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Los soldados reconocieron a Eisenhower en el asiento delantero del «jeep», y comenzaron a gritar:

– ¡Ahí está Ike!

Los dos generales avanzaron a pie sobre el barro, hasta la falda de una colina, donde se habían reunido 3.600 soldados de infantería. Simpson presentó al Comandante Supremo, el cual habló en términos emocionados durante cinco minutos. Cuando se disponía a marcharse, Eisenhower resbaló y cayó sentado en el barro. Estalló una carcajada general. Eisenhower se puso trabajosamente de pie, y luego sonrió y enlazó sus manos por encima de la cabeza, al estilo de los boxeadores. Hubo un segundo rugido -esta vez una ovación- de los soldados.

Eisenhower también visitó a Montgomery aquel mismo día, y le dijo confidencialmente que estaba al corriente de los manejos de Brooke para hacer que Alexander le fuese asignado como ayudante a cargo de las operaciones terrestres. Una vez más el comandante americano preguntó el parecer de Monty. Este contestó que el fin de la guerra se hallaba próximo, y que el nombramiento de Alexander sólo serviría para suscitar resentimientos en ciertos sectores norteamericanos.

– Por todos los cielos, eliminemos a toda costa cualquier causa de fricción que pueda originarse. Estamos a punto de ganar la guerra en Alemania. Dejemos que Alex siga en Italia. Montgomery recibió a otro visitante de importancia, Churchill, que había llegado al Continente para compartir personalmente las grandes victorias del 21.° Grupo de Ejército. En la mañana del 3 de marzo, Churchill, Brooke y Montgomery se trasladaron en dos «Rolls-Royce» a Maastricht, para hacer una visita a Simpson. El grupo, al que acompañaba un buen número de corresponsales de guerra, se instaló luego en una caravana de coches para efectuar una inspección del campo de batalla.

Por consejo de Montgomery, Simpson tomó asiento junto a Churchill. Un «jeep» se acercó en ese preciso momento, y el soldado que lo conducía entregó un paquetito a Churchill. El primer ministro lo desenvolvió, extrajo de su interior su dentadura postiza, se la colocó en la boca, y comenzó a entretener a Simpson contándole episodios de los días iniciales de la guerra. Dijo haber volado hasta París durante la invasión alemana de 1940, para ofrecer ayuda permanente de Inglaterra. Los dirigentes franceses rechazaron su oferta. Acerca de Dunquerque, explicó:

– Creo que tuvimos suerte, al conseguir que volviesen cincuenta mil soldados.

Cuando la comitiva se aproximaba a un puente erigido sobre una pequeña cañada, Simpson hizo notar:

– Mister Churchill, la frontera entre Holanda y Alemania corre bajo ese puente que está ante nosotros.

– Dígale a su ayudante que pare, y bajemos -dijo Churchill.

El primer ministro cruzó andando el puente, y descendió por la orilla del río hasta una larga fila de «dientes de dragón», una de las defensas germanas contra los carros de asalto. Allí esperó a que se le uniesen Montgomery, Brooke, Simpson y otros generales más.

Desde el puente una multitud de periodistas y fotógrafos observaban interesados la escena. Churchill, que había manifestado tener deseos de ir un momento al excusado, manifestó sonoramente:

– Caballeros, me gustaría que me acompañasen. Orinemos todos sobre el Gran Muro Occidental de Alemania.

En seguida apuntó con un dedo hacia los fotógrafos, que se disponían a empuñar las cámaras, y dijo:

– Esta es una de esas operaciones de guerra que no deben ser reproducidas fotográficamente.

Brooke se hallaba junto al primer ministro, y pudo advertir «el gesto infantil de intensa satisfacción que apareció en su rostro cuando miró hacia abajo, en el momento crítico».

4

Poco antes de marchar en avión hacia el Frente Occidental, Churchill fue requerido en la Cámara de los Comunes, entre una gran controversia, para que aprobase la decisión de la Conferencia de Crimea acerca de Polonia.

