Kleist se entrevistó con Kaltenbrunner, y le informó que Storch prometía «una solución política a la guerra», a cambio de la vida de millón y medio de judíos. Kaltenbrunner estaba al corriente de la relación de Storch con el Congreso Judío Mundial, y comenzó a pasear de uno a otro lado de la estancia. Repentinamente se detuvo, y dijo con su fuerte acento austríaco:
– ¿Sabe usted dónde ha metido la nariz? Tendré que informar de esto al reichsführer inmediatamente. No sé lo que decidirá acerca del asunto… y acerca de usted.
Kleist quedó detenido en su domicilio, para evitar que hablase con Ribbentrop.
– No salga más allá de la puerta de su jardín, hasta que todo esto quede aclarado -le advirtió Kaltenbrunner.
Pocos días más tarde Kaltenbrunner mandó llamar a Kleist y le estrechó la mano afablemente.
– El reichsführer desea aprovechar esta oportunidad que ofrecen los suecos -manifestó, añadiendo ante la sorpresa de Kleist-: No tenemos un millón y medio de judíos en nuestro poder, sino dos millones y medio.
Hubo una segunda sorpresa: el mismo Kleist debería trasladarse a Estocolmo para iniciar las negociaciones, y en prueba de buena fe llevaría con él dos mil judíos a Suecia.
No bien hubo regresado Kleist a su casa, cuando le llamaron de nuevo a la sede de la Policía. Esta vez Kaltenbrunner lo miró con fiereza y dijo:
– El caso de los judíos ha terminado para usted. No me pregunte por qué. Usted no ha tenido nada que ver con esto, ni tendrá que ver con ello en el futuro. Es algo que no le concierne desde ahora. ¡Eso es todo!
Kaltenbrunner no se molestó en explicar la razón del repentino cambio provocado por Schellenberg al hablar con Himmler de enviar a Kersten para que llevara a cabo las negociaciones, ¿Para qué compartir aquello con Ribbentrop?
Así pues, Kersten se trasladó a Suecia a fin de iniciar conversaciones con Christian Günther, el ministro sueco de Asuntos Exteriores, para tratar de la libertad de los prisioneros escandinavos que se hallaban en los campos de concentración. Himmler dijo que si ese paso inicial salía bien, Kersten podría negociar directamente con Storch
La entrevista con Günther tuvo tal éxito que se acordó la ida de Bernadotte a Berlín, para establecer los acuerdos finales personalmente con Himmler.
Ribbentrop no supo nada de estos acontecimientos hasta que el embajador sueco en Berlín envió inocentemente un mensaje oficial a Himmler, solicitando que concediese una entrevista a Bernadotte. Como era un asunto oficial, la petición se hacía a través del ministerio de Asuntos Exteriores. De este modo, Ribbentrop supo por primera vez que su rival estaba llevando a cabo negociaciones en Suecia, a espaldas suyas.
Temió Himmler que Ribbentrop expusiera lo que sucedía al Führer. Al borde del pánico, Himmler llamó por teléfono a Kaltenbrunner y le rogó que contase al Führer confidencialmente lo de la visita de Bernadotte a Berlín, y observase al mismo tiempo sus reacciones Para mayor seguridad, Himmler telefoneó asimismo al general Fegelein, cuñado de Eva Braun, pidiéndole que «sondease» a Hitler acerca del mismo asunto.
Al día siguiente, 17 de febrero, Fegelein llamó a Himmler para decirle que el Führer había hecho este comentario:
– En una guerra total no es posible llevar a cabo absurdos como esos.
Himmler quedó perplejo. Temía seguir adelante, pero se daba cuenta de que era una oportunidad que tenía de mostrar al mundo sus sentimientos humanitarios. Sin embargo, ganó el miedo, y decidió no realizar ninguna conversación con Bernadotte. Cuando Schellenberg le habló por teléfono para decirle que el conde acababa de llegar de Suecia, Himmler manifestó que estaba «demasiado ocupado» con la contraofensiva del Grupo de Ejército Vístula, para poder ver a nadie. Schellenberg, sin embargo, insistió en las grandes ventajas que tal entrevista podría proporcionar al reichsführer. Himmler rara vez se resistía al don persuasivo de Schellenberg, y esa ocasión tampoco fue diferente. Así pues, accedió a ver a Bernadotte, pero con una condición: Schellenberg se las arreglaría para que Bernadotte viese primero a Ribbentrop, a fin de que éste no le acusase ante Hitler.
