– Tan conversador como siempre -resopló Poitras.
Seguimos un sendero estrecho y sinuoso por entre los árboles. El follaje susurraba al ser mecido por el viento, pero a nuestra altura el aire no se movía. Las cenizas de los incendios del norte se filtraban por entre las ramas y flotaban en el aire inerte. Poitras las apartaba a manotazos, como si en vez de cenizas fueran insectos.
– ¿Cuál ha sido la causa de la muerte? -le pregunté.
– El forense acaba de bajar.
– Sí, lo hemos visto. ¿Tú qué crees?
Poitras inclinó la cabeza hacia Pike. Estaba claro que se sentía incómodo y aminoró la marcha para que Pike se alejara.
– Un tiro en la cabeza, aunque aún no es oficial. Parece del 22, pero también podría ser del 25. Se la cargaron aquí, en el sendero, y cayó a un barranco no muy profundo. No hay indicios de agresión ni de abusos sexuales, pero eso lo digo a falta de más datos. Van a llevarse muestras al laboratorio del forense.
– ¿Algún testigo?
– Tengo gente que va de puerta en puerta por las casas de alrededor en busca de nombres, pero ya sabes cómo van estas cosas.
El sendero discurría junto a un saliente a unos cinco metros del agua, a veces entre árboles densos. Entonces llegamos a una barrera de cinta de color amarillo con la que la policía acordona las zonas en las que se ha cometido un crimen y tomamos un camino recién abierto hasta el lago, donde seguimos la orilla dando un pequeño rodeo.
– La víctima está por aquí.
Pike dio dos pasos por la pendiente y se detuvo.
Karen García estaba en el fondo de un barranco estrecho, y la salvia silvestre ocultaba su cadáver. Tenía el brazo derecho doblado a la espalda y el izquierdo extendido por encima de la cabeza. También tenía doblada la rodilla izquierda, y el pie había quedado bajo la pierna derecha. Por lo que pude distinguir, el rostro estaba totalmente lívido. El desagradable olor de los gases de la descomposición flotaba en el aire como una mortaja. En torno al cadáver pululaban enormes moscardas negras y avispones. El forense las espantaba con la tablilla con sujetapapeles que llevaba en la mano.
– ¡Mierda de moscas! -exclamó un inspector hispano-. ¡Que se vayan a comer carne a otro sitio!
No fui capaz de captar si Pike sentía algo.
El forense, que se había puesto unos guantes de látex, se inclinó sobre el cuerpo para ver algo que estaba señalándole el inspector hispano. La mano que había quedado expuesta ya estaba metida en una bolsa de plástico para proteger cualquier pista que pudiera encontrarse bajo las uñas. Más tarde las buscarían en el depósito, y si hallaban algo, lo analizarían.
– ¿Quién ha encontrado el cadáver?
– Dos tíos que iban de paseo. La han encontrado aquí y han llamado desde el coche. ¿Conocéis a Kurt Asana?
El forense hizo un velado gesto. Asana.
– ¿Cómo la han identificado tan deprisa? -quiso saber Pike.
– Los que la han encontrado. Llevaba el carnet de conducir en el bolsillo del pantalón.
Los agentes que respondían al aviso no podían tocar el cadáver. Nadie podía tocar a la víctima hasta que la hubiera examinado el forense. De este modo, el abogado de un sospechoso no podía argumentar durante el juicio que los policías habían viciado las pruebas con su torpeza. Si quienes la habían encontrado no hubieran buscado algún documento que la identificara, la policía seguiría preguntándose quién era hasta que Asana le vaciara los bolsillos.
– Eh, Kurt, ¿puedes decirme más o menos la hora de la muerte? -pidió Poitras.
Asana intentó doblarle el hombro y notó que estaba rígido, aunque relativamente flexible.
– Está empezando el rigor mortis. Yo diría que unas veinticuatro horas.
– Vino a correr por aquí entre las nueve y media y las diez de la mañana.
– Bueno, de momento sólo puedo especular, pero eso encaja. Cuando tenga las pruebas lo sabré con bastante exactitud.
