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– ¡Acepte mi plan, o reléveme del mando! -gritó al fin Steiner.

– ¡Haga lo que le parezca! -contestó airadamente Guderian, y colgó violentamente el auricular.

En la mañana del 16 de febrero, Steiner abandonó su cuartel general, situado en un vagón de ferrocarril, y se trasladó al sur, hasta una finca que dominaba el Stangard, a unos sesenta y cinco kilómetros al nordeste de Wugarten. Allí se encontraría cerca del lugar donde iba a iniciarse el ataque. Al anochecer todas las carreteras de los alrededores del Stargard se hallaban atestadas de columnas de vehículos blindados. Llegaban al lugar cañones, carros de asalto y camiones, a fin de que estuviesen a punto para el asalto del amanecer siguiente. Se leyó a las tropas una urgente proclama del comandante títere del Grupo de Ejército Vístula, reichsführer Himmler, que decía: «¡Adelante! ¡Adelante sobre el barro! ¡Adelante sobre la nieve! ¡Adelante en la noche! ¡Siempre adelante, para liberar el suelo del Reich!»

Ocultando su pesimismo, Steiner hizo pintar unos letreros que rezaban: «¡AQUÍ ESTA EL FRENTE ANTIBOLCHEVIQUE!», y animó personalmente a cada uno de sus comandantes de división.

– Este año estaremos de nuevo en el Dniéper -dijo Steiner, palmeando afectuosamente en la espalda al coronel León Degrelle, comandante de una división de voluntarios belgas. Su ataque desde el norte, en conjunción con otro del sur, añadió Steiner, acabaría con la punta de lanza de Zhukov. Al principio Degrelle pensó que el plan era teatral, excesivamente audaz. Luego advirtió el serio semblante de los oficiales de Estado Mayor de Steiner, mientras hacían los preparativos de última hora, y pensó que así debió haber ocurrido en Montmirail, cuando Napoleón lanzó su ataque final.

Degrelle era el jefe de un partido político de Bélgica. Era un hombre apasionado, de treinta y ocho años de edad, prototipo del millón de voluntarios no alemanes que pensaban que el futuro de Europa se hallaba en esos momentos en juego. Sus enemigos belgas le llamaban fascista y nazi, pero él no se consideraba ninguna de las dos cosas. El partido que dirigía representaba para él la reacción contra la constante corrupción. Era un movimiento de renovación política y de justicia social; una batalla contra la incompetencia, la irresponsabilidad y la incertidumbre.

Cuando Hitler invadió Rusia, en 1941, Degrelle dijo a sus camaradas que el pueblo de los países conquistados, como Bélgica y Francia, debería ir voluntario a las legiones de Hitler, y tomar parte activa en la lucha contra el bolchevismo. Sólo de una hermandad semejante podría surgir una nueva Europa. Su fanatismo iba aún más allá: sostenía que a menos que los no alemanes se uniesen en la lucha santa contra los bolcheviques, carecerían de voz y voto en la Nueva Europa, y Alemania adquiriría demasiado poder. Degrelle se alistó entonces como soldado, aunque le ofrecieron una alta jerarquía militar.

– Veré a Hitler -dijo a sus seguidores-, cuando coloque en mi pecho la Cruz de Hierro. En ese momento habré ganado el derecho de hablar con él de igual a igual. Y entonces le preguntaré: «¿Va usted a hacer una Europa Unida, o sólo una Alemania poderosa?»

En los cuatro años que pasó luchando en el frente, Degrelle fue herido siete veces, y cuando al fin ganó la Cruz de Caballero, cumplió su promesa de hablar a Hitler sobre la Europa Unida. El Führer escuchó al impulsivo Degrelle y le aseguró que al cabo de una generación todos los jóvenes de Europa se conocerían entre sí y serían como hermanos. Rusia sería un extenso laboratorio, poblado por todos los jóvenes de Europa, que vivirían unidos por sus experimentos.

Degrelle volvió a hablar con Hitler en ocasiones posteriores, y el Führer siempre le escuchaba indulgentemente. En una de las entrevistas, hizo notar afectuosamente:

– Si tuviera un hijo, me gustaría que fuera como usted.

La relación entre ambos hombres se hizo tan estrecha que una vez Degrelle le dijo:

– He oído con frecuencia a la gente llamarle lunático. Hitler se echó a reír y contestó:

– Si fuera como los demás, me sentaría en un café a tomar cerveza.

