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Gavving estuvo observando algún tiempo antes de convencerse de que se trataba de la mata de un árbol integral.

Nunca había podido ver un árbol desde una posición tan ventajosa. Se estaban acercando a la rama. La mata era muy verde y parecía más saludable de lo que lo había sido la Mata de Quinn, y el follaje llegaba muy lejos a través de la rama. La cola de madera desnuda soportaba una plataforma horizontal también de madera tallada, que evidenciaba un trabajo muy laborioso.

El rugido de la ciencia en acción fluctuaba, subía y bajaba, mientras la caja volante se instalaba sobre la plataforma. Un gran arco había sido tallado a través de la misma rama, uniendo ambos extremos de la plataforma. En el extremo del oeste, donde el follaje empezaba a brotar, había sido tejida una gran choza.

El rugido silbante murió.

Las cosas pasaron muy deprisa. La gente salió saltando de la choza. Más personas aparecieron de debajo, quizá del interior de la caja volante. Los ciudadanos del Árbol de Londres no tenían el increíble tamaño de los habitantes de los bosques. Algunos vestían prendas de colores chillones, muchos otros con el rojo de las bayas de la mata, y los hombres tenían las caras lisas y afeitadas, limpios de pelo. Se amontonaron ante lo que era en aquel momento el techo de la caja volante y empezaron a soltar a los prisioneros.

Jinny, Jayan, Minya y la mujer alta de la Tribu de Carther fueron liberadas una tras otra y escoltadas desde el techo del vehículo. Por un tiempo, no pasó nada más.

Primero se llevan a las mujeres. La droga de las agujas todavía lo mantenía calmado, pero aquella circunstancia no preocupaba a Gavving. No podía ver lo que estaba pasando en el saliente. En aquel momento lo liberaron de la red, y lo sacaron del techo.

Por alguna razón había esperado una gravedad normal. Pero allí no había más que un tercio de la fuerza gravitacional de la Mata de Quinn. Fue arrastrado hacia abajo.

Los ojos de Alfin se desorbitaron cuando los cazadores de copsiks lo dejaron en libertad. Los volvió a cerrar cuando pisó la plataforma. Gruñó una protesta, luego se volvió a dormir. Dos hombres vestidos del rojo de las bayas de la mata lo levantaron y se lo llevaron.

Un cazador de copsiks, una mujer de cabellos dorados de unos veinte años, con una cara hermosa y triangular, cogió la lectora y las cintas grabadas del Grad.

—¿A quién de vosotros le pertenece todo esto? —preguntó.

El Grad habló por encima de la cabeza de Gavving; casi estuvo a punto de caer.

—Son mías.

—Ven conmigo —le ordenó—. ¿No sabes andar? Eres bastante bajo para ser un habitante de los árboles.

El Grad se tambaleó cuando llegó al suelo, pero consiguió enderezarse.

Puedo andar.

—Espérame. Vamos a usar el mac para llegar a la Ciudadela.

Rodeados de extraños, Gavving y Alfin fueron conducidos a la gran choza. Los ojos del Grad los siguieron, y Gavving hubiera querido despedirse con la mano, pero sus muñecas aún estaban atadas. Un hombre más bien pequeño, de aspecto meticuloso, vestido de rojo, que llevaba entre sus brazos una carcasa de pájaro de su tamaño— les dijo:

—Lleva esto. ¿Sabes cocinar?

—No.

—Vamos. —La mano del copsik le empujó ligeramente por la espalda. Se movieron en aquella dirección, hacia donde la aleta florecía entre la mata. Pero, ¿dónde estaban las mujeres?

La caja volante le bloqueaba el campo de visión. Pese a todo, pudo ver a las mujeres a través del arco, en el otro saliente. Minya empezó a debatirse, gritando.

—¡Esperad! ¡Aquel es mi marido!

La droga lo retenía, pero Gavving depositó el pájaro entre los brazos del copsik, haciéndole tambalearse hacia atrás bajo el peso, mientras intentaba salir hacia Minya. Nunca llegó a completar el primer paso. Dos hombres se abalanzaron sobre él desde ambos lados y lo agarraron de los brazos. Debían haber estado esperando aquel movimiento. Uno le golpeó en la cabeza con tanta fuerza que el mundo empezó a girar. Le llevaron a empellones hasta la choza.

