Todo esto proporcionó una gran tranquilidad a los 630.000 habitantes de la ciudad, la cual, a pesar de los desastres del Frente Oriental, tenía casi un aire festivo en aquella noche del 13 de febrero. Ello se debía a que era un martes Fasching, [16] una de las fiestas favoritas de los alemanes, en que los niños se vestían -como lo estaban en aquel momento- con alegres ropajes de carnaval. Por consiguiente, hubo poca inquietud cuando se dejó oír la primera alarma aérea -el «cuco»-, hacia las diez de la noche. Pocos imaginaban que se trataba de una incursión devastadora contra la ciudad.
Esta sensación de seguridad de los ciudadanos se extendió a los centenares de miles de refugiados procedentes del Este, así como a los que procedían de Berlín y de Alemania Occidental. Las salas de espera de los ferrocarriles se hallaban abarrotadas de estas gentes y de sus pertenencias. Los edificios públicos, igualmente, estaban atestados de catres y camas en los que dormían los refugiados durante la emergencia. El aflujo humano era tan grande que hubo que habilitar el extenso parque de Grosser Garten con tiendas de campaña y chozas para unas 200.000 personas, entre refugiados y trabajadores forzados.
En la estación de ferrocarril casi no había cabida para más trenes, a consecuencia de todos los que habían llegado del Este, y al mismo tiempo, las carreteras procedentes del frente seguían enviando riadas de refugiados a pie, en carretas, coches y camiones. La ciudad crecía en población por momentos, y se calcula que al producirse el bombardeo había 1.300.000 seres humanos en Dresde, entre los que figuraban numerosos norteamericanos e ingleses prisioneros de guerra.
El sistema defensivo contra los ataques aéreos en Dresde era sumamente deficiente. Los cañones antiaéreos que aparecían montados amenazadoramente en las colinas que rodeaban la ciudad, eran en realidad de cartón piedra, pues los verdaderos habían sido enviados a los frentes oriental y occidental, y sólo quedaban sus firmes bases de hormigón.
Las defensas de la Luftwaffe no eran más eficaces. El Centro de Alarma anticipada de Francia había ya caído en manos enemigas, y cuando los 244 «Lancaster» del Grupo N.° 5 hicieron su aparición en las pantallas del sistema situado en el interior de las fronteras germanas, fue imposible determinar su objetivo. Repentinamente, aparecieron también 300 bombarderos «Halifax» en las pantallas. Estos aparatos iban en dirección a la refinería de petróleo situada al sur de Leipzig, pero su verdadera intención era desorientar a los alemanes. Y así fue en efecto, ya que éstos no tenían la menor noción de cuál sería el ataque principal. Cabía incluso la posibilidad de que las dos incursiones tuvieran por fin la desorientación del adversario, ya que el «Bombardero» Harris tenía aún a su disposición 450 bombarderos más.
La 1.ª División de Combate alemana situada en Klotszche, a unos pocos kilómetros al norte de Dresde, se preparó para defender la ciudad, pero como los germanos no sabían a dónde debían enviar sus cazas, tuvieron que esperar hasta que se dijera algo en concreto. Sólo cuando los 244 «Lancaster» pasaron sobre Leipzig y pusieron rumbo a Dresde, los defensores supieron a qué atenerse, y no fue hasta las 21,55 que la Primera División de combate recibió órdenes de hacer despegar su escuadrilla de cazas nocturnos. Pero cuando estos aparatos estuvieron en el aire, ya era demasiado tarde, pues los primeros aviones ingleses habían lanzado ya sus bengalas verdes.
El bombardero principal Smith se estaba acercando a Dresde, y por vez primera rompió el silencio que se había mantenido por radio:
– Ordenador a jefe de marcadores. ¿Cómo me escucha? Cambio. El jefe de aviones de vanguardia contestó que podía oírle perfectamente.
– ¿Tienen nubes bajo ustedes, todavía?-inquirió Smith. El otro contestó afirmativamente, y Smith preguntó luego si podía ver ya las bengalas verdes.
– Sí, las veo. Las nubes son aquí poco densas -contestó el jefe de vanguardia.
Este pronto estuvo volando sobre su objetivo, y se asombró al no ver un solo reflector ni el menor fuego de artillería antiaérea. Debajo podía divisar una serie de puentes que cruzaban el Elba, que atravesaba Dresde por el centro, separando la ciudad antigua de la nueva. La zona le recordaba a Shrospshire, Hereford y Ludlow.
