– ¿Estás loco?-exclamó Koriakov-. ¿Para qué quieres incendiarlo?
– ¿Para qué?-dijo Stoliarov, con el rostro congestionado-. ¡Para vengarnos! ¡Ellos quemaron lo nuestro, y nosotros tenemos que quemar ahora lo de ellos!
3
Cuatro días después de la triple incursión contra Dresde, algunas zonas de la ciudad seguían humeando, y millares de hombres, entre los cuales se contaban prisioneros de guerra ingleses, se dedicaban al salvamento de los escasos supervivientes.
Joachim Barth, un muchacho de quince años, vagaba solo por la ciudad, llevado en gran parte por la curiosidad. Vestido con un abrigo de chica y arrastrando los pies, calzados con zuecos, miraba con morbosa fascinación a los hombres que quemaban un montón de cadáveres, con lanzallamas, en el centro de la plaza Altmark. Vio cómo a un hombre y una mujer, a los que habían sorprendido robando pulseras, anillos y relojes de los cadáveres, los colocaban contra una pared y los fusilaban. El joven Bodo Baumann se hallaba ante la estación de la ciudad antigua, ayudando a colocar cadáveres en un gran montón de unos cien metros de largo, diez de ancho y tres de altura. Millares de cuerpos fueron colocados en lanchones y se los envió río abajo. A otros los llevaban a Brühler Terrassen, donde los quemaban con lanzallamas. El resto de los cuerpos se cubrían con paja, arena y cascotes, para que los supervivientes no los viesen.
Una vez que la zona de la estación quedó despejada, Bodo y su destacamento fueron enviados al Grosser Garten, para que se deshicieran de más de diez mil cadáveres. Era una tarea horrible, al tener que manejar los cuerpos con las manos desnudas. Pero lo que causaba a Bodo mayor repugnancia era el dulzón olor de la carne quemada, mezclado con el humo y el hedor de los restos corrompidos.
En las primeras horas de la mañana Hans Koehler regresó a Dresde con su padre. Cuando se disponían a cruzar un puente que llevaba hacia la ciudad antigua, un hombre les dijo:
– No vayan. Están metiendo a todo el mundo en el Volkssturm.
– Es mejor que te dirijas al Oeste, hacia las líneas americanas dijo herr Koehler a su hijo-. Luego puedes esperar allí hasta que todo haya terminado.
Padre e hijo se abrazaron en señal de despedida, y el joven inició la marcha hacia el Oeste, sin dinero ni alimentos, y bajo una llovizna helada.
Goebbels trató de utilizar la matanza de Dresde para suscitar la indignación en Suiza, Suecia y otros países neutrales. Pero el bombardeo le proporcionaba algo más que una ocasión para hacer propaganda. En la conferencia que sostuvo con los jefes de su departamento, el 18 de febrero, Goebbels declaró con acento emocionado que la Convención de Ginebra «había perdido todo significado, cuando los pilotos enemigos mataban a cien mil personas no combatientes en apenas dos horas». Los alemanes, manifestó Goebbels, no habían tomado represalias sobre las dotaciones de los aviones enemigos derribados, por sus «tácticas terroristas», a causa de lo estipulado en la Convención. Pero si ésta perdía su valor, podía evitarse otro Dresde solamente con la ejecución de los aviadores ingleses y americanos, bajo el cargo de haber «asesinado a civiles». [18]
La mayoría de los que escuchaban a Goebbels se opusieron a sus razones, especialmente Rudolf Semmler, el cual advirtió «el enorme riesgo que supondría un acto semejante, y las represalias que se llevarían a cabo con nuestros soldados prisioneros del enemigo».
Goebbels ignoró esta advertencia, y ordenó a su ayudante de Prensa que averiguase la cantidad de pilotos aliados que tenían en su poder, y los alemanes que los aliados tenían prisioneros. Semmler inició de nuevo una protesta, pero el ayudante de Goebbels le dio una discreta patada por debajo de la mesa, y el otro tuvo que callarse la boca.
Aquella misma noche Goebbels llevó el asunto al Führer, el cual estuvo de acuerdo en principio, pero le dijo que esperase antes de tomar una decisión final. Por fortuna, Ribbentrop y otros jefes alemanes lograron disuadir al Führer de este propósito.
4
Mientras tanto, otros alemanes trataban de hallar la paz, en lugar de buscar venganza, y el 18 de febrero aparecieron en dieciocho periódicos de cuatro naciones europeas las noticias referentes a las negociaciones. Las relativas a España y Portugal no eran verdaderas, pero las de Suecia y Suiza eran fruto de la reciente entrevista de Berlín, en la que Hitler, con su silencio, dio al general Wolff y a Ribbentrop la impresión de que deseaba concertar la paz con Occidente.
No era extraño que Wolff y el ministro de Asuntos Exteriores tratasen de llevar a cabo el mismo cometido con independencia el uno del otro. Himmler y Ribbentrop habían sido rivales durante muchos años -desde los días de Munich, Hitler había procurado enfrentar entre sí a sus subordinados, para impulsarles a una mayor competencia-, pero ambos compartían una peculiaridad física: a la menor palabra de censura del Führer, los dos se enfermaban del estómago. Su rivalidad se centraba ahora sobre las negociaciones de paz, y había llegado a ser tan intensa que casi se trataba de un estado de guerra entre ambos departamentos estatales.
