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Aguardamos —dijo Harp—, con la esperanza de que Laython pudiera encontrar un camino de vuelta, que lo consiguiera y se amarrara a alguna parte del tronco… Pasaron cuatro días. Sólo vimos un hongo arrastrado por el viento. Lanzamos los garfios y lo apresamos.

El Presidente parecía enfermo y disgustado. Gavving oyó en su mente. ¿Habéis cambiado a mi hijo por un hongo? Pero el Presidente dijo:

—Sois los últimos cazadores que quedaban por volver. Debéis saber lo que ha pasado hoy. Lo primero, que un berbiqui ha matado a Martal.

Martal era una de las ancianas, tía del padre de Gavving. Una arrugada mujer que siempre estaba ocupada, demasiado ocupada para hablar con los niños, y que había sido la cocinera principal de la Tribu de Quinn. Gavving intentó no imaginarse el berbiquí barrenando sus intestinos. Mientras Gavving se estremecía, el Presidente dijo:

—Cuando hayan pasado cinco días de sueño, nos reuniremos para los últimos ritos de Martal. Segundo: el Consejo ha decidido enviar una expedición que suba por el tronco. No regresará sin traer medios para sobrevivir. Gavving, tú te unirás a la expedición. Serás informado con todo detalle de tu misión después del funeral.

Dos — Despedida

La boca del árbol era un pozo embudado entrelazado con desnudas ramas espinosas de aspecto mortífero. Los ciudadanos de la Mata de Quinn se agrupaban en un arco sobre el cercano borde vertical. Se habían reunido una cincuentena, quizá más, para decirle adiós a Martal. Casi la mitad eran niños.

Al oeste de la boca del árbol no había más que cielo. El cielo los envolvía completamente, y allí no había protección contra el viento, pues se encontraban en la parte más occidental de la rama. Las madres protegían a sus hijos con sus túnicas. La Tribu de Quinn parecía formada por las rojas bayas de la mata esparcidas en el espeso follaje que había alrededor de la boca del árbol.

Martal estaba entre ellos, en el borde más bajo del embudo, flanqueada por cuatro miembros de su familia. Gavving estudió la cara de la mujer muerta. Casi tranquila, pensó, pero con un último resquicio de horror. Tenía la herida sobre la cadera: una hendidura que no había sido hecha por el berbiquí, sino por el cuchillo del Científico que había cavado en su busca.

El berbiquí era una criatura pequeña, no mayor que el dedo del pie de un hombre. Podía volar en el viento tan rápido que no se lo podía ver, y golpear y enterrarse en la carne, para dejar sus intestinos como una saca expandida que arrastrara tras él. Si se le dejaba, podía, eventualmente, excavar en la carne y al partir, triplicado de tamaño, dejaba a cambio una nidada de huevos junto con su tripa abandonada.

Mirar a Martal le estaba revolviendo el estómago a Gavving. Había estado tumbado despierto mucho tiempo, durmiendo muy poco; sus tripas se agitaban mientras intentaban digerir el desayuno de estofado de hongo.

Harp se acercó cautelosamente, a sus espaldas, hablándole por encima del hombro.

—Lo siento —dijo.

—¿Por qué? —Gavving creía saber lo que pretendía.

—No tendrías que ir si Laython no hubiese muerto.

—Piensas que es un castigo del Presidente. De acuerdo, yo también lo pienso, pero… ¿tú no irías a pesar de todo?

Harp extendió las manos con un gesto no habitual en él, pues se había quedado sin palabras.

—Tienes muchos amigos.

—Seguro. Hablo bien. Será por eso.

—Podías presentarte voluntario. ¿Has pensado en la de historias que podrías contar a la vuelta?

Harp abrió la boca, la cerró y se encogió de hombros.

Gavving lo percibió entonces. Se lo había preguntado antes y ya lo sabía. Harp tenía miedo…

—No he podido conseguir que nadie me diga nada —dijo—. ¿Has oído algo?

—Buenas noticias, y malas. Seréis nueve, en principio eran ocho. Tú has sido una ocurrencia de última hora. La buena noticia no pasa de ser un rumor. Clave es vuestro jefe.