Cuando el jefe de vanguardia pasó a baja altura sobre el núcleo ferroviario, advirtió una sola locomotora detenida cerca de un gran edificio que sospechó fuera la Estación Central. Desde los setecientos metros inició un picado hacia un estadio deportivo (había otros dos en las cercanías).
– ¡Jefe de marcadores, Tallyho! -exclamó.
A 250 metros de altitud el jefe de vanguardia abrió las compuertas del aparato y su bomba indicadora de blanco, que pesaba media tonelada, salió despedida, dejando un vivo rastro rojo en su descenso. Otro aparato «Mosquito» que seguía al de cabeza, vio un resplandor en la cabina de este avión, y su piloto exclamó:
– ¡Cielos, han tocado al jefe!
Pero sólo se trataba del fogonazo producido por la cámara fotográfica del piloto de vanguardia.
El jefe de bombarderos se apresuró a comprobar la situación de los tres estadios en su mapa.
– Ha marcado un estadio que no correspondía -dijo con voz tensa.
Pero volvió a estudiar de nuevo el plano y rectificó aliviado:
– No, no. Está bien. Adelante.
El jefe de bombarderos podía ver en esos momentos el resplandor rojo cerca del estadio previsto, y añadió:
– Escuche, jefe de marcadores. El indicador del blanco se halla a un centenar de metros al este del punto señalado.
Eran casi las 22,07, y faltaban ocho minutos para la hora cero. Los otros aparatos «Mosquito» comenzaron a lanzar sus bombas indicadoras donde había caído la primera. La preocupación principal del jefe de bombarderos era que las señales luminosas no fueran vistas por los demás aparatos a través de la delgada capa de nubes. Llamó entonces a uno de los «Lancaster» que habían dejado caer las primeras bengalas verdes y que se hallaba aún a 6.000 metros de altura sobre la ciudad:
– Ordenador a comprobador 3. Dígame si alcanza a ver el resplandor.
– Veo desde aquí los tres ID (indicadores de blanco) a través de las nubes.
– Está bien. ¿Ve ya las luces rojas?-inquirió Smith.
– Son las únicas que veo -fue la satisfactoria respuesta del piloto del «Lancaster».
Eran en esos momentos las 22,09. Sólo entonces el locutor de una emisora de Dresde exclamó:
– Achtung, Achtung, Achtung! ¡Se avecina un ataque aéreo! ¡Vayan a los refugios en seguida!
Los ciudadanos hicieron lo que les ordenaban, pero de mala gana, ya que la mayoría dudaba incluso de que se tratase de una incursión real. En la ciudad antigua se procedió a apagar todas las luces. La mayor parte de los campesinos llegados desde el Este nunca habían presenciado un ataque aéreo y contribuían a aumentar la confusión, tratando de hallar los refugios de que hablaban unos ensordecedores altavoces.
A las 22,10 el jefe de bombarderos comenzó a repetir una y otra vez a la fuerza principal que se aproximaba a Dresde: -Atención, ordenador a Fuerza Principal. Sigan y bombardeen la marca roja ID, según lo previsto.
Desde tierra no partió un solo disparo de cañón antiaéreo. Como la ciudad se hallaba evidentemente indefensa, Smith ordenó a los bombarderos que descendiesen más bajo de lo previsto.
Poco después la ciudad antigua se estremecía bajo el impacto de potentes bombas explosivas, a las que seguirían las bombas incendiarias.
– Escuche, Fuerza Principal -dijo Smith-. Está bien. Ha sido un buen bombardeo.
Veintitrés kilómetros al nordeste de Dresde, el estudiante Bodo Baumann, de la escuela de cadetes de Meissen, que contaba quince años de edad, vio los «fuegos artificiales» -las señales luminosas rojas-, mientras un enjambre de bombarderos rugía sobre su cabeza, lanzando lenguas de fuego por sus escapes. Baumann había estado presente en dos grandes bombardeos de Berlín, pero se daba cuenta de que aquél iba a ser mayor. Incluso desde Meissen, Bodo alcanzó a ver las grandes llamaradas que se levantaron poco después. Los cristales de las ventanas de un edificio cercano se estremecieron violentamente, y el horizonte se cubrió de lenguas de color carmesí y violeta. Al principio el muchacho vio estallar algunas bombas aisladamente, pero un minuto más tarde las explosiones fueron tan numerosas que todo se volvió de color rojo. La tierra retumbó bajo los pies de Bodo, el cual permaneció estático mirando hacia Dresde. «La ciudad está condenada -se dijo a sí mismo- y nadie saldrá con vida.»