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A las 4,40 de la madrugada las dotaciones de la Octava Fuerza Aérea de Estados Unidos recibieron la orden de atacar sus dos objetivos principales: Dresde y Chemnitz. La 1.ª División Aérea debería atacar Dresde. 450 fortalezas volantes iban a bombardear algunos cuarteles y la estación de ferrocarril de Neustadt, situada en la orilla norte del Elba. Los navegantes recibieron instrucciones de seguir el rumbo hasta la ciudad de Torgau, y luego remontar el curso del Elba durante unos setenta kilómetros. La próxima ciudad importante que hallasen sería Dresde. Las dotaciones estaban prestas en sus aparatos a las 6,40 de la mañana, pero llegó una orden de esperar, y la primera fortaleza volante no despegó hasta las ocho de la mañana. A la oleada de bombarderos se unieron 288 «Mustang P-51», cuando aquéllos estuvieron sobre el Zuyder Zee. La mitad de los cazas debería permanecer con los bombarderos para evitar los ataques de la Luftwaffe; en tanto que los demás colaborarían en la destrucción de la ciudad. Los pilotos se preguntaban, mientras volaban sobre Alemania, si sería posible realizar el bombardeo por medios visuales. No había muchas nubes encima, pero por abajo el cielo aparecía cubierto casi por completo. A causa de estas nubes el Grupo 298 se extravió, y cerca del mediodía estuvo a punto de bombardear la ciudad de Praga, situada a unos ciento veinte kilómetros al sudeste de Dresde.
Por consiguiente, sólo 316 fortalezas volantes se aproximaban entonces a Dresde, y de ellas casi la mitad, el Grupo 457, se desvió algo de su curso y erró el blanco. Luego el Grupo 457 dio la vuelta en redondo para hacer otra pasada. El sargento Joe Skiera, ametrallador que hacía también de bombardero, miró hacia arriba y vio de pronto un «B-17» a unos ciento veinte metros por encima de su cabeza. El nuevo rumbo les había llevado justamente debajo de otro grupo de bombarderos. La compuerta del aparato situado encima se hallaba ya abierta, y Skiera pudo ver un racimo de bombas de 250 kilos que se balanceaban arriba, dispuestas a ser lanzadas.
El grupo 457 dio dos pasadas más, sin hallar una abertura en las nubes inferiores. Por fin, en la cuarta pasada, hallaron un claro.
Debajo, seguían elevándose las llamas de los incendios producidos en los dos primeros ataques. Nubes pardas y rojizas se extendían hacia Praga, esparciendo restos ennegrecidos a muchos kilómetros de distancia. Era Miércoles de Ceniza.
La gente se agrupaba también en las orillas del Elba, muchos de ellos con la cabeza envuelta en trapos mojados. Bodo Baumann, que había visto a su jefe desaparecer entre las llamas del puente, se hallaba entre el grupo de jóvenes que procuraban ayudar a los aturdidos supervivientes. Un hombre, fuera de sí, se arrojó al agua, y cuando los muchachos lo sacaron volvió a tirarse otra vez. No lejos de Marienbrúcke, Bodo observó unas cercas de alambre de púas, en las que se advertían restos humanos colgando, lo cual había sido originado sin duda por las explosiones de las bombas. El espectáculo era horripilante.
Hacia el mediodía Bodo y varios amigos entraron en un edificio parcialmente en llamas para ver si hallaban algo de comida. En el piso superior encontraron una botella de coñac. Cuando estaban bebiendo, las llamas se reavivaron y les cortaron la salida. Mientras los muchachos echaban una cuerda por una ventana, para escapar, comenzaron a caer las primeras bombas de los aviones norteamericanos. En aquella parte de la ciudad no había alarma aérea, y Bodo vio a un grupo de unos cincuenta ancianos sentados en un patio, como si no ocurriese nada. Rodeados de algunas pertenencias, permanecían inmóviles, mirando fijamente hacia delante. Pero cuando los muchachos pasaron junto a ellos, les tendieron implorantes los brazos, y uno gritó:
– ¡Llevadme con vosotros!
El estallido de las bombas obligó a Bodo a guarecerse detrás de una garita de cemento. Con una mano aferraba todavía la botella de coñac, y se preguntó cómo se las habría arreglado para bajar con ella por la cuerda. Una bomba hizo explosión no muy lejos, y el suelo se estremeció pavorosamente.
