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O contra otros hombres. La guerra podía ser un signo esperanzador…

¡Si pudiera saber qué era lo que habían hecho! Kendy podría perturbar el entorno de doce modos diferentes. Podía arrojarlos de su Edén y ver qué pasaba. Pero no se arriesgaría. No sabía lo suficiente.

Kendy esperó.

Uno — La Mata de Quinn

Gavving podía escuchar los crujidos de sus compañeros mientras perforaban hacia arriba. Se mantenían a lo largo de la gran pared plana del tronco. Ramas espinosas gruesas como dedos brotaban del tronco, dividiéndose interminablemente en finas hebras de arbusto, floreciendo por fin entre un follaje como de algodón verde, girando libremente para conseguir capturar cada desperdigado destello de luz solar. Algo de luz se filtraba a través suyo como un crepúsculo verde.

Gavving perforaba a través de un universo de verde algodón hilado.

Hambriento, metió la mano profundamente en la red de arbustos y arrancó un puñado de hojas. Tenían un sabor como de fibroso algodón hilado. Saciaban el hambre, pero lo que el estómago de Gavving le estaba reclamando era carne. Pese a todo, el gusto era demasiado fibroso… y el verde demasiado oscuro, incluso para ser de los bordes de la mata donde daba la luz del sol.

De cualquier modo, se lo comió y siguió avanzando.

El creciente aullido del viento le advirtió que ya estaba cerca. Un minuto después, su cabeza se abrió paso hasta el viento y la luz del sol.

La luz del sol apuñaló sus ojos, todavía enrojecidos y con dolor después del ataque de alergia que había tenido por la mañana. Siempre le atacaba los ojos y los senos nasales. Bizqueó y giró la cabeza y sorbió y esperó a poder enfocar la visión. Luego, crispándose anticipadamente, miró hacia arriba.

Gavving tenía catorce años, medidos por las pasadas del sol detrás de Voy. Hasta aquel momento, nunca antes había estado por encima de la Mata de Quinn.

El tronco iba hacia arriba y hacia abajo a partir de Voy. Parecía alejarse eternamente, un inmenso muro marrón que se estrechaba cilíndricamente hasta no ser más que una oscura línea con una suave curvatura inclinada hacia el oeste, perdiéndose en el infinito… y la punta estaba tachonada de verde. La mata lejana.

Una nube verde teñida de ocre se deslizó bajo él, esparciéndose por el cuerpo principal de la mata. Mirando hacia el este, con el viento azotando hacia adelante su largo cabello, Gavving pudo ver la rama que emergía medio klomter de desnuda madera de su vaina verde: una delgada aleta.

La cabeza de Harp apareció, y su cara volvió a sumergirse, huyendo del viento. Laython fue el siguiente, e hizo lo mismo. Gavving esperó. Sus caras volvieron a aparecer. El rostro de Harp era ancho, de recia osamenta, su fuerza brutal medio oculta por una barba dorada. La larga y oscura faz de Laython empezaba a retoñar con los primeros pelos de una barba negra. Harp le llamó:

—Podemos andar a cuatro patas rodeando el tronco a sotavento. Al este. Escaparnos del viento.

El viento soplaba siempre desde el oeste, siempre con la velocidad de un vendaval. Laython comprobó cuidadosamente con los dedos la dirección del viento.

—¡Negativo! —vociferó—. ¿Cómo vamos a cazar algo? ¡Cualquier presa vendría a favor del viento!

Harp se retorció a través del follaje para reunirse con Laython. Gavving se encogió de hombros e hizo lo mismo. Le hubiera gustado que hubiese un cortavientos… y Harp, diez años mayor que Gavving y Laython, estaba nominalmente al mando. Lo que raramente solucionaba aquellos problemas.

—No podemos atrapar nada —les dijo Harp—. Estamos aquí para proteger el tronco. Que hay sequía no significa que no pueda producirse una inundación. ¿Podría rozar el árbol un estanque?

¿Qué estanque? ¡Mira a tu alrededor! ¡No hay ninguno cerca de nosotros! ¡Harp, deberías verlo por ti mismo!

—El tronco nos impide ver lo que hay al otro lado —dijo Harp pacientemente.

El punto brillante en el cielo, el sol, vagaba a la deriva bajo el borde occidental de la mata. Y en aquella dirección no había estanques, ni nubes, ni bosques a la deriva… nada, sólo el cielo blanco teñido de azul, hendido por la blanca línea del Anillo de Humo, y en aquella línea, un desquiciante grumo que debía ser Gold.

Mirando hacia arriba, hacia afuera, no vio nada más… lejanos gallardetes de nubes con forma de remolinos tormentosos… una centelleante mancha que posiblemente era un estanque, pero que parecía incluso más lejana que la verde extremidad del árbol integral. Allí no habría inundaciones.