Schellenberg hizo correr el rumor de que las perspectivas de la entrevista Bernadotte-Himmler eran tan halagüeñas que el reichsführer estaría en condiciones de hacer lo que nadie podía llevar a cabo: salvar a Alemania del desastre.
La artimaña dio resultado, y al día siguiente, 18 de febrero, Ribbentrop mandó llamar a Kleist.
– El conde Bernadotte está en la ciudad para ver a Himmler -declaró en son de reproche, y dijo que quería hablar con el sueco lo más pronto posible.
En la legación sueca, Kleist halló a Bernardotte cuando éste se disponía a salir. El conde le prometió que vería a Ribbentrop. Pero antes tenía una cita con Kaltenbrunner y Schellenberg. Himmler seguía esperando lo que iba a hacer Ribbentrop, antes de comprometerse personalmente.
Bernadotte fue conducido hasta la lujosa mansión de Kaltenbrunner, la cual se hallaba situada en los alrededores de Berlín. El conde, que era sobrino del rey Gustavo V, era un hombre a la vez elegante, sencillo e ingenuo. Llevaba con gallardía su peculiar uniforme de la Cruz Roja, y usaba un bastón con la misma soltura que si hubiese nacido con él. Sin embargo, una de sus fotografías favoritas era aquella en que aparecía apoyándose agotado contra un árbol, vestido con pantalones cortos de boy scout. Y es que, según algunos amigos, su esposa, la norteamericana Estelle Manville, le había enseñado a reírse de sí mismo.
Bernadotte se hallaba especialmente calificado para desempeñar la misión que le llevaba a Alemania. Si bien no era un intelectual, poseía una cualidad de enorme valor: un gran sentido común. En las negociaciones nunca se daba por vencido. Era capaz de discutir horas y horas sin perder su buen humor, y si las cosas se ponían algo serias, comenzaba a contar chistes. Pero tal vez su mayor virtud residía en sus deseos de ayudar a los desafortunados, y en la firme creencia de que la mayoría de los hombres tenían un buen fondo, y podía persuadírseles para que obraran correctamente.
Con fría cortesía, Kaltenbrunner ofreció a su invitado cigarrillos Chesterfield y una copa de Dubonnet. Al tiempo que aceptaba lo que le ofrecían, Bernadotte pensó que aquello era parte del botín obtenido en territorio francés. Kaltenbrunner escrutó entonces a Bernadotte con ojos inquisitivos, y le preguntó el motivo por el cual deseaba ver a Himmler. Una entrevista en tal ocasión resultaría muy difícil de concertar, e inquirió si no podía transmitirle él el mensaje del conde. Sin esperar la respuesta, Kaltenbrunner preguntó, mientras encendía otro cigarrillo con sus dedos manchados de nicotina:
– ¿Actúa usted siguiendo instrucciones oficiales?
Bernadotte, que deseaba tratar directamente con Himmler, decidió confiarle lo menos posible:
– No, pero puedo asegurarle que no sólo el Gobierno sueco, sino también la totalidad del pueblo de mi país, comparten la opinión que acabo de expresar.
Kaltenbrunner manifestó que deploraba la situación, lo mismo que Himmler, el cual estaba deseando establecer buenas relaciones entre los dos países, pero que algunas medidas rigurosas, como la de detener a rehenes, eran necesarias para combatir los actos de sabotaje.
– Sería una gran desgracia para Alemania -dijo Schellenberg, que se hallaba presente en la entrevista- si Suecia se viera arrastrada a la guerra contra su voluntad.
Bernadotte observó inmediatamente los corteses modales del jefe de espías, el cual le pareció más inglés que alemán. Aquél era un hombre de gran prestigio en los medios internacionales, y sus motivos se hallaban fuera de toda sospecha. Con él como intermediario, Suecia, que tenía especial interés en la pacificación del norte de Europa, seguramente podría lograr una paz para Occidente. Era una posibilidad interesante.