Los chicos retrocedieron, encontraron una cuerda y trataron de utilizarla para asegurarse en el avance, pero el calor era demasiado intenso y fracasaron por segunda vez. Bodo vio a varios bomberos muertos, tendidos en el suelo y con las ropas humeantes. Las densas nubes de humo negro hicieron retroceder a los muchachos hasta el río, donde mojaron en el agua sus pañuelos y se los aplicaron sobre el rostro.
En la otra orilla de la ciudad, Hans Koehler se dirigía de nuevo hasta las bombas de incendio situadas en la colina, cuando oyó las sirenas avisando el segundo ataque. Encontró una bicicleta y con ella se dirigió hacia su lugar de destino. A mitad de camino vio caer algunas bengalas. Se detuvo y tomó unas fotografías con su cámara de cajón. Luego escucho el silbido de las bombas y se lanzó a una cuneta. A unos cien metros de donde estaba se produjo una aterradora explosión. Luego observó que los manzanos que se alineaban a los lados de la carretera habían desaparecido como por arte de magia. Cruzó corriendo la carretera y se dirigió hacia una casa de pisos. Cuando bajaba, se vio lanzado contra el suelo. La gente tosía a consecuencia del polvo y el humo. Las mujeres se quejaban, y al fin alguien encendió una vela. Una mujer de edad avanzada dijo serenamente.
– Voy arriba a ver lo que ocurre.
Los demás le gritaron que no fuese, pero la mujer desapareció lentamente escaleras arriba, como una sonámbula. Al cabo de diez minutos regresó y con la misma tranquilidad dijo:
– Hay un poco de ruido allá arriba, pero es un bonito espectáculo.
Hans se preguntó si se habría vuelto loca o estaría tratando de animar a los demás.
El zumbido del motor de los bombarderos se hacía ensordecedor cuando pasaban sobre el lugar donde se hallaba refugiado el grupo. Luego se produjo un silencio repentino, sólo interrumpido por el chisporrotear de las llamas y el estrépito de las paredes al derrumbarse. Cuando regresó a la calle, Hans percibió un lejano lamento de apariencia ultraterrena, muy distinto a lo que había oído hasta entonces. Miró hacia la ciudad antigua, que era un muro de fuego. Avanzó como hipnotizado algo más de un kilómetro hasta el infierno de llamas y se detuvo en la fábrica de cigarrillos «Yenize». Esta tenía forma de mezquita, y su exótica silueta parecía danzar entre la rojiza iluminación. Hans trató de encontrar alguna bomba contra incendios, pero ninguna se hallaba a la vista. ¿Qué podía hacer? La gente se aproximaba hacia donde estaba él como si fueran espectros, con el rostro ennegrecido, el pelo quemado y los vestidos humeantes. Las mujeres aferraban a sus criaturas, y los hombres portaban maletas e incluso objetos absurdos, como ollas y sartenes. Unos pocos lanzaban quejidos, pero la mayoría guardaban un silencio extraño, mirando todo con los ojos muy abiertos, como si aún no comprendiesen lo que había ocurrido. Aquellos espectros hicieron que Hans pensase en su familia, y se volvió para ir en su busca. A mitad de camino entró en un restaurante. Dentro la gente se apretujaba en el suelo, con las vestiduras hechas jirones. Hans miró los ennegrecidos semblantes esperando hallar algún familiar, pero todos los rostros le eran desconocidos. Entonces alguien le tocó en un brazo. Se volvió y divisó a su madre, cuyo largo pelo le caía desordenadamente sobre los hombros.
– Todo se ha perdido -dijo ella.
– ¿Dónde está padre?
– Está en el piso, para ver si recupera algo. Pero no vayas, es horrible.
Luego procuró tranquilizarse, y añadió:
– Ya ha pasado todo. No volverán.
A continuación, la madre de Hans miró al cielo y murmuró algo ininteligible.
Dentro de la ciudad antigua, la mayor parte de la gente seguía en los sótanos, sin comprender que pronto se les acabaría el oxígeno que respiraban. Algunos trataron de escapar durante las incursiones, pero fueron destrozados por las bombas en la calle. Otros se refugiaron en los quioscos metálicos de anuncios, donde literalmente se asaron vivos.
El circo Sarassino estaba envuelto en llamas. La alarma de la primera incursión se había producido en medio de la función, cuando estaban actuando los payasos, y poco después casi todos los espectadores se hallaban refugiados en el sótano situado bajo la pista, mientras los caballos árabes relinchaban aterrados fuera del edificio. No muy lejos, en el parque del Grosser-Garten, los animales del zoológico habían salido de sus jaulas y rondaban por los alrededores, pero de ellos sólo saldrían con vida los buitres.
La enorme masa de refugiados del parque se encontraba igualmente indefensa. En un desesperado intento de huir del insoportable calor, se introdujeron frenéticamente en los grandes tanques de agua, que se tenían como reserva para apagar los incendios. Muchos se salvaron del fuego, pero otros se ahogaron en los profundos depósitos.
En el borde de la ciudad antigua se hallaba la Estación Central, la cual sólo había sido dañada levemente en el primer bombardeo. Inmediatamente los empleados del ferrocarril comenzaron a cargar los trenes de evacuados, dando preferencia a los niños. Pero antes de que alguno de dichos trenes pudiera salir de la estación, comenzaron a caer las señales luminosas del segundo ataque, a las que siguieron las bombas incendiarias, que atravesaron la estructura metálica y encristalada del techo de la estación, dejaron a ésta reducida a una hoguera. Cuando los integrantes de los grupos de salvamento entraron en la estación vieron a centenares de personas arrinconadas contra las paredes, como si durmieran, pero habían perecido asfixiadas por el monóxido de carbono. Los niños, en el interior de los trenes, estaban apiñados en grupos. También estaban muertos. En los sótanos, donde miles de refugiados habían buscado protección, los suelos aparecían cubiertas de cadáveres.
Hacia el norte de la estación, Annemarie Friebel, cuyo esposo estaba luchando contra los rusos, salió semiasfixiada de un sótano, con la cabeza cubierta por una toalla. Envolvió a su criatura de apenas un año en unos trapos mojados, y salió a la calle, empujando el cochecito del niño y seguida de su madre. La mujer encontró cerrado el paso por un montón de escombros, por lo que recogió al niño, y tras envolverle en una manta, cruzó sobre los cascotes. La criatura no lanzó un solo gemido, como no lo había hecho durante todo el bombardeo. Sobre sus cabezas caían cenizas ardiendo, que prendieron fuego en la manta del niño. Su madre apagó el fuego con las manos.
Otras personas estaban tratando igualmente de salir de la encerrona que representaba la ciudad en llamas. Unos pocos llevaban efectos personales, pero a la mayoría, sólo les interesaba salvar la vida. Una mujer que empujaba un cochecillo de niño fue arrastrada por una corriente de aire como si fuese una hoja, hacia un callejón lateral totalmente en llamas.
Annemarie y su madre, con el rostro cubierto de sudor, llegaron por fin al límite de la ciudad antigua e iniciaron el ascenso de la colina. De pronto Annemarie se dio cuenta de que estaba helándose, y se encaminó hacia una caseta de camineros. Al llegar a la puerta, se volvió y observó la ciudad, que estaba envuelta por completo en llamas. Resultaba un espectáculo estremecedor, aunque no desprovisto de belleza. Otras gentes llegaron al refugio. Ninguno tenía idea de lo que podían hacer. La misma Annemarie se sentía aturdida, mareada, y no podía darse mucha cuenta de lo que había ocurrido.