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Como el teniente primero Gyula Litteráti, de la 12.ª División Húngara, conocía todas las calles de Buda, encabezó un grupo de once húngaros y cuatro alemanes de las SS, dirigiéndose hacia la cima de la nevada Colina Suavia, por las vías del funicular. Era cerca del amanecer del 12 de febrero cuando Litteráti llegó a un bosquecillo y le extrañó oír un silbido. Dos metros más adelante vio a un ruso cubierto con una sábana. Surgieron otras figuras también disimuladas entre la nieve, y en el momento en que Litteráti se disponía a empuñar su arma, vio echársele encima un rostro de expresión salvaje, y sintió que algo se estrellaba contra su sien. En ese momento perdió el conocimiento.

Al amanecer la lucha había concluido, y los rusos buscaban entre los escombros de Buda para descubrir a los supervivientes de la desesperada huida, matándolos allí donde los hallaban. Luego unos camiones con altavoces recorrieron las proximidades de los bosques de Buda, exhortando a salir a los soldados que se hallaban ocultos, y asegurando que «serían tratados decentemente». Si los que salían eran alemanes, los abatían a balazos, y si eran húngaros, se les daba a elegir entre unirse a los soviéticos o quedar internados en un campo de prisioneros. Los que cambiaban de bando, se colocaban sobre el uniforme unas cintas rojas, que sujetaban con alfileres, y marchaban a ayudar a capturar otros compatriotas.

Cuando el joven Litteráti recuperó el conocimiento, levantó la cabeza y vio que los cuatro SS alemanes de su antiguo grupo se hallaban desnudos ante una fila de soldados soviéticos, los cuales se reían de alguna broma. Entonces, casi imperceptiblemente, los rusos apuntaron con sus fusiles ametralladores y comenzaron a disparar. Luego uno de los rusos se acercó a Litteráti y dijo con acento acusador:

– Eres un oficial alemán.

Litteráti trató de convencerle de que era húngaro, pero no lo consiguió. El otro le llamó mentiroso y señaló las condecoraciones alemanas y húngaras que se advertían en su pecho. Los hombres de Litteráti le apoyaron, pero los rusos volvieron a cargar sus armas.

– ¡Vas a morir, fascista! -gritó un soldado soviético.

Litteráti miró desesperado a su alrededor. Vio a un hombre alto, con uniforme húngaro, que llevaba una banda roja en la manga.

– ¡Camarada, di a estos rusos que somos húngaros, y no alemanes!

Afortunadamente, Litteráti había hallado un hombre en el que los rusos creían, y al fin le llevaron a la casa de un guardabosques, no lejos de allí. Debilitado a causa de la herida, Litteráti se tendió en un lecho, colocando un pañuelo bajo la cabeza, para impedir que la sangre manchase la funda de la almohada. Luego vio un rostro conocido que le miraba. Era el del «bárbaro» que le había golpeado. Mientras una enfermera soviética le lavaba la herida, el soldado ruso de feroz aspecto empezó a sonreírle, y después de entregarle dos paquetes de cigarrillos le estrechó la mano con todo entusiasmo.

De los setenta mil hombres de Pfeffer-Wildenbruch, poco más de setecientos escaparon a las líneas alemanas. Casi todos los demás murieron en combate o fueron asesinados. El comandante soviético aseguró que había capturado a treinta mil soldados. Como luego sólo dispusiera de unos pocos millares de prisioneros, se limitó a detener a veinticinco mil civiles en las calles de Buda. Pero la verdadera historia de la matanza de prisioneros, así como los numerosos saqueos y violaciones cometidos por toda Buda, no pudieron ocultarse, y la gente del otro lado del Danubio comenzó a preguntarse si después de todo la liberación había representado una ventaja tan considerable.

Ese mismo día el «Catoctin», con Roosevelt a bordo, abandonó el puerto ruso de Sebastopol. Por lo que al presidente se refería, el futuro de los Balcanes se hallaba asegurado desde el momento en que Stalin aceptaba la Declaración de Europa Libre. Roosevelt se daba cuenta ya de que en Bulgaria, Rumania y Hungría se iban estableciendo a la fuerza Gobiernos comunistas, pero imaginó que la situación volvería más tarde a la normalidad, de acuerdo con los términos de Yalta.