Gavving tenía seis años cuando llegó la última inundación. Recordaba el terror, el pánico, la frenética precipitación. La tribu se había abierto camino cavando, a lo largo de la rama, hacia el este, amontonándose en el ligero follaje, allí donde la mata terminaba en una punta de madera desnuda. Recordaba un rugido que ahogó el del viento, y cómo la masa de la rama se estremecía interminablemente. El padre de Gavving y dos aprendices de cazadores no fueron avisados a tiempo. El cielo se los llevó.

Laython empezó a rodear el tronco, en la misma dirección que el viento. Había medio emergido de entre el follaje, empujándose contra el viento con sus largos brazos. Harp le siguió. Como era costumbre, Harp había cedido. Gavving refunfuñó, pero se movió para reunirse con ellos.

Era cansado. Harp debía aborrecerlo. Usaba sandalias claveteadas, pero incluso con ellas, debía estar padeciendo. Warp tenía un buen cerebro y la lengua fácil, pero era un enano. Su torso era corto y ancho; pero la musculatura de sus brazos y piernas no tenía aguante, y los dedos de sus pies eran mera decoración. Medía menos de dos metros de alto. El Grad, en cierta ocasión, le había dicho a Gavving:

—Harp se parece a las imágenes de los Fundadores, en la bitácora. Hace mucho tiempo, todos nos parecíamos a ellos.

Harp le sonrió a Gavving, pensando que estaba fatigado.

—Tú también tendrás sandalias de clavos cuando crezcas.

Laython también sonrió, desdeñosamente, y se apresuró a ponerse en cabeza. Gavving no dijo nada. Las sandalias claveteadas sólo habrían servido para estorbarle los largos y prensiles dedos de los pies.

La noche había cortado la luz por la mitad. Con la luz del sol circunvalando la otra cara de Voy, ver resultaba más fácil. El tronco era una gigantesca muralla marrón de tres klomters de circunferencia. Gavving volvió a levantar la vista una vez más y se sintió descorazonado por lo poco que habían avanzado. Se protegió la cabeza, agachándola contra el viento, abriéndose camino desgarrando el verde algodón, hasta que escuchó un aullido de Laython.

—¡La cena!

Una temblorosa partícula negra, señalando un punto a babor en el viento.

—No puedo decir lo que es —dijo Laython.

—Está intentando desaparecer —dijo Harp—. Parece grande.

—¡Trata de dar la vuelta hacia el otro lado! ¡Vamos!

Se arrastraron rápidamente. La mota temblorosa estaba muy cerca. Era grande y delgada y movía el primer tallo. La gran aleta traslúcida se ensanchaba por la velocidad, como si intentase llegar al claro del tronco. El tenue torso giraba lentamente.

La cabeza quedó a la vista. Dos ojos brillantes tras el pico, separados por ciento veinte grados.

—Pájaro espada —decidió Harp. Y dejó de moverse.

Laython preguntó:

—Harp, ¿qué vamos a hacer?

—Nadie en su sano juicio iría detrás de un pájaro espada.

—¡Sigue siendo carne! ¡Y, por lo lejos que está, también debe estar hambriento!

Harp bufó.

—¿Quién lo dice? ¿El Grad? El Grad está lleno de teorías, pero nunca ha salido a cazar.

La lenta rotación del pájaro espada dejó a la vista lo que había sido el tercer ojo. Pero lo que mostraba era un largo, irregular, velloso y verde remiendo. Laython gritó:

—¡Lanilla! ¡Tiene una herida en la cabeza infectada de lanilla! ¡Esa cosa está herida, Harp!

—No es un pavo herido, chico. Es un pájaro espada herido.

Laython tenía vez y media el tamaño de Harp, y además era el hijo del Presidente. No era fácil disciplinarle. Apretó los largos y fuertes dedos sobre el hombro de Harp.

—¡Lo perderemos si nos quedamos aquí discutiendo! ¡Yo digo que vayamos a Gold! —Y se puso de pie.

El viento le golpeó. Sujetó en los arbustos un puño y los dedos de los pies, estabilizándose, y empezó a hacer señas con el brazo libre.

—¡Hola! ¡Pájaro espada! ¡Carne, copsik, carne!

Harp emitió un sonido de disgusto.

Era casi seguro que el animal le vería si no dejaba de agitar la brillante blusa escarlata. Gavving pensó: Lo perderemos y el peligro habrá pasado. Pero no quería aparentar cobardía en el transcurso de su primera partida de caza.

Tomó de la espalda la cuerda corrediza. Socavó el follaje para poder clavar una escarpia en la sólida madera y amarró en ella la cuerda. El centro estaba anudado a su cintura. Nadie se arriesgaba a perder la cuerda. Si la conservaba, un cazador que cayera hacia el cielo todavía podría encontrar apoyo en alguna parte.

La criatura no les había visto. Laython juró. Se apresuró a anclar su propia cuerda. El fin de la operación era arpearla: dura madera del afilado final de la rama. Laython hizo girar el arpeo alrededor de la cabeza, gritando y abriéndolo.

