Kaltenbrunner preguntó a Bernadotte si podía hacerle alguna proposición en concreto. El conde propuso que se permitiera a la Cruz Roja Sueca actuar en los campos de concentración alemanes. Bernadotte quedó sorprendido cuando Kaltenbrunner no sólo asintió en señal de aprobación, sino que dijo hallarse de acuerdo con que Bernadotte viese personalmente al reichsführer. Una hora más tarde, el conde estaba hablando con Ribbentrop en el Ministerio de Asuntos Exteriores, o más bien estaba escuchando, ya que desde el momento en que tomó asiento junto al alegre fuego que ardía en la chimenea, el ministro alemán no había hecho más que monologar. Sintiendo curiosidad por ver lo que iba a durar aquello, Bernadotte pulsó disimuladamente el botón de su cronógrafo.
Comenzó Ribbentrop con una disertación acerca de la diferencia que había entre el Nacional Socialismo y la doctrina bolchevique, y pronosticó que si Alemania perdía la guerra, los bombarderos rusos volarían sobre Estocolmo antes de seis meses, y tras la invasión, los Rojos asesinarían a la familia real, incluyendo al conde. Saltó Ribbentrop de un tema a otro, sin detenerse un momento exponiendo trivialidades contenidas en la ideología nazi, como si fuera un viejo gramófono, según la impresión de Bernadotte. Por fin, Ribbentrop declaró que el hombre que más había trabajado en favor de la humanidad era «¡Adolf Hitler, sin duda alguna, Adolf Hitler!». Luego Ribbentrop guardó silencio, y el conde pulsó de nuevo su cronógrafo: habían transcurrido sesenta y siete minutos.
Al día siguiente, 19 de febrero, Schellenberg llevó en su automóvil a Bernadotte hasta el sanatorio del doctor Gebhard. Los constantes ataques aéreos de los aliados hacían que el viaje resultase peligroso, especialmente para el conde, el cual padecía de hemofilia, y la menor herida podía resultarle fatal. Por el camino, Schellenberg manifestó con inesperada franqueza que Kaltenbrunner no era de fiar, y que Himmler era un hombre débil, al que convencían los argumentos del último que hablaba con él.
En Hohmenlychen el conde fue presentado en primer lugar al doctor Gebhardt, el cual hizo notar sombríamente que en su establecimiento se albergaban ochenta niños refugiados, procedentes del Este, que habían sufrido amputaciones a causa de la congelación de miembros o de las heridas de balas. Bernadotte sospechó que aquella introducción estaba prevista para atraer sus simpatías. Luego Schellenberg le presentó a un hombrecillo que vestía el verde uniforme de las SS, sin condecoración alguna. Un hombre de manos pequeñas y cuidadosamente manicuradas: Era Himmler. Bernadotte le encontró extremadamente afable, y observó que bromeaba, incluso, cuando la conversación decaía. No había nada de diabólico en su apariencia. Por el contrario, parecía un hombre vivaz, que se ponía sentimental cada vez que mencionaban el nombre del Führer.
También otros escandinavos habían quedado asombrados ante las contradicciones del carácter de Himmler. El profesor Didrik Seip, por ejemplo, rector de la Universidad de Oslo y acendrado patriota noruego, había dicho poco antes a Bernadotte que Himmler le parecía «un idealista de tipo especial, con un afecto particular hacia los países escandinavos».
– ¿No cree que carece de lógica el que Alemania siga en la guerra, puesto que no tiene posibilidades de ganar?-preguntó Bernadotte a Himmler.
– Todo alemán luchará como un león, antes de entregarse -contestó Himmler-. La situación militar es grave, muy grave, pero no desesperada. No hay riesgo de un avance inmediato de los rusos en el frente del Oder.
Bernadotte manifestó que lo que más indignación causaba en Suecia era el fusilamiento de rehenes y la muerte de seres inocentes. Al negar Himmler esto último, Bernadotte dio ejemplos concretos. Himmler dijo acaloradamente que el conde se hallaba mal informado, y preguntó si tenía que hacerle alguna proposición determinada.
– ¿Podría usted sugerir algo que contribuyese a mejorar la situación?-inquirió Bernadotte.
