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Poco antes del mediodía el general Guderian entró en el despacho de Hitler, situado en la Cancillería, donde un buen grupo de personas ya estaban sentadas dando cara al gran escritorio del Führer. En su viaje a Berlín, Guderian había dicho a su joven jefe de Estado Mayor, general Walther Wenck:

– Hoy, Wenck, vamos a poner todo en claro, arriesgando su cabeza o la mía.

El limitado contraataque sobre la avanzadilla de Zhukov fracasaría miserablemente si lo dirigía Himmler, el cual no era más que un aficionado.

– No podemos dejar que las tropas actúen sin al menos un soldado profesional que las dirija -añadió Guderian.

Himmler, un hombre de talla mediana, con labios delgados e incoloros y rasgos un tanto orientales, parecía hallarse bastante incómodo, como siempre le sucedía en tales conferencias. No era un secreto que le disgustaba enfrentarse con Hitler, y una vez llegó a decir al general Wolff que el Führer le hacía sentirse como un escolar que no hubiera hecho sus deberes.

En Himmler luchaba interiormente un conflicto entre lo que era y lo que quería ser. Era bávaro, pero admiraba con fervor a los reyes prusianos como Federico el Grande, y elogiaba constantemente la austeridad prusiana y su reciedumbre. Creía fanáticamente que el ideal germánico debía de ser nórdico -alto, rubio, de ojos azules-, y prefería a tales gentes a su alrededor. Himmler admiraba la perfección física tanto como la destreza atlética, y a menudo solía decir: «Hay que hacer ejercicio para mantenerse joven.» A pesar de ello, sufría constantemente de dolor de estómago, y presentaba una figura ridícula cuando esquiaba o nadaba. Una vez sufrió un desvanecimiento cuando trataba de ganar una carrera de 1.500 metros entre competidores poco destacados. Disponía Himmler de más poder personal que nadie en el Reich, a excepción de Hitler, pero era un individuo pedante, con el alcance intelectual de un maestro alemán de enseñanza primaria. Implacablemente atacaba al cristianismo, y sin embargo, había reorganizado las SS sobre principios jesuitas, copiando asiduamente «los estatutos de servicio y los ejercicios espirituales creados por Ignacio de Loyola…»

A semejanza del hombre al que a la vez temía y reverenciaba, Himmler era indiferente a lo material, y vivía con frugal sencillez. Comía moderadamente, bebía poco y se limitaba a fumar dos cigarrillos al día. Como Hitler, trabajaba con una intensidad que hubiese provocado la ruina de la mayor parte de las personas normales, se mostraba cariñoso con los niños, y sentía por todas las mujeres el mismo respeto que por su madre. También como Hitler tenía una amante. En realidad fueron dos las que se le conocieron. A los diecinueve años vivió con una prostituta, Frieda Wagner, siete años mayor que él. Un día la encontraron asesinada, y el joven Himmler fue llevado ante los tribunales, pero le dejaron en libertad por falta de pruebas. Más tarde se casó con otra mujer que le llevaba siete años, asimismo, llamada Margarita Concerzowo, la cual trabajaba de enfermera. Con el dinero de su mujer, Himmler montó una granja avícola cerca de Munich, pero fracasó. Lo mismo sucedió con el matrimonio.

La pareja tuvo una hija. Gudrun, pero Himmler quería un varón. Sin embargo, sus puntos de vista en relación con el divorcio se hallaban de acuerdo con su estricta educación católica. La similar actitud de Hitler sin duda le ayudó a llevar una doble vida. Comenzó así una íntima relación con su secretaria personal, Hedwig, la cual le dio un hijo, Helge, y una niña, Nanette Dorothea. De romántico espíritu, Himmler escribía regularmente a su amante, llamándola cariñosamente su häschen (conejito), en largas y sentimentales cartas, mientras que guardaba, en apariencia al menos, una actitud de respeto y acato hacia su legítima esposa. Como hombre escrupuloso que era, mantenía a sus dos familias tan desahogadamente que se hallaba continuamente en deudas.

El padre de Himmler fue un hombre severo, lo cual heredó su hijo, cuya oficina aparecía llena de carteles moralizadores, que decían, por ejemplo: «Sólo un camino conduce a la libertad, y sus mojones se llaman obediencia, tesón, honradez, sobriedad, espíritu de sacrificio, orden, disciplina y amor a la Patria.» Según dijo el doctor Karl Gebhardt, un amigo de la niñez, Himmler «creía en lo que decía en el momento de expresarlo, y todo el mundo le creía también». Algunas de sus creencias, sin embargo, eran tan excéntricas, que hasta sus seguidores más fieles se veían en dificultades para aceptarlas. Entre ellas figuraban la cosmogonía glacial, el hipnotismo, la homeopatía, el mesmerismo, la eugenesia natural, la clarividencia e incluso la hechicería.

La higiene era para él una verdadera manía, y se pasaba todo el día lavándose y haciendo gargarismos. Era un hombre de costumbres precisas, parsimonioso, limpio y cuidadoso, y estaba desprovisto de toda originalidad o sentido intuitivo. Su peculiar mandíbula era muestra de una obstinación que lindaba con el absurdo. Todo esto, unido a su afición por lo secreto, sus órdenes un tanto imprecisas y su perpetua y enigmática sonrisa, le envolvían en un aura de misterio. En resumen, y según las crudas palabras del general de SS Paul Hausser, que le había ayudado a organizar las Waffen SS, el antiguo avicultor era «un fantástico idealista que tenía los pies plantados firmemente en tierra; un individuo verdaderamente extraño».

Este era el hombre más temido de Alemania, y tal vez del mundo; pero en la conferencia del Führer, que acababa de iniciarse, Guderian se alegró de su presencia. Sin más preámbulos, el general se volvió al reichsführer y le pidió que comenzase el contraataque dos días más tarde. Parpadeando detrás de sus características gafas, Himmler aseguró que necesitaba más tiempo, pues aún faltaba por llegar al frente buena parte de las municiones y el combustible. Luego se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas cuidadosamente.

– ¡No podemos esperar hasta que la última lata de gasolina y la última granada hayan sido entregadas! -exclamó Guderian-. Para entonces los rusos habrán adquirido demasiada fuerza. Hitler tomó aquellas palabras como si fueran una acusación contra su persona.

– No permitiré que me acuse usted de demorarme en lo que hay que llevar a cabo -manifestó.

– Yo no le acuso de nada -contestó Guderian-. Digo, sencillamente, que no tiene objeto esperar hasta que la última entrega de material haya sido efectuada, con lo que se perdería el momento favorable para el ataque.

– ¡Le digo que no consentiré que me acuse de retrasarme! -repitió Hitler.

Guderian demostró que tenía escaso sentido de la diplomacia, cuando eligió este momento para decir:

– Quiero que se nombre al general Wenck como jefe de Estado Mayor del grupo de ejército Vístula. De otro modo, no habrá garantías de que el ataque se realice con éxito.

Luego, mirando al reichsführer Himmler, añadió:

– El no puede hacerlo. ¿Cómo podría realizarlo?

Hitler se levantó penosamente de su sillón y dijo con irritación:

– ¡El reichsführer es lo suficientemente capaz para dirigir el ataque!

– El reichsführer no tiene la experiencia ni el grado necesarios para conducir el ataque sin ayuda. La presencia del general Wenck es absolutamente necesaria.