– Es evidente que en estos asuntos se basa el futuro del mundo -aseguró-. Los lazos existentes entre los tres grandes potencias se han fortalecido, lo mismo que la mutua comprensión. Estados Unidos han entrado profunda y constructivamente en la vida y la salvación de Europa. Los tres nos hemos dado la mano para lograr compromisos de largo alcance, los cuales son prácticos y solemnes, a la vez.

Una abrumadora mayoría de la Cámara aprobó las decisiones de Yalta, obteniéndose sólo veinticinco votos en contra del Gobierno.

Al día siguiente, 1.° de marzo, Rooselvelt abandonó la Casa Blanca para encaminarse al Capitolio en compañía de su mujer, de su hija Anna y del esposo de ésta. Allí procuraría hacer lo mismo que Churchilclass="underline" obtener la aprobación de la Conferencia de Yalta por parte de las dos Cámaras del Congreso.

La señora Roosevelt había notado un acentuado cambio en su esposo desde su regreso. Comprobó que necesitaba tomar un descanso en la mitad del día, y que cada vez tenía menos deseos de recibir a la gente. Sólo cuando hablaba de Yalta, su entusiasmo parecía reavivarse.

– ¡Fíjate en el parte de Crimea! ¡Mira el camino que traza! Desde Yalta a Moscú, a San Francisco y Ciudad de Méjico, a Londres, Washington y París, sin olvidar que menciona a Berlín. ¡Ha sido una guerra universal, y ya hemos comenzado a construir una paz universal!

Sam Rosenman, que había trabajado con Roosevelt en el discurso sobre Yalta, tuvo la impresión de que el presidente estaba inquieto, «totalmente gastado», y que el abrumador peso de doce años de presidencia se hacía en él cada vez más palpable. Pero cuando Frances Perkins, secretaria de Trabajo, vio entrar al presidente en la sala de sesiones, quedó agradablemente sorprendida. Roosevelt tenía el semblante alegre, los ojos brillantes, y la piel de color sonrosado. «Este hombre es una maravilla -se dijo a sí misma-. Se encuentra deshecho, pero en cuanto se le proporciona un poco de descanso en un viaje por mar, se reanima en seguida.»

Roosevelt siempre se había dirigido al Congreso desde la tribuna de la Cámara de Representantes. En esos momentos, una mesa sobre la que brillaban varios micrófonos, se encontraba a sólo un metro de la primera fila semicircular de asientos. Entró Roosevelt, seguido por el vicepresidente, Harry Truman, y el presidente de la Cámara, Sam Rayburn. Por vez primera Roosevelt no se puso de pie para hablar.

– Señor vicepresidente, señor presidente de la Cámara, señores representantes -comenzó diciendo Roosevelt-. Espero que sabrán disculparme por la poco habitual actitud de permanecer sentado durante mi discurso. Yo sé que comprenderán que para mí es mucho más fácil no tener que avanzar con los cinco kilos de acero en la parte inferior de mis piernas, y también que acabo de hacer un viaje de veintidós mil quinientos kilómetros.

Era ésa la primera vez que Roosevelt hacía mención pública de su dolencia, y muchos de los que escuchaban por los aparatos de radio quedaron asombrados. Un número sorprendente de norteamericanos ignoraban que su presidente era un inválido. La señora Perkins tuvo la impresión, en cambio, de que lo dijo de modo tan elegante, y demostrando tan poca lástima por sí mismo, que nadie debió de sentirse incomodado. La secretaria de Trabajo quedó también impresionada por el discurso que siguió. En él contestaba cualquier temor que ella podía haber albergado. Truman, por el contrario, pasó por alto el comportamiento de Roosevelt, y Rosenman manifestó después hallarse preocupado por el vacilante e ineficaz discurso, así como por algunas observaciones extemporáneas que bordeaban el ridículo, y que debieron ocurrírsele en aquel mismo momento.

El presidente reseñó los dos propósitos principales de la Conferencia de Yalta: «Provocar la caída de Alemania lo más rápidamente posible, y con la menor pérdida de hombres por parte de los Aliados, y seguir elaborando las bases de u acuerdo internacional, que proporcionase orden y seguridad tras el caos de la guerra, y estableciese una paz duradera entre las naciones del mundo.»