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—Búscala tú —dijo Mayrin. Y salió andando con paso majestuoso.

En los principales abismos de la mata de Quinn había túneles que atravesaban el follaje. Las chozas anidaban en el flanco vertical de la rama, y los túneles las sobrepasaban. Harp y Gavving tenían ya sitio para poder caminar, o algo parecido. En el bajo impulso de la marea, saltaban por el follaje como si tanto ellos como el follaje fueran etéreos. Los arbustos que rodeaban los túneles estaban secos y desnudos, descortezado el follaje de todo alimento.

Cambios. Los días habían sido más largos antes del paso de Gold. Dos días entre cada sueño; ahora el equivalente eran ocho. El Grad había intentado explicárselo en una ocasión, pero el Científico había golpeado al Grad por divulgar sus secretos y a Gavving por escucharlos.

Harp pensaba que el árbol había muerto. Pero, bueno, Harp era el narrador y las palabras más desastrosas se convertían en sus labios en ricas fábulas. Pero el Grad también lo pensaba… y Gavving sentía que el mundo estaba acabando. Casi hubiera preferido que llegara el fin antes de verse obligado a contarle al Presidente lo que le había sucedido a su hijo.

Se detuvo para mirar su propia morada, un largo cuerpo semicilíndrico, la gran choza de los solteros. Estaba vacía. La Tribu de Quinn debía estar reunida para la comida del atardecer.

—Tenemos problemas —dijo Gavving y suspiró.

—Seguro que los tenemos, pero nadie nos va a condenar por haber actuado como lo hicimos. Si nos escondemos, no podremos comer. Además, tenemos esto. —Harp levantó el hongo muerto.

Gavving sacudió la cabeza. Aquello no les ayudaría.

—Podrías haberlo impedido.

—No pude. —Al ver que Gavving no contestaba, Harp dijo—; Hace cuatro días que toda la tribu está tirando cuerdas a un estanque, ¿recuerdas? Un estanque que no más grande que una choza. ¿Por qué no podíamos hacerlo nosotros? No pensamos que era una estupidez hasta que ocurrió aquello, y nadie salvo Clave podía haber realizado la hazaña, y no estaba allí…

—Yo ni siquiera enviaría a Clave a cazar un pájaro espada.

—Veinte a veinte —bromeó Harp. El chiste era arcaico pero su sentido se conservaba. Cualquier loco puede prever el pasado.

Una abertura en el algodón: la pavera, con sólo un melancólico pavo todavía vivo. No esperaban conseguir ninguno, a menos que lo hubieran capturado a un salvaje en el viento. Sequía y hambre… El agua todavía bajaba por el tronco, esporádicamente, pero nunca en cantidad. A veces pasaban cosas volando, comida arrastrada por el aullante viento, pero con poca frecuencia. La tribu no podría sobrevivir largamente sin más alimento que el azucarado follaje.

—¿Nunca te he contado —preguntó Harp— lo de Glory y los pavos?

—No. —Gavving se relajó un poco. Necesitaba distraerse.

—Fue hace doce o trece años, antes del paso de Gold. Las cosas entonces no caían tan deprisa. Pregúntale al Grad por qué, porque yo no sé la causa, pero sí que ocurría. Así que si Glory se hubiere caído sobre la pavera, no la habría destrozado. Pero Glory intentó acarrearla. La sujetó entre sus brazos, y pesaba tres veces más que ella, y perdió el equilibrio y empezó a correr para evitar que golpeara en el suelo. Y entonces la estrelló.

«Fue como si lo hubiera hecho a mala idea. Los pavos se esparcieron por todas partes, desde el Grupo hacia el cielo. Puede que perdiéramos la tercera parte de la pavada. A partir de aquello, Glory fue relevada de todas las responsabilidades sobre la cocina.

Otro agujero, uno grande: tres habitaciones construidas con ramas espinosas. Vacío.

—El Presidente tendrá todavía la lanilla —dijo Gavving.

—Es de noche —contestó Harp.

La noche era sólo un oscurecimiento mientras el lejano arco del Anillo de Humo filtraba la luz del sol; pero un klomter cúbico de follaje también bloqueaba la luz. Una víctima de la lanilla podía salir de noche para compartir una comida.