Capítulo séptimo. Operación «Trueno»

1

Cuando el 12 de febrero se publicó el comunicado oficial de la Conferencia de Crimea, la mayor parte de los ingleses y norteamericanos la aprobaron con entusiasmo. En Inglaterra una serie de artículos aparecidos en periódicos tan diversos como el Manchester Guardian, el Daily Express y el Daily Worker elogiaban las decisiones alcanzadas por los Tres Grandes. Joseph C. Harsch, de The Cristian Science Monitor, expresaba así la favorable opinión de la mayor parte de los norteamericanos:

«… La Conferencia de Crimea destaca de las anteriores a causa de su especial carácter decisivo. Las reuniones que produjeron la Carta del Atlántico, Casablanca, Teherán y Quebec, estaban dominadas políticamente por un afán de declaraciones. Eran declaraciones de políticas de aspiraciones, de intenciones. Pero no eran entrevistas de decisiones. La reunión de Yalta se hallaba dominada por el deseo, la voluntad y la determinación de lograr sustanciosas decisiones.»

En la Unión Soviética se observaba un sentimiento similar. Pravda dedicó una edición entera a la conferencia. En su opinión, las decisiones alcanzadas indicaban que «la alianza de los Tres Grandes Poderes poseía no sólo un histórico pasado, sino también un gran futuro». Izvestia, por su parte, declaró que era «el acontecimiento político más importante de la época».

El comunicado también provocó la satisfacción de Goebbels, ya que le dio ocasión de fortalecer su propaganda sobre el Plan Morgenthau y la rendición incondicional. Al mismo tiempo afirmó que la decisión de los Tres Grandes en Yalta, de desmembrar a Alemania, forzándola a pagar agobiantes indemnizaciones, demostraba que Alemania debía seguir luchando con renovado vigor… o ser aniquilada.

Entusiasmó en Francia la decisión de concedérsele una zona de ocupación, pero la satisfacción fue atemperada por la desaprobación personal de De Gaulle. El disgusto del general era comprensible. No sólo le habían negado el permiso para asistir a la conferencia, sino que permaneció ignorante de los resultados habidos hasta que Jefferson Caffery, el embajador norteamericano en Francia, le entregó un memorándum el 12 de febrero. R. W. Rever, un funcionario político francés, envió un telegrama a Roosevelt manifestando que De Gaulle había recibido al embajador «fríamente». Este informe, y la negativa de De Gaulle a encontrarse con Roosevelt en Argel, hicieron que el presidente americano se desentendiese del general, al que no profesaba simpatía alguna.

– Me hubiera gustado tratar algunos problemas con él -manifestó a Leahy-. Pero si no ha querido hacerlo, eso no cambia las cosas para mí.

De Gaulle, al menos, se mostró exteriormente cortés en relación con Yalta, pero los polacos de Inglaterra y los de Norteamérica criticaron la conferencia acerbamente. Guiados por el primer ministro Tomás Arciszewski -el reemplazante de Mikolajczyk-, proclamaron que Roosevelt y Churchill habían entregado Polonia a la Unión Soviética como sacrificio para lograr la unión entre ellos. Uno de los polacos hizo algo más que acusar. El teniente general W. Anders, comandante del II cuerpo polaco, que había desempeñado un buen papel en la toma de Montecassino, amenazó con retirar sus tropas de la línea de batalla, y envió un telegrama al presidente de la República, W. Raczkiewicz, manifestando que no podía aceptar…

«…La unilateral decisión por la que Polonia y los polacos eran entregados a la codicia de los bolcheviques.»…En conciencia, no puedo solicitar en el momento presente ningún sacrificio de los.soldados…»

Otro polaco que pudo hacer una protesta más sensacional pero que sin embargo se mantuvo callado, fue el conde Edward Raczynski, embajador en Londres. Poco antes, sir Owen Malley había enseñado a Raczynski un informe final acerca de su exhaustiva investigación en la matanza de once mil oficiales polacos en el bosque de Katyn. Se probaba manifiestamente que la atrocidad había sido cometida por los rusos, y no por los nazis. Sir Owen también dijo al conde que después de haber leído el Gabinete británico este informe, se ordenó suprimirlo, y se redactó otro que no ofendiese a la Unión Soviética. Pero Raczynski había dado a Malley su promesa de no decir nada, y por lo tanto tuvo que unirse a la conspiración del silencio.