El copsik estudiaba a Lawri mientras esta le estudiaba a él. Era delgado, con músculos fibrosos; tres o cuatro cémetros más alto que Lawri, y de no mucha más edad. Su rubio cabello y barba habían sido mal recortados. Estaba sucio de la cabeza a los pies. Una línea de sangre seca le corría desde la ceja derecha hasta el extremo de la mandíbula. Tenía el aspecto de un copsik que hubiera llegado del cielo dando vueltas en una plancha de corteza. Y podría identificarlo con un hombre de ciencia.

Pero sus ojos eran inquisitivos; la estaban juzgando. Le preguntó:

—Ciudadana, ¿qué les pasará a ellos?

—Llámame Aprendiz del Científico —dijo Lawri—. ¿Quién eres?

—Soy el Científico de la Tribu de Quinn —dijo.

Ella se rió.

—¡Me resultará difícil llamarte Científico! ¿No tienes un nombre?

El Grad se erizó, pero le contestó.

—Lo tuve. Jeffer.

—Jeffer, los otros copsiks ya no te conciernen. Vamos a abordar el mac y quedarnos fuera del camino de los pilotos.

El Grad dijo estúpidamente:

—¿Mac?

Ella dio una palmada en su flanco metálico y pronunció las palabras como si hubiese estado dando una clase.

—Módulo de Arreglo y Carga. Mac. ¡Dentro!

Atravesaron ambas puertas y avanzaron unos pocos pasos más allá, hasta que el Grad se detuvo, boquiabierto, intentando mirar en todas direcciones a la vez. De momento, Lawri le dejó hacerlo. No podía censurárselo. Unos cuantos copsiks también miraban el interior del mac.

Había dispuestas diez sillas alrededor de una enorme ventana curvada provista de un grueso cristal. Las imágenes que se reflejaban no eran las que había detrás del cristal, ni tampoco los reflejos de la sala. Debían estar en el propio cristaclass="underline" número y letras y líneas dibujadas en azul y amarillo y verde.

Detrás de las sillas había treinta o cuarenta metros de espacio vacío, unas barras dispuestas a girar saliendo de las paredes y del suelo y del techo, y numerosos bucles metálicos: anclajes para sujetar la mercancía contra el desigual impulso de los motores. Incluso así, la cabina sólo era la quinta parte del tamaño total del… mac. ¿Cómo sería el resto?

Cuando el mac se movió, echó llamas por las ventanillas traseras al acelerar. Parecía que algo debía arder para mover el mac… un buen montón de lo que fuese, incluso podía ocupar más que el propio volumen del mac… y bombas que movían el combustible, y misterios cuyos nombres habían vislumbrado en las cintas grabadas: posición de los cohetes, sistema de soporte vital, computadora, sensor de masa, láser eco…

La calma le abandonó cuando la aguja casi había abandonado su sangre. Empezaba a asustarse. ¿Podría aprender a leer aquellos números en el cristal? ¿Tendría la oportunidad de hacerlo?

Un hombre vestido de azul se repantigó ante la ventana en la caja. Un hombre huesudo y talludo, era alto incluso sentado en la silla; lo que podía haber sido una cabeza inclinada le asomaba entre los omoplatos. La Aprendiz del Científico le habló amistosamente.

—Por favor, llévanos a la Ciudadela.

—No tengo órdenes al respecto.

—¿Sólo necesitas órdenes? —Su voz era casual, perentoria.

—No tengo órdenes, todavía. La Armada está interesada en esos… artículos científicos.

—Si quieres estar seguro, confíscalos. Y yo le diré al Científico lo que ha pasado con ellos en cuanto tenga permiso para hablar con él. ¿También vais a confiscar al copsik? Dice que sabe cómo hacerlos funcionar. Quizá lo mejor sería que me confiscaras también a mí, por hablar con él.

El piloto parecía nervioso. Sus miradas hacia el Grad eran venenosas. Un testimonio de su disconformidad… Se decidió.

—La Ciudadela, de acuerdo. —Sus manos se movieron.