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Su jefe, Himmler, se había opuesto al principio a la matanza de judíos, y confesó posteriormente a Kersten que «el exterminio de gente es un acto antigermánico». La violencia repugnaba al reichsführer -a pesar de haber ordenado el fusilamiento de su propio sobrino, por homosexual-, y la primera vez que presenció una ejecución se sintió enfermo y se puso a vomitar. Sólo su creencia casi mística en la razón que presidía todos los actos del Führer, así como el profundo temor que éste le inspiraba, le hacían permanecer hoscamente imperturbable en las ejecuciones, hasta que la última víctima se desplomaba sobre el suelo. En unas notas que preparó previamente a una conferencia que dio a algunos oficiales de la Wehrmacht, Himmler escribió con su sinuosa caligrafía: «Ejecución de todos los presuntos dirigentes de la Resistencia. Es algo duro, pero necesario… Debemos ser rigurosos, es nuestra responsabilidad ante Dios.» Este hombre, pusilánime por naturaleza, y a veces jocoso, pero siempre torturado, terminó al fin por aceptar la violencia como una forma de vida, hasta llegar a convertirse en el mayor verdugo del mundo. En 1943 declaró ante un grupo de generales de las SS:

«Entre nosotros podemos mencionarlo con franqueza, pero no debemos hablar de ello públicamente… Me refiero a la limpieza de judíos, al exterminio de la raza judía… La mayoría de ustedes sabe lo que significa un centenar de cadáveres yaciendo en un montón, o bien quinientos, o un millar. El llevar esto a cabo, y al mismo tiempo (aparte de excepciones originadas por la debilidad humana) seguir siendo personas decentes es lo que nos ha hecho tan curtidos. Esta es una página gloriosa de nuestra historia, una página que nunca se ha escrito ni volverá a escribirse jamás.»

Un año más tarde, Himmler habló así a unos funcionarios de Posen, acerca de las dificultades que presentaba el exterminio de los judíos:

«Nos vemos forzados a sacar la triste conclusión de que este pueblo ha de desaparecer de la faz de la tierra. La organización de esta tarea ha sido hasta ahora nuestro cometido más difícil, pero la hemos realizado sin que -espero, caballeros, que sea posible decir esto-sin que nuestros dirigentes y sus seguidores hayan sufrido daño alguno, tanto en su mente como en su espíritu. El peligro era considerable, pues sólo hay una distancia muy corta entre Escila y Caribdis, y existía el peligro de que se convirtieran en rufianes implacables, incapaces de apreciar el valor de la vida humana, o bien de que se volvieran pusilánimes, y sufrieran colapsos nerviosos… Eso es todo lo que deseo decir del problema judío en estos momentos, y es mejor que lo reserven para ustedes mismos. Tal vez más adelante, bastante más adelante, podamos pensar en revelar al pueblo alemán algo más acerca de este asunto. Pero creo más oportuno que no sea así. Somos nosotros los que hemos cargado con esta responsabilidad, la responsabilidad de un acto y también de una idea, y considero más adecuado que llevemos con nosotros este secreto a nuestras tumbas.»

A pesar de tales palabras, Himmler era un hombre constantemente torturado por los horrendos crímenes que se veía obligado a cometer.

– Es la maldición de la grandeza, que debe pasar sobre cuerpos sin vida, para crear una nueva existencia -dijo a Kersten, poniendo como ejemplo a los norteamericanos, que habían exterminado implacablemente a los indios-. Por lo tanto, debemos crear una nueva vida, debemos limpiar nuestro suelo, o nunca dará buen fruto. Esta carga será para mí muy dura de soportar.

La carga de los asesinatos en masa, en efecto, se hizo tan pesada que las convulsiones de su estómago aumentaron de intensidad, colocando a Himmler, cada vez más, bajo la influencia del único hombre que podía proporcionarle alivio, el doctor Kersten. Y éste, en esos momentos, junto con Schellenberg, utilizaba su poder para salvar a los judíos que aún no habían sido asesinados. Seguidor nato, Himmler se veía obligado a actuar por propia iniciativa; discípulo fiel, sentía la tentación de traicionar a su jefe; cobarde por naturaleza, se veía inspirado sobre las graves consecuencias que podían tener tales actos, y vacilaba entre la influencia del pequeño y afable Schellenberg y la del enorme Kaltenbrunner, constantemente angustiado por las indecisiones. Recientemente Schellenberg había ganado en la contienda, y persuadió a Himmler para que se entrevistase en secreto con Jean-Marie Musy, expresidente de Suiza. Musy prometió pagar una bonificación en francos suizos por cada judío liberado, y dijo que procuraría también predisponer mejor al mundo hacia Alemania. Himmler accedió de buen grado a enviar mil doscientos prisioneros judíos a Suiza, cada dos semanas.

Uno de los subordinados de Ribbentrop, el doctor Peter Kleist, también inició negociaciones con el Congreso Mundial Judío, y se había entrevistado ya con Gilel Storch, uno de los miembros más importantes de aquella entidad. En su primera entrevista, celebrada en un hotel de Estocolmo, Storch propuso que se estudiase la liberación de unos 4.300 judíos de diversos campos de concentración.

El negociar sobre seres humanos era algo que repugnaba a Kleist, el cual afirmó que hasta a un semicivilizado centroeuropeo le costaba prestar su nombre a semejante empresa. Afirmó luego que lo único que le interesaba era una solución a la guerra, que no provocase la ruina de Alemania.

– Esta no es una transacción de negocios -manifestó Storch-, sino un convenio para salvar vidas humanas.

– Ni quiero ni deseo verme envuelto en semejante «convenio», que me parece sucio y repulsivo -contestó Kleist-. Tampoco me parece posible solucionar la totalidad del problema judío, por medio de semejantes operaciones.

Afirmó a continuación que eso sólo podía conseguirse por medios políticos. En su lucha contra el antisemita Tercer Reich, Roosevelt se veía impelido por influyentes hombres de negocios judíos, como Morgenthau, manifestó Kleist, lo cual, junto con la fórmula de rendición incondicional, era lo que intensificaba el antisemitismo de los alemanes. El resultado era que todo el judaísmo resultaría aniquilado, junto con Europa, quedando el continente en manos de los bolcheviques.

– Si la salvación del judaísmo sirve para salvar a Europa -prosiguió diciendo Kleist-, en tal caso el «trato» bien vale que arriesgue mi propia vida.

– Tiene usted que hablar con Ívar Olson -declaró Storch-. Es un diplomático norteamericano de la embajada de Estocolmo, que desempeña el cargo de consejero personal del presidente Roosevelt para el Comité de Refugiados de Guerra del Norte y el Oeste de Europa. Mantiene contactos directos con el presidente.

Pocos días después Storch, visiblemente excitado, dijo a Kleist que el presidente Roosevelt deseaba redimir la vida del millón y medio de judíos que había en los campos de concentración, por procedimientos «políticos». Eso era justamente lo que deseaba Kleist, una solución política a la guerra, y la noticia le llenó de un gozo tal que repitió exactamente las palabras de Storch al conde Folke Bernadotte, vicepresidente de la Cruz Roja sueca. Sin embargo, Bernadotte compuso un gesto de incredulidad. Luego Kleist relató el caso al doctor Werner Best, el comisionado nazi en Dinamarca, que al igual que Kleist pertenecía a las SS. A diferencia de Bernadotte, Best pareció impresionado, y sugirió a Kleist que sometiese el delicado asunto al ayudante de Hitler, Kaltenbrunner.