Cuando Wenck recuperó el conocimiento, se hallaba sobre una mesa de operaciones, con el cráneo fracturado, cinco costillas rotas y numerosas contusiones. Sin él, se desvanecía cualquier posibilidad de éxito del contraataque.
2
El otro ataque que debía empujar el flanco izquierdo de Zhukov hacia el sur, nunca llegó a efectuarse. Los efectivos que debían llevarlo a cabo se contentaron con resistir los embates de los rusos. Cuando éstos entraron en la ciudad de Bunzlau, situada a ciento veintinueve kilómetros en línea recta al este de Dresde, el aspecto que ofrecía la tropa era realmente exótico y pintoresco. Sobre los sucios tanques «Stalin» y «T-34», una serie de soldados con los uniformes manchados de grasa bebían y cantaban alegremente sentados sobre alfombras de vivos colores. Luego venía una caravana de cañones pesados, cuyos servidores, sentados en cojines bordados, tocaban alegres aires en armónica y acordeones, sustraídos a los alemanes. Detrás avanzaba un coche veterano adornado con farolillos de papel y atestado de jóvenes oficiales, armados hasta los dientes, que usaban sombrero de copa y portaban paraguas abiertos. Con solemnidad de borrachos, los oficiales miraban a los soldados a través de unos impertinentes que se habían agenciado. Otro vehículo llevaba la capota echada hacia atrás, y en él un grupo de soldados rasos reía y lanzaba pullas a sus compañeros. Un capitán ruso, Mikhail Koriakov, perteneciente a las fuerzas aéreas, pero relegado a la infantería por haber asistido a una misa de Réquiem en la iglesia de un pueblo, observaba estas escenas con desagrado. Los puestos de control, establecidos para mantener el orden, hicieron caso omiso del carnavalesco desfile, y los oficiales que iban de un lado a otro en «jeeps» americanos se hallaban demasiado ocupados, por lo que podía verse, para darse cuenta de lo que ocurría. Sólo un oficial de alta graduación -un coronel- trató de detener aquella orgía ambulante…, pero también él estaba bebido. El coronel detuvo una camioneta cargada de gallinas robadas, entre las que iba también un cerdo, y sacó de dentro a un soldado que portaba un gran sombrero de señora adornado con flores.
– ¿De modo que te gustan las gallinas, eh?-dijo el vacilante coronel, agitando un puño ante el rostro del muchacho-. ¿No estás enterado de la orden del diecinueve de julio, del camarada Stalin?
El soldado estaba al corriente del estricto código a seguir por las tropas en territorio alemán, y permaneció mudo.
El coronel se apoderó de una gallina que colgaba de un faro del vehículo y golpeó con ella en la cabeza al soldado, al tiempo que añadía:
– ¡Yo te enseñaré a respetar las órdenes del camarada Stalin! Luego se dirigió tambaleándose hacia su «jeep», donde se advertía una garrafa llena de vino.
En Bunzlau, Koriakov se encaminó hacia una pequeña plaza para rendir un homenaje a la estatua del general Kutuzov, el héroe ruso que murió allí mientras perseguía a las tropas napoleónicas. Grabada en mármol se leía la siguiente inscripción, tributo de los alemanes:
El príncipe Kutuzov-Smolensky condujo a las victoriosas tropas
rusas hasta este lugar. Liberó a Europa de la opresión y a su
pueblo de la esclavitud. Aquí la muerte puso fin a sus gloriosos
días. Su memoria perdurará eternamente.
Koriakov pensaba con tristeza en lo mucho que habían cambiado los rusos, cuando oyó un grito y vio a una muchacha que corría hacia él con el vestido desgarrado y las medias cayéndole sobre los tobillos. La chica se detuvo junto al capitán y le miró con gesto suplicante. Dos soldados, con los cascos negros de los servidores de tanques, se aproximaban corriendo detrás de ella. Al acercarse al capitán le sonrieron alegremente, como para que se uniese a su diversión.
– ¿Sois del Tercer Ejército?-inquirió Koriakov.