Unidos a estos tanteos destinados a lograr la paz, se hallaban las negociaciones con las que los dos ministros procuraban salvar a los prisioneros encerrados en los campos de concentración. Los esfuerzos de Himmler en tal sentido no se debían a un sentimiento humanitario, sino a una especie de extorsión, pues era evidente que algunos millones de vidas podían constituir un factor importante en una paz negociada. Himmler se vio respaldado en su tarea por dos hombres. Uno de ellos era su masajista, el doctor Félix Kersten. Nacido en Estonia, en 1898, carecía de título médico. Era un hombre de afable aspecto y boca sensual. Bajo y rechoncho, se movía pesadamente, pero se hizo tan conocido con su «terapéutica manual», que los grandes de Europa solicitaban a menudo sus servicios. Poco antes de la guerra, Himmler se vio aquejado por unos fuertes dolores de estómago, agravados probablemente por la batalla que se libraba en su interior. Kersten fue llamado para que tratase al reichsführer, y lo hizo con tal éxito que Himmler llegó a depender de él por completo, posteriormente. Kersten ya había utilizado su influencia para salvar a cierto número de personas condenadas a muerte en un campo de concentración. «Con cada masaje que me da -explicó Himmler en cierta ocasión-, Kersten me arrebata una vida ajena.»
El segundo hombre era el jefe de espionaje de Himmler, el SS brigadeführer (general de brigada) Walter Schellenberg. Este era partidario de todo lo que hacía Kersten, y acababa de convencer a Himmler de que unas demostraciones de humanidad con los prisioneros políticos y de guerra, probarían al mundo que Himmler no era un monstruo.
Aunque subordinado oficialmente al SS general doctor Ernst Kaltenbrunner, jefe del RSHA y segundo de Himmler, Schellenberg había dispuesto las cosas hábilmente, y ahora trataba directamente con Himmler. Schellenberg era un hombre bajo, de buen aspecto, que tenía treinta y tres años y había sido educado en un colegio de jesuitas. Desde tiempo estaba convencido de que Hitler llevaba al Reich a la ruina, e incansablemente exhortaba a Himmler a que explorase cualquier posible oportunidad de paz.
No era ésta una tarea sencilla, puesto que las negociaciones debían realizarse sin el conocimiento de Hitler. Por otra parte, Kaltenbrunner era un nazi convencido, que desconfiaba de Schellenberg, y que continuamente urgía a Himmler a no de dejarse envolver en planes que podían provocar el desagrado de Hitler… o algo peor. Estas advertencias adquirían mayor peso a causa de la formidable apariencia de Kaltenbrunner, el cual era un hombre de un metro noventa de estatura, con una gran frente achatada y ojos penetrantes, un corte de sable sobre una de sus cadavéricas mejillas, macizas espaldas, y brazos largos y oscilantes, como los de un mono. Nacido en 1903, no lejos del lugar donde viniera al mundo el propio Führer, Kaltenbrunner procedía de una familia de fabricantes de guadañas. Su padre había terminado con la tradición familiar al convertirse en abogado, y el hijo hizo lo mismo. A los veintinueve años se afilió al Partido Nazi austríaco, y con diligencia y perseverancia llegó hasta aquel puesto prominente, al que aportó su lógica de abogado y su mediocridad.
[18] El bombardeo de Dresde no sólo fue criticado por los alemanes y los neutrales, sino también por los mismos Aliados. Tres días después de las incursiones, C. M. Grierson, comodoro de la R.A.F., declaró a los periodistas en una conferencia del Alto Mando Aliado en París, que la Aviación proyectaba bombardear grandes centros de población en una tentativa de destruir la economía alemana. Grierson se refirió a las acusaciones alemanas de "bombardeos terroristas", y en la mañana siguiente, el despacho de la
"Los jefes aliados de la Aviación han tomado la decisión largamente esperada de adoptar los bombardeos terroristas de los grandes centros alemanes de población, como implacable expediente para acelerar la caída de Hitler…"
Esta noticia provocó en Gran Bretaña una controversia que alcanzó su punto culminante dos semanas después, cuando en la Cámara de los Comunes, Richard Stokes denunció el bombardeo planificado de las grandes ciudades. Citó entonces una reciente noticia del
"¿Qué ocurrió en la noche del 13 de febrero? Había un millón de personas en Dresde, incluidos los seiscientos mil evacuados del Este. El violento fuego que se extendió irresistiblemente por las estrechas calles provocó la muerte de gran número de personas por falta de oxígeno."
Stokes hizo notar sarcásticamente a continuación: "Cuando oigo hablar al ministro [el secretario de Estado para la Aviación, sir Archibald Sinclair] del "incremento de la destrucción", no puedo menos que pensar: ¡Qué magnífica expresión para un ministro del Gobierno, en esta etapa de la guerra!" Stokes se refería a continuación al Informe de la A. P. basado en la conferencia de Prensa de Grierson, y se preguntaba si los "bombardeos terroristas" serían desde ese momento la política habitual del Gobierno.
Estas frases provocaron gran impresión en la conciencia de los occidentales, al punto que Churchill se sintió impulsado a escribir una nota al general Hastings Ismay y al jefe del Estado Mayor del Aire, sir Charles Portaclass="underline"
Según parece, Churchill olvidaba que había sido él quien motivó la incursión contra Dresde, con su irónica y violenta nota a Sinclair. Una vez que Portal hubo leído la anterior nota del Primer Ministro, le recordó que no podía culparse al Comando de Bombardeo por ejecutar con fidelidad las consignas del Gobierno.
Churchill retiró el comunicado y redactó otro, cambiando el término "bombardeo terrorista" por "zona de bombardeo", y sin hacer alusión a Dresde, hizo notar con muy buen criterio: "Debemos procurar que los ataques no nos perjudiquen más a nosotros, a la larga, que al esfuerzo bélico actual del enemigo."