Tomó un bisturí y un largo termómetro de metal de la caja y siguió trabajando. Pike y yo nos dimos la vuelta. Asana iba a tomar la temperatura del hígado. Cuando la tuviera, la compararía con la del aire para así saber cuánto tiempo llevaba el cuerpo enfriándose.
Estábamos esperando a que terminara cuando aparecieron por detrás del saliente tres hombres trajeados que andaban como si el lago fuera suyo. Poitras dio un paso adelante para bloquear el sendero.
– ¿Necesitan algo?
– Krantz -dijo Joe Pike a mi espalda.
El tal Krantz sacó una placa dorada de inspector y se la plantó a dos dedos de la nariz a Poitras. Era alto y de piel curtida, y tenía la frente amplia y la cara alargada. Me pareció uno de esos tipos a los que les gusta levantar la barbilla para que la gente vea que van en serio. Era precisamente lo que estaba haciendo.
– Harvey Krantz, Robos y Homicidios. Los inspectores Stan Watts y Jerome Williams. -Watts era blanco y mayor y tenía los hombros carnosos y la cabeza cuadrada. Williams era negro y más joven-. ¿Es usted el teniente Poitras?
– Efectivamente.
– El distrito de Hollywood queda apartado del caso. Robos y Homicidios toma el mando.
Robos y Homicidios era la sección de homicidios de élite de la policía de Los Ángeles. Tenía su sede en el centro, en Parker Center, y solían encargarse de los casos de homicidio más importantes de toda la ciudad.
Poitras no se movió.
– Está de broma.
Aquél era probablemente el caso más importante que tenía en la mesa, y no le hacía ninguna gracia entregárselo a nadie.
– Llévese a sus hombres, teniente. Tomamos el mando.
Krantz se guardó la placa y levantó un poco más la barbilla. Le calculé unos cuarenta y cinco años, pero quizá tenía más.
– ¿Así? ¿Sin más?
– Sin más.
Poitras abrió la boca como si fuera a decir algo, pero dio un paso atrás y se giró hacia donde estaba el cadáver. Tenía el rostro totalmente inexpresivo.
– Nos vamos, chicos.
El inspector hispano que estaba con Asana levantó la vista.
– ¿Qué?
– Nos vamos. Les pasamos el relevo a los de Robos y Homicidios.
Cuando Watts y Williams se acercaron, el inspector hispano y otro que había estado merodeando por la maleza se apartaron. No parecía que a ninguno de los dos miembros de Robos y Homicidios le molestaran las moscas.
Krantz pasaba junto a Poitras para colocarse junto a ellos cuando vio algo que le dejó pasmado.
– ¡Joe Pike!
– ¿Desde cuándo fichan a cagados como tú en Robos y Homicidios, Krantz?
Krantz se puso totalmente rojo. Miró a Poitras y gritó tan alto que Asana levantó la vista.
– ¿Sabe quién es este hombre? ¿Por qué está aquí?
– Sí sé quién es -contestó Poitras con cara de aburrimiento-. El otro es Elvis Cole. Trabajan para el padre de la víctima.
– ¡Me importa una puta mierda! Por mí como si trabajan para Jesucristo. No deberían estar aquí y a usted se le va a caer el pelo por dejar entrar a personal no autorizado en la escena del crimen.
En los labios de Poitras se dibujó una ligera sonrisa. Ambos hombres tenían más o menos la misma altura, pero Krantz era delgado, y en cambio Poitras pesaba ciento quince kilos. Una vez le había visto volcar un Escarabajo Volkswagen del 68.
– El agente de guardia me ha ordenado que les dé acceso ilimitado, Krantz -replicó con calma-. Y eso es lo que he hecho. El padre de la víctima tiene contactos en el Ayuntamiento y además Pike la conocía personalmente.
Krantz no le escuchaba. Pasó de Poitras y fue como una exhalación hasta mi compañero. Pensé que quizá le tenía poco apego a la vida.
– Me parece mentira que tengas los santos cojones de presentarte en la escena de un crimen, Pike. Es increíble tanta desfachatez.
– Aparta -contestó Joe, nuevamente en voz baja.
Entonces Krantz se puso justo delante de la cara de Pike, al borde del precipicio.
– Y si no, ¿qué, hijoputa? ¿Me vas a pegar un tiro a mí también?