—¿Clave?

—El mismo. Quizá, ahora pueda decirse sin demasiadas dudas que el Presidente intenta librarse de todos aquellos que no le gustan. El…

¡Clave es el mejor cazador de la mata! ¡Y el yerno del Presidente!

—Pero no vive con Mayrin. Aparte de eso… Lo he adivinado.

—¿Qué?

Es demasiado complicado. Puede que me equivoque. —Y Harp se alejó.

El Anillo de Humo era una línea blanca emergiendo sobre el pálido cielo azul, estrechándose según se curvaba hacia el oeste. Bajando por el arco, Gold era un grumo de turbulentas, embravecidas tormentas. La mirada de Gavving seguía el brazo hacia alrededor y hacia abajo y hacia adentro, hasta que se desdibujaba en las cercanías de Voy. Voy estaba directamente abajo, un pequeño punto brillando como un diamante engarzado en un anillo.

Era más brillante y nítido que en la infancia de Gavving. Voy había sido oscuro y borroso.

Cuando la pasada de Gold, Gavving tenía sólo diez años. Recordaba cuánto había odiado al Científico por sus predicciones sobre el desastre, por el miedo que produjeron aquellas predicciones. Los ruidosos vientos habían sido especialmente terribles… pero Gold pasó, y las tormentas se apaciguaron.

Los ataques de alergia empezaron pocos días después. La sequía que les asolaba tardaría varios años en alcanzar la cúspide, pero Gavving sentía el desastre una vez más. Ciega agonía como cuchillos clavados en sus ojos, la nariz derritiéndosele, opresión en el pecho. Por el tenue, y seco aire, le había dicho el Científico. Algunos podían tolerarlo, otros no. Le habían dicho que Gold había sacado al árbol de su órbita; el árbol se movía más cerca de Voy, demasiado bajo dentro de la zona media del Anillo de Humo. A Gavving le dijeron que fuese a dormir sobre la boca del árbol, por donde corrían los riachuelos. Aquello fue antes de que los riachuelos empezasen a menguar drásticamente.

El viento también era más fuerte. Soplaba directamente hacia la boca del árbol. La Mata de Quinn extendió grandes velas verdes hacia el viento, para poder atrapar cualquier cosa que el viento arrastrase. Agua, polvo o lodo, insectos o criaturas más grandes, todo era filtrado por el fino follaje o enredado en los arbustos. Las ramas espinosas emigraron lentamente, hacia el oeste de la rama, hasta que de forma gradual fueron tragadas por el gran pozo cónico. Incluso las viejas chozas emigraron hacia la boca del árbol para ser amasadas y tragadas, y tenían que construir otras nuevas cada pocos años.

Todo se dirigía hacia la boca del árbol. Las corrientes que atravesaban la parte inferior del tronco habían encontrado una dársena artificial, y el agua que llegaba a la boca del árbol, agua para cocinar, o lavarse, o desechos humanos, era «para alimentar el árbol».

El colchón de Martal, hecho de ramas espinosas, había sido bajado unos cuantos metros. Su séquito se había retirado al borde, para unirse al Alfin, guardián de la boca del árbol.

Los niños sabían como cuidar del árbol. Cuando Gavving era más joven, parte de sus tareas incluían recoger y arrastrar tierra y estiércol y basura para tirarlo por la boca del árbol, remover las rocas que podrían usarse en otra parte, encontrar y matar insectos nocivos. No le gustaba mucho —a Alfin le aterrorizaba trabajar abajo— pero recordaba que algunos de los insectos eran comestibles. También crecían cultivos terrestres, tabaco y maíz y tomates; tenían que hacer la recolección antes de que el árbol se los tragase.

En aquellos días oscuros, que pasara una presa era bastante raro. Hasta los insectos estaban muñéndose. No quedaba comida para la tribu, sólo basura para alimentar a los insectos o al árbol. Las cosechas estaban a punto de morir. La rama estaba medio desnuda, y no tenía follaje nuevo.