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Limpio, alimentado, descansado y a salvo. Me sentiría mejor si supiera que el resto de la Tribu de Quinn está bien.

—Se han duchado y comido y bebido y vestido. Sus hijos serán ciudadanos. Lo mismo que tú, Jeffer, te guste o no estar aquí; pero estoy pensando que te aburrirías en la mata.

—Así es, Klance.

—Excelente. Por un tiempo, tendré dos aprendices. Lawri explotó.

—Es algo inaudito que un recién llegado, un prisionero copsik, se quede en la Ciudadela! ¡La Armada…!

—La Armada se puede ir a dar de comer al árbol. La Ciudadela es mía.

Quince — El Árbol de Londres

Gavving estaba en la bicicleta con otros tres copsiks.

No había suficiente gravedad como para mantenerlos sobre los pedales. Unas correas los sujetaban del cinturón que les rodeaba la cintura al marco de la bicicleta. Forzando las piernas hacia abajo y contra los pedales se empujaban tomando impulso con el cinturón. Después de la primera sesión, Gavving pensó que se había quedado tullido para toda su vida. El paso sin fin de los días le había endurecido; las piernas ya no le dolían, y los músculos parecían más fuertes si se los tocaba.

Los engranajes de la bicicleta eran de viejo metal. Chirriaban mientras se movía y emitían un olor como de grasa animal. El marco era macizo, de madera tallada. Había llegado a tener hasta seis grupos de piñones; Gavving podía ver el lugar dónde habían estado dos de ellos, ahora arrancados.

El cuadro permanecía anclado al tronco donde la mata empezaba a hacerse más delgada. El follaje crecía alrededor de los copsiks. Rodeados por el cielo, con la mata por debajo de ellos, podían cortar y comerse un manojo mientras pedaleaban. Trabajaban desnudos, con el sudor corriéndoles por la cara y las axilas.

Muy por arriba a lo largo del tronco, una caja de madera descendía lentamente. Una caja similar subía casi fuera del alcance de su vista.

Gavving dejó que sus piernas siguieran corriendo mientras miraba la caja que bajaba. La idiota tarea que estaba realizando dejaba que sus ojos y oídos y mente trabajasen con libertad.

Había otras estructuras rodeando el tronco. Aquel nivel se utilizaba para la industria, y todos los que habían allí eran hombres. El trabajo del hombre y el trabajo de la mujer nunca parecían mezclarse en el Árbol de Londres, al menos no entre los copsiks. Por lo general, los niños aparecían por allí y les observaban con ojos brillantes y curiosos. Aquel día no había ninguno.

Los ciudadanos del Árbol de Londres debían haber tenido copsiks desde hacía generaciones. Eran habilidosos. Habían separado a todos los miembros de la Tribu de Quinn. Incluso aunque llegara a tener oportunidad de escapar, ¿cómo podría encontrar a Minya?

Gavving, bombeando firmemente, observaba las tormentas que se movían con lentitud alrededor de un apretado nudo en el brazo oriental del Anillo de Humo. Nunca había visto a Gold tan cerca, salvo en el terrible tiempo en que era un niño, cuando Gold se acercó hasta el punto de hacer que todo cambiara.

La jungla se cernía cientos de klomters más allá de la mata: una pelota de pelusa verde de aspecto inofensivo. ¿Qué estás haciendo, Clave? ¿Te ha conseguido tu pierna rota la libertad? Merril, ¿tus piernas contrahechas han servido al fin para algo bueno? ¿O acaso sois copsiks entre los habitantes de la jungla, o habéis muerto?

Durante los últimos ochenta y cinco días, más o menos veinte sueños, el árbol había derivado hacia los bordes orientales del banco de nubes. Le habían dicho, durante el viaje a lo largo del cielo hasta el Árbol de Londres, que el árbol se movía solo. No había tenido ninguna evidencia. La lluvia caía sobre ellos de vez en cuando… seguramente el árbol ya habrían recolectado agua suficiente… El elevador se estabilizó sobre su ranura y empezó a soltar pasajeros. Gavving y los demás dejaron de pedalear.

—Hombres de la Armada —resopló Horse—. Vienen a buscar mujeres.