Los «Mustang», en busca de blancos secundarios, picaron hacia la multitud que huía a lo largo de las orillas del Elba. Los jóvenes reconocieron la silueta de los aviones, gritaron advirtiendo a los demás y corrieron a buscar refugio. Pero los adultos siguieron corriendo a campo abierto, y muchos fueron abatidos por las balas de los aviones. Otros «Mustang» se lanzaron sobre los camiones, los carros y las riadas de refugiados que escapaban de la ciudad por las carreteras principales.
Una vez que los norteamericanos se hubieron marchado, Annemarie Friebel y su madre decidieron alejarse de Dresde todo lo posible. Junto con un amigo, cargaron unos pocos enseres en una camioneta, colocaron la criatura y otros niños encima, y se unieron a los millares de personas que iniciaban el éxodo hacia el sur. La interminable columna se desplazaba lentamente, sin precipitaciones ni histerismos.
Hans Koehler y su padre tiraban de un carromato que habían llenado con pertenencias familiares rescatadas de su piso. Hans se detuvo de pronto y dijo que su deber era permanecer junto a los bomberos. Su padre aprobó la decisión.
De regreso a la ciudad antigua, Hans pasó ante una tienda de carnicero, incendiada, y viendo que las salchichas se estaban asando en los estantes, cogió una larga ristra y siguió su camino. Observó luego a un hombre que trataba de borrar con el pie una inscripción escrita sobre una acera que decía: «¡Gracias, querido Führer!» En el exterior de la fábrica de cigarrillos, vio a varios soldados disparando sobre dos hombres que habían llenado unos sacos de cigarrillos, los cuales por milagro no habían ardido, y que se desparramaron ahora por la calzada, a consecuencia de la huida de los hombres. A continuación Hans pasó ante una gran casa de pisos en cuya fachada una persona previsora había escrito: «Estamos vivos, sáquennos del sótano.» Las cuadrillas de salvamento estaban tratando de llegar hasta ellos, pero el calor era excesivo y dificultaba las operaciones.
Por fin Hans llegó hasta la ciudad antigua. Si ésta le había impresionado anteriormente, ahora se aparecía ante él como un caos de escombros calcinados que despedían un olor pestilente. El famoso teatro de la Opera, donde por vez primera se había puesto en escena Tannhäuser, estaba convertido en una fulgurante antorcha. El palacio Zwinger, uno de los más hermosos ejemplos de arquitectura barroca, no era más que una ruina humeante, lo mismo que el castillo y el Hofkirche. El Kreuzkirche, con su cúpula envuelta en humo, aparecía milagrosamente intacto.
En la semiderruida comisaría, Hans recibió la orden de llevar un mensaje. Cogió la bicicleta, y al regresar, después de cumplida la orden, uno de los policías le acusó de sabotaje, asegurando que perdía el tiempo intencionadamente. Hans se echó a llorar, jurando que no era así, y en seguida salió a la calle. Halló la Lindenauplatz sembrada de cadáveres, los vestidos de los cuales aparecían quemados o habían volado con las explosiones. Cerca de la entrada de unos lavabos públicos vio a una mujer que yacía desnuda sobre un abrigo de pieles. Algo más allá descubrió los cadáveres de dos niños, abrazados estrechamente. Cerca de Seidneter, varios centenares de personas aparecían ahogadas en una charca no muy profunda.
Una mujer avanzó hacia Hans, arrastrando trabajosamente un bulto envuelto en una sábana. Dentro vio el muchacho los restos de un hombre, probablemente el esposo. Cuando pasaba ante Hans, del bulto cayeron una pierna y dos brazos. La mujer se echó a reír, y aún seguía riéndose cuando Hans se puso a correr, alejándose de allí.
Vio también a otras gentes que llevaban restos de los seres queridos, buscando en su extravío un lugar donde enterrarlos. Por fin llegó al Grosser Garten. Algunos de los árboles más robustos habían sido arrancados de cuajo. Otros estaban desgajados o cortados limpiamente en dos. La hierba aparecía cubierta de cuerpos. Muchos parecían dormidos, pero estaban todos muertos. Cuando los levantaban del suelo, sus miembros pendían fláccidos, como si estuvieran dislocados. Esparcidos entre la gente se veían también los cuerpos de los animales del zoológico. Entre las ramas de un arbusto apareció un leopardo muerto, justamente encima de dos mujeres desnudas, tendidas en el suelo. Sintiéndose repentinamente exhausto, el muchacho regresó hacia las ruinas de lo que había sido su hogar. Detrás de él quedaban setecientas hectáreas de terreno totalmente devastado, casi tres veces el daño sufrido por Londres durante toda la guerra.