Al mismo tiempo, Churchill se daba cuenta de que era imposible detener a los rusos en todas partes, y creía necesario llegar a un acuerdo con Stalin para dividir los Balcanes en varias zonas de influencia. Dejar, por ejemplo, que Rusia dominase Rumania, y que Gran Bretaña hiciese lo propio con Grecia. Lo malo era que la simple mención de aquel convenio bastaba para ofender al secretario de Estado, Cordell Hull, y a muchos otros norteamericanos. Por lo que se refería a Roosevelt, éste se mostraba totalmente opuesto a mezclar a Estados Unidos en la carga que suponía la reconstrucción de Europa en la posguerra, y sobre todo en los Balcanes. «Esa misión no nos concierne, hallándonos a una distancia de cinco mil seiscientos kilómetros o más -escribió el presidente a Stettinius-. Decididamente se trata de una tarea británica, y en la que los ingleses se hallan más interesados de lo que estamos nosotros.»
Roosevelt hizo también estas sinceras declaraciones a Churchill, enviándole un telegrama en el que manifestaba que se oponía a la división de los Balcanes en esferas de influencia, y advirtiéndole que Estados Unidos nunca emplearían fuerzas militares de ninguna clase para lograr victorias diplomáticas en el sudeste de Europa.
En agosto de 1944, después de que las últimas defensas germano-rumanas fueron aplastadas por el Ejército Rojo, el rey Miguel hizo dimitir al Gobierno de Antonescu y pidió que terminaran las hostilidades. Se formó entonces un Gobierno de coalición integrado por conservadores, socialistas y comunistas. Pero la coalición poco valor tuvo cuando algunos días más tarde se firmó un armisticio que colocó a Rumania bajo la autoridad directa del Alto Mando Soviético. El embajador Harriman hizo saber entonces a Washington que aquello daba a los soviéticos un control policíaco inmediato en Rumania, y un posterior dominio político sobre el país. El Departamento de Estado contestó a Harriman que podía protestar, pero aquella protesta, lo mismo que una idéntica de la Gran Bretaña, hizo muy escaso efecto en Stalin. Pocas semanas más tarde, algunos observadores occidentales de Bucarest comenzaron a informar que Rumania estaba siendo arrastrada cada vez más firmemente a la esfera comunista.
El caso de Bulgaria fue una variación sobre el mismo tema. Si bien su Gobierno nunca había declarado la guerra a Rusia, las tropas búlgaras ayudaron a Hitler a dominar los Balcanes.
Cuando Rumania se vio invadida por el Ejército Rojo y atraída a su órbita, cayó el Gobierno búlgaro, y el nuevo que subió rescindió su pacto con Hitler, prometiendo neutralidad incondicional. Pero esto no fue bastante para Stalin, quien envió sus tropas, que cruzaron la frontera. Fue una conquista incruenta, en la que los búlgaros no sólo recibieron al Ejército Rojo llenos de entusiasmo, sino que establecieron un nuevo Gobierno de coalición integrado por numerosas facciones, entre las que se incluía el Partido Comunista. Lo mismo que en Rumania, el Ejército Rojo adquirió el control total y la coalición sólo resultó una farsa, pues a cada día que pasaba, el país se acercaba más al comunismo.
2
El siguiente objetivo del Ejército Rojo fue Yugoslavia, país que constituía un ejemplo de contradicciones. El jefe de la lucha contra Hitler era un comunista mirado con disgusto y desconfianza por el primer comunista del mundo, y al que admiraba y apoyaba uno de los mayores demócratas del momento. Para Stalin, Tito era un advenedizo pagado de sí mismo, mientras que para Churchill era un valiente luchador, empeñado en una patriótica contienda contra Hitler.
Los problemas de Yugoslavia eran distintos a los de cualquier otro país balcánico. Se trataba de un reino creado artificialmente después de la Primera Guerra Mundial, integrado por Croacia, Servia, Montenegro, Macedonia y Eslovenia, y cuyo Gobierno había firmado un pacto con Rumania y Bulgaria, el 25 de marzo de 1941, alineando a las tres naciones dentro del nuevo orden europeo de Hitler.