Al amanecer del 16 de febrero Degrelle condujo a sus hombres a pie, hasta el campo de batalla. Después de tomar la colina que constituía su objetivo, trepó a un nido de ametralladoras para observar el ataque principal, que realizarían los carros de asalto de Steiner. Cuando los «Tigres» y «Panteras» comenzaron a avanzar sobre la nieve, Degrelle pensó que el ímpetu de los años anteriores se había desvanecido. Los tanques avanzaban cautelosamente hacia los bosques. Vio a varios carros de asalto germanos estallar envueltos en llamas antes de llegar a su objetivo, pero el resto desapareció entre los árboles, y unos minutos más tarde reaparecieron al otro lado, haciendo retroceder a los soldados del Ejército Rojo. A continuación penetró la infantería alemana en el bosque. Ese era el momento decisivo. Si avanzaban con energía, las posiciones quedarían consolidadas. Pero los alemanes retrocedieron y Degrelle sintió que le invadían la decepción y la ira.

Steiner sólo había avanzado trece kilómetros al anochecer y aunque el 68° Ejército de Zhukov se retiraba, lo hacía lenta y ordenadamente. Poco después de medianoche, Degrelle recibió la orden de ir a informar personalmente al cuartel general del 11.° Ejército. Stargard ya estaba ardiendo, como consecuencia del bombardeo de la artillería soviética, cuando Degrelle ascendió en su coche hasta la cima de la colina donde se hallaba el cuartel general de Steiner. Se quedó unos instantes en el jardín de la finca, mirando hacia abajo, a la ciudad en llamas, con las torres de sus medievales iglesias luteranas proyectando sus sombrías siluetas contra un cielo rojo. «Pobre Stargard», pensó Degrelle. Las austeras torres protestantes del Este eran hermanas de las altas torres católicas de San Rombaut, en Malinas, y de las del Campanario, de Brujas. Degrelle comprendió que aquella tragedia era su propia tragedia, y comenzó a llorar.

La batalla adquirió gran intensidad al día siguiente, 17 de febrero. Un puñado de «Stukas» hizo varias pasadas sobre la enorme masa de tanques que los rusos lanzaban a la batalla. Centenares de ellos se incendiaban, pero centenares también proseguían adelante sobre la nieve. A pesar de ello, Steiner seguía avanzando obstinadamente, y al anochecer había causado una situación tan peligrosa en el flanco de Zhukov, que se solicitó el auxilio de dos ejércitos soviéticos de carros de asalto que se encaminaban hacia Berlín.

En las últimas horas de la noche, Wenck recibió la orden de regresar inmediatamente a Berlín para informar a Hitler sobre los progresos realizados. Amanecía cuando el agotado Wenck abandonó la cancillería del Reich. Estaba impaciente por regresar al frente para supervisar la operación del Tercer Ejército Panzer, que debería comenzar dos horas y media después, por lo cual dijo a su chófer, Hermann Dorn, que se dirigiese a Stettin.

Wenck llevaba tres noches y sus días sin dormir. Por el camino Dorn detuvo el gran «BMW» a un lado de la carretera.

– Herr general -dijo-. Me estoy durmiendo.

– Tenemos que llegar al frente -manifestó Wenck, y se puso al volante del vehículo.

Mientras avanzaba a noventa kilómetros por hora por la oscura autopista, Wenck se llevó un cigarrillo a la boca y masticó el tabaco para mantenerse despierto. Pero una hora después quedose dormido conduciendo, y el auto se estrelló contra los pilares de un puente de ferrocarril. Dorn y un comandante que también dormía en el asiento posterior, se vieron arrojados del coche y cayeron en el terraplén de la vía férrea, mientras que Wenck quedó inconsciente al volante del automóvil, que se incendió y las balas de algunos fusiles ametralladores que había en el asiento trasero comenzaron a estallar. El ruido hizo volver en sí a Dorn, el cual, aunque mal herido, ascendió por el terraplén penosamente, rompió el cristal de una ventanilla y extrajo del interior del coche a Wenck, cuyo uniforme estaba ardiendo. Dorn quitó a su jefe la guerrera y le hizo rodar por el suelo para apagar el fuego.