Otro muchacho de quince años, Joachim Weigel, se hallaba en el tejado de la casa de pisos en que vivía, justamente en la orilla opuesta del Elba, frente a la ciudad antigua. El y otro miembro de las Juventudes Hitlerianas estaban arrojando arena sobre el fuego producido por unas bombas incendiarias, pero cuando comenzaron a caer las grandes bombas explosivas, los muchachos corrieron hacia el sótano de la casa y cerraron la puerta de hierro. Pero el hombre que se hallaba a cargo de los muchachos les ordenó que fueran al quinto piso, que comenzaba a arder. Cinco chicos y una chica subieron atropelladamente escaleras arriba y comenzaron a arrojar por la ventana todo lo que podía ser pasto de las llamas, como alfombras, muebles y vestidos.
Hans Koehler, de catorce años, se hallaba de guardia en la comisaría de policía de Alstadt, como ayudante de un teniente cuya misión era despachar algunas autobombas de incendios que había en reserva, contra los fuegos más importantes. El teniente debía esperar en el sótano de la comisaría hasta que la incursión aérea hubiese terminado, antes de enviar los vehículos de los bomberos, que se hallaban estacionados en una colina, algunos kilómetros más lejos. Pero el bombardeo era muy intenso, y comprendió que habrían numerosos incendios de gran magnitud.
– Tenemos que llegar hasta las autobombas -dijo el teniente a Hans.
Los dos corrieron a la calle en el preciso momento en que una bomba estallaba en un edificio cercano. Los escombros comenzaron a caer alrededor de ellos, y el calor se hizo insoportable. Indemnes, subieron a una motocicleta y se alejaron a toda prisa. Cuando pasaron junto al nudo ferroviario, Hans observó que en la ciudad antigua sólo había unos pocos incendios. Ello se debía a la intensidad del bombardeo explosivo que siguió al de las bombas incendiarias.
Siguieron hacia el oeste, colina arriba, en dirección al distrito conocido como Loebtau, pasaron ante la casa de Hans, y al fin llegaron hasta el lugar donde se hallaban estacionadas las auto-bombas. Mientras el teniente ordenaba a los bomberos los lugares a donde debían ir, llegaron otras autobombas de los pueblos cercanos, para ayudar en la extinción de los incendios. Uno de los conductores no conocía la ciudad, y Hans se ofreció para guiarle hasta el lugar que le indicaron.
A las 22,21, el bombardero principal Smith vio la ciudad antigua envuelta en llamas. Llamó entonces a uno de los «Lancaster» y le e ordenó que enviase el siguiente mensaje por radio a Inglaterra:
«Objetivo atacado con éxito. Plan primario. A través de las nubes.»
Pocos minutos más tarde la gran formación de bombarderos puso rumbo Oeste, dejando caer gran cantidad de láminas metálicas para desorientar al radar. Luego descendieron rápidamente a dos mil metros de altura, justamente bajo el horizonte del sistema de radar alemán.
La segunda oleada, integrada por 529 «Lancaster», es decir, más del doble de la primera, se hallaba ya en camino. Cuando las dotaciones de los aparatos supieron su objetivo, cundió la preocupación. Era un vuelo muy largo que llegaba casi al límite del radio de acción de los aviones «Lancaster», y muchos se preguntaron por qué razón los rusos no atacarían ellos mismos, ya que se hallaban más cerca. Los oficiales de Inteligencia dieron diversas explicaciones, manifestando que los soviéticos ya estaban muy ocupados bombardeando los cuarteles generales del ejército alemán, así como destruyendo depósitos de armas y de suministros, grandes zonas industriales y una factoría importante de gas tóxico.
Ya en camino hacia el objetivo, la temperatura descendió tan rápidamente que en muchos aviones comenzó a formarse hielo. En otros aparatos hubo que volar con control manual, por haberse descompuesto el piloto automático. Un manto de espesas nubes protegió a los bombarderos hasta que llegaron a Chemnitz. Luego el cielo se aclaró repentinamente, y las baterías germanas abatieron tres «Lancaster». En aquel momento ya se podían divisar las señales luminosas para la segunda oleada de aviones, pero cuando el jefe de estos bombarderos llegó sobre el objetivo, a la 1,28 de la madrugada, la ciudad antigua se hallaba convertida en una hoguera.