El enfurecido pueblo yugoslavo se rebeló, y dos días más tarde tanto el regente, príncipe Pablo, como su primer ministro fueron colocados bajo custodia por un grupo de oficiales de aviación que constituyó un Gobierno patriótico. Cuando Hitler se enteró del golpe de Estado, no dio crédito a lo que oía. Una vez que le informaron de la verdad de lo ocurrido, ordenó la invasión de Yugoslavia, y al cabo de pocos días los bombarderos germanos atacaron Belgrado mientras tropas alemanas, húngaras, búlgaras e italianas avanzaban desde varios puntos. Doce días más tarde Yugoslavia capitulaba.
Durante dos meses hubo escasa resistencia en el interior del país, hasta el ataque por sorpresa de Hitler contra Rusia, momento en que el Comintern envió el siguiente mensaje radiado a Josip Broz, que ocupaba el cargo de secretario general del Partido Comunista yugoslavo:
«Organice destacamentos de partisanos sin pérdida de tiempo. Comience una guerra de guerrillas en la retaguardia del enemigo.»
Josip Broz, cuyo nombre en el Partido era Tito, era un hombre atractivo y varonil de cincuenta y tres años de edad. Séptimo de quince hijos, procedía de una familia campesina y de ellos había heredado la robustez corporal. Durante los últimos veintiocho años había sido un comunista militante, e igualmente era un patriota acendrado. No tardó en combinar estos dos ideales con tal tesón y capacidad, que al poco tiempo la mayoría de los yugoslavos reconocían en él al jefe del movimiento contra el fascismo.
No obstante, un grupo bastante extenso de partisanos se negó a aceptar su jefatura. Eran los chetniks, herederos de toda una tradición como guerrilleros, y cuyos antepasados habían combatido contra los turcos. Mandados por el coronel Draja Mikhailovich, del Real Ejército Yugoslavo, los chetniks seguían usando su tradicional sombrero de pieles, así como el emblema de los puñales cruzados, y continuaban cantando viejas canciones sangrientas, con unas pocas variaciones modernas:
Mi sombrero de pieles tiembla,
igual que se estremece mi puñal durante la marcha.
Debemos matar, debemos degollar
a todo aquel que no esté con Draja.
Mikhailovich, antiguo oficial de contraespionaje, era un monárquico acérrimo, que soñaba con el Gobierno de tiempos pasados. A pesar de haber recibido alguna educación, ostentaba muchas de las primitivas características de sus antepasados. Para complicar las cosas, era un hombre irresoluto, al que disgustaba tomar decisiones. Se negó a unirse a los partisanos de Tito a causa de su odio al comunismo, y al cabo de poco tiempo, lo que había comenzado como una lucha patriótica contra Hitler se convirtió en una guerra política contra Tito. La disputa se hizo tan enconada que Mikhailovich no tardó en comenzar a colaborar en secreto con los alemanes. Según dijo a sus lugartenientes, una vez que el país se viese libre de Tito, volverían sus armas contra los germanos. Paradójicamente, tanto su hijo como su hija estaban luchando en el bando de Tito.
El Gobierno yugoslavo exilado en Londres denunció como una mentira bolchevique la acusación de que Mikhailovich estaba colaborando con los alemanes, y a continuación le concedió el grado de general y le nombró ministro de la Guerra y comandante en jefe del Real Ejército Yugoslavo. Dicho Gobierno yugoslavo era tan persuasivo que tanto los ingleses como los norteamericanos comenzaron a lanzar en paracaídas extensos suministros a Mikhailovich, y sólo a mediados de 1943, después de un detallado informe del capitán F. W. Deakin, joven profesor de Oxford que viajaba con Tito, Churchill comenzó a sospechar que la ayuda que se enviaba a Mikhailovich era empleada contra sus propios amigos. Para establecer si era Tito, antes que Mikhailovich, quien merecía la ayuda de los aliados, Churchill envió al brigadier Fitzroy MacLean, un antiguo diplomático de carrera de treinta y dos años, como jefe de una misión militar ante los partisanos yugoslavos.