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El cazador de copsiks iba demasiado deprisa. Clave le golpeó en la cara con la empuñadura de la ballesta y, mientras el otro se encogía, le apuñaló la garganta.

Merril estaba avanzando para dar la vuelta al tronco. Clave la siguió. Ella se detuvo y se acuclilló un momento antes de ver el carguero, muy lejos en el tronco. Todos los cazadores de copsiks estaban sobre él.

Clave se acercó a ella.

—Todo bien —dijo Merril—, ¿por qué no nos han matado con esa cosa científica?

—Buena pregunta. —Clave miró hacia el grupo de Anthon mientras los hombres lanzaban saetas desde las ballestas alrededor de la curva de la madera. Los guardianes del carguero disparaban hacia abajo, pero sin mucho éxito.

—Olvídalo —dijo Clave—. No lo están usando. Usan las cajas de madera para que lleguen los refuerzos. Déjalos…

—Corta las cuerdas.

—Conforme.

Dos cuerdas, tan gruesas como el brazo de Clave, corrían en paralelo a lo largo del tronco. La última caja estaba en camino, muy cerca de su asentamiento. Otra caja podría subir. Clave y Merril se abrieron camino hasta la cuerda más cercana y empezaron a cercenarla.

Seis hombres y una cosa plateada tenían la posibilidad de alcanzarlos con los arcos de pie. Clave y Merril tomaron escudos de corteza para protegerse. Clave miró fijamente al hombre de plata. Era como si intentara recordar una pesadilla: un nombre hecho de materia estelar, con una pelota blanca en lugar de cabeza. Clave disparó contra él hasta que vio que le alcanzaba con una saeta y que esta rebotaba.

Su escudo y el de Merril tenían clavados varios arpones emplumados. Vio tres formas diminutas parecidas a espinas golpeando contra el escudo de Merril, con una cuerda amarrada en su desnuda cabeza.

Clave gritó. Merril se agachó. Las espinas chisporrotearon sobre el tronco.

—Oh —dijo Merril—, el hombre de plata.

—¿Lo conoces?

—Sí… cuidado con sus mordiscos… estaba con los cazadores de copsiks en los Estados de Carther. No tenemos nada que pueda taladrar esa armadura.

Otra caja estaba llegando hasta su recinto cuando la cuerda se partió. La caja empezó a ir a la deriva. Los hombres se soltaron y volaron en trayectorias curvas, propulsados por las vainas, dirigiéndose hacia el tronco. Parecían estar demasiado lejos para poder hacer algo útil. La otra cuerda estaba floja.

—Es una polea —dijo Merril—. No hace falta que cortemos la otra.

—Es mejor que nos escapemos. Hay un cable que corre por fuera…

—No. Mejor es que nos unamos al grupo victorioso. Deprisa, o nos quedamos atrás.

—¿Victorioso…? —Entonces Clave vio lo que Merril quería decir.

Guerreros vestidos de verde se amontonaban alrededor del carguero. Algunos gateaban hacia las puertas. Los hombres de azul flotaban alrededor con la lasitud de los muertos. Los cazadores de copsiks que aún seguían vivos retrocedían hacia la curvatura del tronco para esperar la llegada de refuerzos.

Parecía como si la guerra del carguero hubiera terminado. Pero otros cazadores de copsiks estaban acercándose. Clave logró un tiro de suerte: ya sólo quedaban cinco, más el hombre de plata.

Ordon murió mirando asombrado una saeta en su pecho. El Grad vio su cara a través de la ventanilla… pero aunque Ordon hubiese podido oírle, no había nada que pudiera decir. El Grad se volvió hacia la pantalla amarilla.

Había en el ventanal cinco rectángulos flotantes: la vista de popa, dorsal, ventral y ambos costados. Se podían entrever hombres vestidos de azul, hombres y mujeres vestidos de verde; imposible decir cuáles estaban ganando.

Tres hombres de la Armada se movían por la cubierta de los motores de empuje. El Grad tocó unos guiones azules. Las llamas aparecieron cerca de ellos. Gritaron, se lanzaron, aletearon para intentar orientarse… y uno se encontró con una saeta clavada en el vientre.