Se había producido en aquel momento una tormenta semejante a la de Hamburgo. Era un fenómeno meteorológico causado al elevarse la temperatura ambiente a unos 500° C., como consecuencia de varios grandes incendios simultáneos. Este enorme calor provocaba una succión de aire frío hacia el centro del fuego, originándose un viento de gran violencia. El resultado era un infierno rugiente.
El jefe de bombarderos de la segunda oleada comprendió que el ataque no tendría precisión alguna, por lo que se decidió a actuar sobre las zonas que no había alcanzado la primera oleada. Emitió el mensaje correspondiente a sus aparatos, y pocos minutos más tarde comenzaron a caer las bombas. A diferencia del primer ataque, se emplearon bombas demoledoras para extender los incendios y mantener a cubierto a los bomberos. Luego se lanzaron 650.000 bombas incendiarias, incluyendo termitas de dos kilos, con lo que el fuego se extendió con increíble violencia por toda la ciudad. Los bomberos esperaron aterrorizados. Nunca hasta entonces habían visto nada semejante. Era estremecedor contemplar calles y más calles envueltas en llamas.
Los dieciocho cazas alemanes nocturnos procedentes de Klotzsche, que habían despegado demasiado tarde para detener la primera formación de bombarderos, esperaban con ansiedad las órdenes para atacar la segunda oleada. Oyeron el rugido de los motores, pero no llegó la esperada orden, y permanecieron en la pista, llenos de impaciencia. De pronto se encendieron los focos que iluminaban las pistas. Los pilotos llamaron al control de vuelo para que apagara los focos antes de que los bombarderos los localizasen y destruyesen por completo el aeródromo. Pero recibieron la respuesta de que se esperaba de un momento a otro el aterrizaje de una escuadrilla de aviones de transporte procedente de Breslau, ciudad que se hallaba entonces sitiada.
Como el tiempo pasaba y las bombas llovían literalmente sobre Dresde, la preocupación de los pilotos alemanes se transformó en ira. ¿Era aquello sabotaje, o derrotismo?¿Por qué no se les ordenaba levantar el vuelo, para tratar al menos de defender la ciudad? El comandante de la base se hallaba igualmente decepcionado. Todas las comunicaciones telefónicas y de radio habían quedado interrumpidas, y no había obtenido permiso del Control Central de Berlín para enviar a la lucha a los cazas.
El joven Bodo Baumann se hallaba con un grupo de salvamento a la entrada de Dresde, en compañía de otros doscientos estudiantes de su misma escuela, cuando se inició el segundo ataque. Los camiones del convoy de salvamento se detuvieron al comenzar el bombardeo, y los muchachos corrieron a buscar refugio. Bodo saltó detrás de un muro. Entre las explosiones alcanzaba a escuchar el aterrador rugido producido por el incendio de la ciudad. El suelo se estremecía como si se estuviera produciendo un terremoto.
Cuando se detuvo el bombardeo, los muchachos siguieron a pie hacia el centro de la ciudad, hasta que llegaron a los edificios derruidos y en llamas. Se detuvieron ante un puente que cruzaba el Elba hacia la ciudad antigua, convertida en esos momentos en un horno que hacía insoportable la temperatura hasta en la orilla donde se encontraba Bodo. Los muchachos tenían orden de sacar a las gentes fuera de los refugios, antes de que muriesen asfixiadas. Por consiguiente, se cogieron de la mano, y empezaron a atravesar cautelosamente el puente. De pronto, el hombre que guiaba la cadena humana lanzó un grito y desapareció entre el fuego. El muchacho que le seguía se aferró a lo primero que encontró, para no ser atraído por las llamas. El fuego rugía pavorosamente, en tanto que el viento les azotaba con furia, cubriéndoles de polvo y ceniza.