—Nos verá llegar —dijo Gavving—. Me gustaría que todavía estuviese confinado.

Frente a ellos ardía una hoguera. Se apresuraron, Gavving suspirando, Harp arrastrando el hongo con la cuerda. Cuando emergieron en los Comunes llevaban las caras solemnes y sus ojos no evitaron a nadie.

Los Comunes era una gran zona abierta, encuadrada por una empalizada de arbustos. Casi toda la tribu formaba un círculo escarlata con la marmita en el centro. Hombres y mujeres vestían blusas y pantalones teñidos con la púrpura que el Científico extraía de ciertas bayas y que a veces estaban decoradas de negro. Aquel rojo contrastaba vividamente con cualquier parte de la mata. Los niños sólo llevaban blusas.

Todos estaban extrañamente silenciosos.

El fuego parecía casi apagado, y la marmita —un objeto antiguo, un alto, transparente cilindro con una tapa del mismo material— contenía apenas una ración doble de estofado.

El pecho del Presidente estaba medio cubierto por la lanilla, pero la mancha se había contraído y en su mayor parte empezaba a adquirir un tono marrón. El Presidente era un hombre de mandíbula cuadrada, fornido, de mediana edad, y parecía infeliz, irritado. Hambriento. Harp y Gavving se acercaron a él, ofreciéndole su presa.

—Comida para la tribu —dijo Harp.

La presa parecía un champiñón carnoso, con un tallo de medio metro de largo y órganos sensitivos y un enrollado tentáculo bajo el filo del capuchón. Un pulmón bajaba desde el centro del tallo/cuerpo y era utilizado por la cosa como un propulsor. Parte del capuchón estaba desgarrado, quizá por algún predador; la herida estaba medio cicatrizada. Su apariencia era poco apetitosa, pero las leyes de la sociedad también encadenaban al Presidente.

Tomó el hongo.

—El desayuno de mañana —dijo cortésmente—. ¿Dónde está Laython?

—Perdido —dijo Harp antes de que Gavving pudiera decir nada—. Muerto.

El Presidente los miró con aflicción. —¿Cómo? —Luego—: Espera. Comed primero. Era la cortesía habitual para los cazadores que regresaban; pero para Gavving la espera era una tortura. Excavaron en un recipiente que contenía una escasa cantidad de caldo de verduras y pavo, y usaron las calabazas tan poco como les fue posible.

—Ahora, hablad —dijo el Presidente. Gavving se deprimió cuando Harp empezó la narración. —Partimos como cazadores y escalamos a lo largo del tronco. Levantamos las cabezas al cielo y vimos el tronco desnudo extendiéndose hacia el infinito…

—¿He perdido a mi hijo y me hablas poéticamente? Harp se sobresaltó.

—Perdón. No había nada en la parte del tronco en que estábamos, ningún signo de peligro ni de salvación. Entonces fue cuando Laython vio un pájaro espada, muy lejos, al oeste, arrastrado hacia nosotros por el viento. La voz del Presidente estaba controlada sólo a medias. —¿Fuisteis detrás de un pájaro espada? —Hay hambre en la Mata de Quinn. Hemos caído demasiado hacia adentro, demasiado cerca de Voy, eso dice el Científico. No hay bestias que vuelen cerca, ni aguas goteantes que bajen por el tronco…

—¿Acaso no estoy yo mismo los suficientemente hambriento como para saberlo? Hasta un niño sabe que es mejor el hambre que cazar un pájaro espada. Bueno, sigue.

Harp lo contó todo, con un lenguaje sobrio, pasando ligeramente por la desobediencia de Laython, dejando que le viesen como un héroe condenado.

—Vimos como Laython y el pájaro espada eran empujados por el viento hacia el este, a lo largo de un klomter de rama desnuda, y más allá. No podíamos hacer nada.

—¿Y su cuerda?

—Fue con él.

—Habrá encontrado apoyo en algún sitio —dijo el Presidente—. Un follaje… otro árbol… se habrá podido anclar en la zona media y bajar… bien. La Tribu de Quinn lo ha perdido.