Tras vacilar unos instantes, el reichsführer contestó:
– No puedo sugerir nada.
Bernadotte propuso entonces que Himmler liberase a los noruegos y daneses que se hallaban en los campos de concentración alemanes, para que quedasen bajo la custodia de Suecia. Esta modesta petición provocó en Himmler un torbellino de acusaciones contra los suecos, que para Bernadotte resultaban totalmente infundadas, y que probablemente habían sido inspiradas por uno de los repentinos accesos de miedo de Himmler.
– Si accediera a su propuesta -dijo éste, parpadeando nerviosamente-, los periódicos suecos no tardarían en anunciar con grandes titulares que el criminal de guerra Himmler, aterrado por sus crímenes, estaba tratando de comprar su libertad.
No obstante, dijo que podría hacerse lo que Bernadotte sugería, si Suecia y los aliados aseguraban que cesarían los actos de sabotaje en Noruega.
– Eso es imposible -contestó el conde, cambiando luego de tema-. La Cruz Roja sueca tiene gran interés en obtener su permiso para actuar en los campos de concentración, especialmente en los que se hallan internados noruegos y daneses.
– Creo que esa será muy útil, y no veo ninguna razón por la que deba negársele el permiso -manifestó Himmler. El conde se iba ya acostumbrando a los repentinos cambios de Himmler, y entonces le pidió algunas concesiones, también de menor cuantía, que le fueron rápidamente concedidas. Alentado por la marcha de la entrevista, Bernadotte preguntó si las mujeres suecas casadas con alemanes podrían regresar a su país.
– No soy partidario de enviar niños alemanes a Suecia -repuso Himmler, frunciendo el ceño-. Allí se les educaría odiando a su patria, y sus compañeros de juego les escupirían porque sus padres eran alemanes.
Bernadotte hizo notar que esos padres se sentirían sumamente aliviados al saber que sus hijos estaban a salvo.
– Sus padres preferirían sin duda verlos crecer en una choza, antes de saberlos refugiados en un castillo de un país tan hostil para Alemania como es Suecia -contestó Himmler, pese a lo cual dijo que haría lo que pudiese.
El conde le había llevado hasta el límite, y el talante de Himmler había cambiado.
– Puede usted considerarlo sentimental, incluso absurdo, pero he jurado lealtad a Adolf Hitler, y como soldado y como alemán no puedo echarme atrás en mi juramento. Por tal motivo, no puedo hacer nada para oponerme a los planes y deseos del Führer.
Sólo un momento antes, Himmler había hecho concesiones que hubieran enfurecido a Hitler, pero ahora comenzaba a cambiar, y se puso a citar las palabras de su Führer acerca de la «amenaza bolchevique», para luego profetizar el fin de Europa si el frente oriental se hundía.
– Sin embargo, Alemania fue aliada de Rusia durante una parte de la guerra -dijo el conde-. ¿Cómo se conjuga esto con lo que acaba de decir?
– Pensé que me diría eso mismo -replicó Himmler y admitió que la alianza había sido un error. Luego comenzó a hablar con nostalgia de su juventud en el sur de Alemania, donde su padre había sido tutor de un príncipe bávaro. También se refirió a sus propios servicios en la Primera Guerra Mundial, como sargento mayor, y a su afiliación al Partido Nacional Socialista, a poco de haber sido fundado éste.
– ¡Esos eran días gloriosos! -exclamó Himmler-. Los miembros del movimiento estábamos en constante peligro de muerte, pero no teníamos miedo, pues Adolf Hitler nos guiaba y nos mantenía a todos unidos. ¡Fueron los años más maravillosos de mi vida! Entonces luchaba por lo que consideraba el renacimiento de Alemania.
Bernadotte habló luego con cautela acerca del trato que se daba a los judíos.
– ¿No le parece que entre ellos hay personas decentes, como las hay en todas las razas?-inquirió el conde-. Yo mismo tengo muchos amigos judíos.
– Tiene razón, en cierto modo -contestó Himmler-, pero es que en Suecia no tienen ustedes un problema judío, y por consiguiente no pueden comprender el punto de vista de los alemanes