—¿Cómo? —dijo Gavving.

—Los ciudadanos viven en la mata exterior. Cuando veas bajar una caja y todos sus ocupantes sean hombres, piensa que vienen en busca de mujeres.

Gavving miró otra vez.

—Nueve sueños —dijo Horse. Andaba por la cincuentena, tres cémetros más bajo que Gavving, con una calva y pecosa cabeza y piernas tremendamente fuertes. Había estado conduciendo bicicletas durante dos décadas—. Cuarenta días hasta que nos reunamos con las mujeres. No podéis ni imaginar cómo me pongo cuando lo pienso. —Gavving estaba estrangulando el manillar. Horse vio que se le tensaban los músculos a lo largo de los brazos y dijo—: Chico, lo había olvidado. Yo nunca he estado casado. Nací aquí. Fracasé en las pruebas cuando tenía diez años.

Gavving se obligó a hablar.

—Naciste aquí?

Horse asintió.

—Mi padre era un ciudadano; al menos, eso decía mi madre. ¿Quién va a saberlo?

—Parece probable. Sería más alto si…

—Tate, tate, los chicos de los gigantes de la jungla son tan altos como los ciudadanos.

Esta claro: los chicos que nacían en la jungla eran más altos, pues no había gravedad que los comprimiese.

—¿Cómo son esas pruebas?

—Se supone que no debo decirlo.

—De acuerdo.

El supervisor les gritó.

—¡Pedalead, copsiks! —y lo hicieron.

Seguían bajando pasajeros. Por encima del chirrido de los pedales, Horse dijo:

—Me suspendieron en el examen de obediencia. A veces me alegra no haber tenido que ir.

¿Qué?

—¿Ir?

—A otro árbol. Allí es a dónde se va si se pasan las Pruebas. Eh, estás verde, ¿no? ¿Crees que tus chicos querrían quedarse como ciudadanos si pasaran los exámenes —Pues… sí. —No tenía que haberlo dicho; había admitido que lo aceptaba—. ¿Dónde están los otros árboles? ¿Cuántos hay? ¿Quién vive en ellos? Horse rió quedamente.

—¿Quieres saberlo todo a la vez? Me parece que ahora hay cuatro árboles en flor, en los que se asientan los chicos de cualquier mujer copsik que pasa las pruebas, El Árbol de Londres va entre ellos, comerciando con todo lo que necesitan. Los hijos de cualquier hombre tienen una oportunidad de convertirse en ciudadanos, pero nadie sabe en qué consiste esa oportunidad, ¿lo ves? Una vez, yo pensé que quería ir, pero eso fue hace treinta y cinco años.

»Creía que me elegirían para estar de servicio en la mata exterior. Debería de haber sido elegido. Soy de la segunda generación… y me devolvieron abajo por aquello, y estuve malditamente cerca de perder mis exámenes por golpear a un supervisor. Jorg, ese —Horse señalaba al hombre que pedaleaba en cabeza— lo hizo. Pobre copsik. Nunca sabré lo que hacen los gentiles cuando llegan las Vacaciones.

Gavving todavía no había aprendido a afeitarse sin producirse cortes. No podía elegir. Todos los copsiks se afeitaban. No había visto a ningún hombre con barba en el Árbol de Londres, salvo uno; y aquel era Patry, un oficial de la Armada.

—Horse, ¿por eso hacen que nos afeitemos? ¿Para que así los gentiles no resulten tan destacadamente notorios?

—Nunca lo había pensado. Quizá.

—Horse… tú debes haber visto ya cómo se mueve el árbol.

La risa de Horse hizo que un supervisor volviera la cabeza. Bajó la voz para hablar.

—¿Piensas que eso es sólo una historia? ¡Cambiamos el árbol de sitio una vez cada año! También he estado acarreando agua, para alimentar el mac.

—¿Cómo es eso?

—Es como si la marea tirase oblicuamente. Entonces ir a la boca del árbol es como trepar una colina. Nadie desearía formar parte de ningún grupo de caja en esas circunstancias, y hay que inclinar en sentido contrario los recipientes de comida. Todo el tronco del árbol se inclina un poco…