Lawri gritó.

—¡Asesino!

—A algunos de nosotros no nos gusta ser copsiks —dijo el Grad—. A algunos de nosotros ni siquiera nos gustan los cazadores de copsiks.

—¡Tanto Klance como yo te hemos tratado siempre con amabilidad!

—Eso es totalmente cierto. ¿Pero que hicisteis con el resto de la Tribu de Quinn? ¿No te habrás olvidado de que yo tenía una tribu?

—¡Tu tribu ha muerto! ¡Tu árbol se desmoronó! ¡Maldito alimentador del árbol amotinado, tu tribu podíamos haber sido nosotros!

El Grad no tenía particular interés por hacerla callar. Las acusaciones de Lawri sólo levantaban ciertos ecos en su mente. El Grad ya había tomado sus propias decisiones.

Habló sin ira.

—¿No sabes lo que les estaba pasando a nuestras mujeres? Gavving tendría permiso para ver a su esposa de aquí a unos treinta días, pero cualquier ciudadano macho tenía derecho a ella en cuanto le apeteciera. Ahora que está embarazada, no sabe quién es el padre, y yo tampoco.

—Te matarán —dijo Lawri—. ¿Te he dicho cuál es el castigo por amotinamiento?

—Sigue así, pero noto que tu línea de argumentos ha cambiado.

Ella se lo dijo de todos modos. Parecía lo suficientemente espantoso; razón de más para mantener cerradas las puertas.

El Grad encontró la pantalla de infrarrojos. Aparecieron puntos rojizos por encima del tronco. Desconectó el infrarrojo y reconoció a Clave y a Merril, y a la Armada cazándolos… incluido lo que debía ser un enano en un traje de presión.

¡Clave y Merril! Entonces los cartheros estaban ya junto a él. Se maravilló.

Los guerreros vestidos de verde se precipitaban sobre el mac. Cuando la Armada se replegara sería capaz de envolverla en una llamarada, no sólo para matarla, sino como una señal para los cartheros. ¡Estoy con vosotros! Los cartheros ya hormigueaban por el mac y la Armada se retiraba por el tronco.

El Grad abrió dos líneas amarillas con las yemas de los dedos. Se dio la vuelta para saludar a los altos y sangrientos gigantes de la jungla.

Gavving estaba en pie, entre dos hombres que lo mantenían erguido, sin estar aún del todo despierto.

—¿Qué pasa? —dijo.

—Necesitamos pedaleadores —contestó alguien.

Cuatro hombres de la Armada ayudaban a tres somnolientos copsiks a salir de las barracas y a trepar a lo largo de la mata. Gavving controló su furia y Horse se lo tomó con su típica docilidad, pero Alfin todavía protestaba cuando lo sacaron hacia la luz solar.

—¡Soy el asistente del encargado de la boca del árbol! No soy un par de piernas que den de comer al árbol…

—Escucha. Estamos enviando hombres a la Ciudadela tan deprisa como podemos. Hemos hecho trabajar al grupo regular hasta casi la muerte. ¡Tomarás su lugar y pedalearás con los demás!

—¿Y cumpliré también con mis tareas normales? ¡Estaré medio muerto! ¿Puedo decírselo al Supervisor?

—Móntate en la bicicleta o le tendrás que decir al Supervisor a dónde se han ido tus pruebas. ¡Justo al mismo sitio que se irán tus Vacaciones!

Los copsiks de la plataforma estaban bañados en sudor; el sudor les corría en arroyos desde el cabello; pataleaban como hombres moribundos. Los hombres de la Armada ayudaron a tres de ellos a descender, poniendo mala cara ante el húmedo contacto. Otros hombres de la Armada estaban abordando el elevador.

Medio cielo tenía una textura verde.

¡La jungla! ¡La jungla había llegado hasta el Árbol de Londres!

Sólo se habían quedado tres hombres de la Armada. Uno de ellos era un oficial; Gavving lo reconoció, y llevaba una pieza de la antigua ciencia, una caja parlante. El resto había entrado en el elevador. Gavving estaba atado a la silla. Empezó a pedalear. El elevador subió.