Los soldados contestaron afirmativamente, llenos de orgullo. Su comandante, el general Rybalko, había jurado vengar a su hija, la cual había sido raptada por los alemanes. Al llegar a la frontera del Reich, Rybalko dijo a sus hombres:
– ¡Ha llegado el momento tan esperado! ¡La venganza está a nuestro alcance! ¡Todos tenemos motivos personales para vengarnos: mi hija, vuestras hermanas, nuestra Madre Rusia, la devastación de nuestras tierras!
Este ejército siempre dejaba atrás un rastro de sangre. Koriakov preguntó a los soldados qué querían de la muchacha. Uno de ellos dijo que iban a llevarla a trabajar en la cocina de la compañía.
– No irá con vosotros -dijo el capitán, con firmeza.
Uno de los soldados -un sargento borracho- cogió a la chica por el brazo.
– También nuestros oficiales están esperando que la llevemos -exclamó.
Pero Koriakov no se dejó intimidar y el sargento soltó de mala gana a la muchacha; mientras se alejaba alcanzó a murmurar:
– ¡Rata de cuartel general!
El incidente hizo recordar a Koriakov una conversación que había sostenido recientemente con un herrero polaco.
– ¿Por qué tiene que existir la guerra en el mundo, capitán?-inquirió el polaco-. Ya van seis años de esto. Llegó desde Alemania, directamente hasta aquí. Se fue luego a Rusia, para llegar al Volga, y de nuevo ha vuelto a estas tierras. Ahora llega hasta el corazón de Alemania, a Berlín y Dresde. ¿Por qué? La mitad de Rusia está destruida. Alemania se halla en llamas, y seguirá ardiendo hasta que no quede nada.
La respuesta era sencilla, para Koriakov: los alemanes habían arrasado a Rusia, asesinando a millares de mujeres, niños y ancianos con increíble ferocidad. Ahora los rusos, inflamados por consignas como las de Ílya Ehrenburg, «Dos ojos por cada ojo» y «Un río de sangre por cada gota de sangre», estaban ajustando las cuentas a los alemanes.
Hasta el mismo Stalin pareció mostrar preocupación ante aquellos actos de brutalidad. «Los Hitler aparecen y desaparecen -manifestó una vez-. Pero el pueblo alemán sigue subsistiendo.»
Su preocupación quedó así consignada el 9 de febrero, en un artículo de fondo aparecido en el periódico Estrella Roja:
«Ojo por ojo y diente por diente» es un antiguo aforismo. Pero no debe tomarse al pie de la letra. Si los alemanes robaron y ultrajaron a nuestras mujeres, eso no quiere decir que nosotros debamos hacer lo mismo.
Esto nunca ha sucedido, y nunca deberá suceder. Nuestros soldados no deben permitir que algo semejante ocurra, no por consideración al enemigo, sino por su propio sentido de dignidad personal… Debe entenderse que cada infracción a la disciplina militar sólo contribuye a debilitar al victorioso Ejército Rojo…
»Nuestra venganza no es ciega. Nuestra ira no es irracional. En un acceso de cólera puede destruirse una fábrica en el territorio enemigo conquistado. Una fábrica que puede tener valor para nosotros. Tal actitud sólo puede beneficiar al enemigo.»
Cinco días más tarde, las críticas a la propaganda de Ehrenburg surgían de una fuente igualmente importante. El dirigente y teórico del Comité Central, G. F. Alexandrov, en un artículo del Pravda titulado «el camarada Ehrenburg simplifica las cosas excesivamente», declaró que era antimarxista y poco cuerdo pensar que todos los alemanes eran nazis, y que debían ser tratados como seres infrahumanos. «Hay buenos alemanes, decía Alexandrov, y los soviéticos tendrán que colaborar con ellos después de la guerra.»
Pero artículos como éste tenían escaso efecto sobre las tropas que combatían en el frente, y poco después de su publicación, un buen amigo de Koriakov, llamado Stoliarov, el cual era un hombre apacible, sugirió que incendiasen un gran depósito de herramientas.