El pájaro espada debía haberle visto, u oído. Se volvió repentinamente, con la boca abierta, la cola triangular revoloteando como si intentase abrirse camino hacia estribor, hacia su lado del tronco. ¡Hambriento, sí! Gavving nunca había considerado que una criatura pudiera verle a él como su carne hasta aquel momento. Harp se puso ceñudo.

—Va a maniobrar. Si tenemos suerte, podría llegar a chocar con el tronco.

El pájaro espada parecía hacerse más grande a cada segundo que pasaba: más grande que un hombre, más grande que una choza… todo boca y alas y cola. La cola era una membrana traslúcida encerrada en una V de huesos espinosos de bordes dentados. ¿Cómo había llegado tan lejos? Los pájaros espada se alimentaban de criaturas que devoraban en los bosques a la deriva, y había muy pocos, y siempre estaban muy cerca de Voy. Muy poco de todo. La criatura está muy flaca, pensó Gavving; y ahí está la suave costra verdosa sobre el ojo. La lanilla era una planta verde, parásita, que crecía en un animal hasta que el animal moría. También atacaba a los humanos. Todo el mundo la padecía antes o después, algunos incluso más de una vez. Pero los humanos tenían bastante sentido común como para estar a la sombra hasta que la lanilla blanqueaba y moría.

Laython podía estar en lo cierto. Una cabeza herida, un sentido de la dirección enloquecido… y era carne, un montón de carne tan grande como la gran choza de los solteros. Debía estar famélico… y se volvió para enfrentarse a ellos.

Una boca aislada les alcanzó: un campo elíptico, en expansión, lleno de dientes.

Laython enrolló la cuerda con una prisa frenética. Gavving vio cómo le adelantaba volando la cuerda de Harp, y cómo le arrancaba de la parálisis, haciéndole lanzar su propia arma.

El pájaro espada latigueó a su alrededor, imposiblemente rápido, tronchando el arpón de Gavving como si fuera de caramelo. Harp lanzó un alarido. Gavving se quedó congelado por un momento; luego, enterró los pies en la maleza mientras daba un tirón de la cuerda. Lo he enganchado.

La criatura no intentó escapar; seguía revoloteando hacia ellos.

El arpeo de Harp le desolló el costado, dio un tirón, intentando enganchar a la bestia, y falló de nuevo. Enrolló la cuerda para otro intento.

Gavving estaba a horcajadas entre el ramaje y el algodón, hundiendo los dedos de los pies profundamente, asiendo con las manos el mortífero asidero de la cuerda. Con los ojos fijos en el pájaro espada, continuó comportándose como si esperase contactar con la bestia asesina.

—Harp, ¿dónde debo herirla? —gritó.

—En las órbitas de los ojos, supongo.

La bestia estaba confundida. Tenía los costados arañados por el tronco que se extendía sobre sus cabezas, estaba terriblemente cercana. El tronco se estremeció. Gavving aulló de terror. Laython aulló de rabia, lanzando el arpeo por encima de la cabeza.

Rozó el costado del pájaro espada. Laython tiró de la cuerda con fuerza y clavó la púa de dura madera en la carne, profundamente.

La cola del pájaro espada se paralizó. Quizá estaba considerando otras opciones, mirándoles con los dos ojos sanos mientras el viento lo empujaba hacia el oeste.

La cuerda de Laython se tensó. Y la de Gavving. Las ramas espinosas desgarraron los inadaptados dedos de los pies de Gavving. Y la inmensa bestia le arrastró hacia el cielo.

Sintió la garganta atenazada, pero pudo escuchar el chillido de Laython. Laython también había sido arrastrado.

Los dedos de Gavving todavía llevaban clavados los arbustos espinosos. Miró hacia abajo, hacia la almohadillada protección de la mata, preguntándose hasta dónde sería llevado y tirado. Pero su cuerda aún estaba anclada… y el viento era más fuerte que la marea; podría llevarle más allá de la mata, más allá de la rama, cada vez más lejos. Pero en vez de eso se arrastró a lo largo de la cuerda, alejándose del predador.

Laython no se había rendido. Había preparado de nuevo su arpeo y esperaba.

El pájaro espada decidió. Su cuerpo chasqueó en una curva. La cola dentada latigueó forzadamente hacia la cuerda de Gavving. El pájaro espada aleteó violentamente, dirigiéndose hacia el oeste. La cuerda de Laython se tensó; los arbustos se desgarraron y la cuerda quedó libre. Gavving intentó cogerla pero la perdió.

Podría haberse retirado hasta ponerse a salvo, pero siguió vigilando.

Laython se equilibraba con el arpeo dispuesto, moviendo la otra mano en círculo preparando su cuerpo para dar la vuelta, mientras el predador aleteaba hacia él. El hombre era casi la única criatura del Anillo de Humo que no tenía alas.

El cuerpo del pájaro espada se arqueó en forma de U. Golpeó con la cola a Laython casi antes de que éste pudiera mover el arpeo. La boca de la bestia se abrió y se cerró cuatro veces, y Laython desapareció. La boca siguió actuando, intentando librarse del arpón que Gavving le había clavado en la garganta, mientras el viento se la llevaba hacia el este.