Varias ciudades fueron propuestas, para luego desecharlas: Nueva York, Filadelfia, Chicago, Miami. A las tres de la noche anterior Stettinius despertó soñando con tal realidad con San Francisco, que casi le pareció sentir la fresca brisa del Pacífico. Convencido de que era el lugar perfecto, se dirigió al dormitorio de Roosevelt, después del desayuno, y expuso las ventajas de San Francisco, a lo que contestó el presidente con evasivas.
Al volver a la conferencia, Stettinius dejó a Molotov y se dirigió a donde se hallaba Roosevelt en su silla de ruedas.
– Molotov quiere saber el lugar donde se va a celebrar la conferencia. ¿Está usted dispuesto a decir que en San Francisco?
– Está bien, Ed; que sea San Francisco -contestó Roosevelt.
Stettinius volvió junto a Molotov y le dio la noticia. El ministro soviético hizo una seña a Eden, y un momento más tarde los tres ministros de Asuntos Exteriores hacían un brindis con vodka por la Conferencia de San Francisco, que se iniciaría al cabo de once meses.
Durante la cena, Stalin dijo a Churchill que no le satisfacía la forma en que se había solucionado el asunto de las indemnizaciones. Temía decir al pueblo soviético que no obtendrían las compensaciones apropiadas a causa de la oposición de los ingleses. Stettinius sospechó que Molotov y Maisky le convencieron de que había hecho demasiadas concesiones en la última reunión.
Churchill contestó que esperaba que Rusia lograría grandes indemnizaciones, pero que no podía olvidar lo ocurrido en la última guerra, cuando se estableció una cifra que Alemania no podía pagar.
– Sería una buena idea -insistió Stalin- mencionar algo en el comunicado acerca de la intención de hacer que Alemania pague los daños que ha originado a las naciones aliadas. Tanto Roosevelt como Churchill se mostraron de acuerdo con la proposición, y este último propuso un brindis por el mariscal.
– Ya he hecho este brindis en varias ocasiones. Esta vez lo hago con un sentimiento más cálido que en anteriores encuentros, no porque sea más propicio, sino porque las grandes victorias y la gloria de las armas rusas le hacen más grato que en las duras épocas que hemos pasado. Tengo la sensación de que, sean cuales fueren las discrepancias que tengamos en ciertos aspectos, el mariscal es un buen amigo de la Gran Bretaña. Deseo que el futuro de Rusia sea brillante, próspero y feliz. Yo haré cuanto pueda para contribuir a ello, y estoy seguro de que otro tanto hará el presidente. Había una época en que el mariscal no se mostraba tan propicio hacia nosotros, y recuerdo haber dicho algunas cosas fuertes contra él, pero nuestros peligros comunes y nuestra mutua lealtad han terminado con todo eso. El fuego de la guerra ha consumido los desacuerdos del pasado. Sabemos que hay un amigo en el que podemos confiar, y espero que él sentirá lo mismo acerca de nosotros. Ruego que viva lo suficiente para ver a su querida Rusia no sólo gloriosa en la guerra, sino también feliz en la paz.
Stettinius se dirigió entonces hacia Stalin y habló con exagerado sentimiento y entusiasmo:
– Si trabajamos juntos en la época de la posguerra, no hay razón para que todos los hogares de la Unión Soviética no dispongan pronto de electricidad y de agua corriente.
– Ya hemos aprendido mucho de Estados Unidos -replicó Stalin sin el menor asomo de sonrisa.
Un momento más tarde Roosevelt contó una anécdota acerca del Ku Klux Klan. En cierta ocasión había sido él invitado por el presidente de la cámara de comercio de una pequeña ciudad del sur norteamericano. Cuando preguntó si los dos hombres que se sentaron a su lado -uno judío y otro italiano- eran miembros del klan, su anfitrión contestó: «¡Ah, sí, pero son buenas personas! Todo el mundo los conoce por aquí.»
– Es un buen ejemplo -hizo notar Roosevelt- de lo difícil que resulta tener prejuicios, sean raciales, religiosos o de otro tipo, cuando se conoce realmente a las personas.
– Eso es muy cierto -afirmó Stalin, y Stettinius consideró que era una evidencia para el mundo de la forma en que los pueblos de diferentes antecedentes también podían hallar una base común de entendimiento.
La conversación se desvió hacia la política inglesa y a los problemas de Churchill en las próximas elecciones.
– El mariscal Stalin posee una tarea política mucho más sencilla -declaró traviesamente el primer ministro-. Sólo tiene un partido con que enfrentarse.
– La experiencia demuestra que un solo partido resulta lo más conveniente para un jefe de Estado -contestó Stalin, con el mismo buen humor.
El ambiente siguió tranquilo hasta que Roosevelt manifestó que tendría que dejarles al día siguiente.
– Pero, Franklin, no puede usted marcharse -dijo Churchill, con vehemencia-. Tenemos a nuestro alcance un gran objetivo.
– Winston, he contraído compromisos, y debo partir mañana, como había proyectado.
Poco antes el presidente había dicho a Stettinius que tendría que recurrir a esa disculpa para evitar que la conferencia se prolongase demasiado.
– También yo creo que se necesita más tiempo para considerar y terminar los asuntos de la conferencia -dijo Stalin, y dirigiéndose hacia donde se hallaba el presidente le dijo que veía difícil que pudiera concluirse todo para las tres del día siguiente, que era domingo.
Roosevelt terminó por ceder amablemente.
– Si es necesario -declaró-, esperaré hasta el lunes.
Después de la cena, Roosevelt regresó a sus habitaciones del palacio de Livadia. Cansado como se hallaba por la trascendental jornada, aún tenía que escribir dos notas importantes. James Byrnes y Edward Flynn -dos astutos políticos- le habían advertido ya que recibiría numerosas críticas en Estados Unidos cuando se supiera que Rusia iba a conseguir dos votos más en las Naciones Unidas, por lo que era conveniente conseguir también dos votos suplementarios para Norteamérica.
Roosevelt escribió entonces una nota a Stalin, explicándole sinceramente el problema y pidiéndole que accediese a otorgar dos votos más a Estados Unidos. El presidente escribió asimismo otra carta similar a Churchill, y luego se retiró a descansar.