Выбрать главу

Poitras apartó a Krantz de un empujón y se colocó entre los dos hombres.

– Pero ¿qué te pasa, Krantz? ¡Contrólate!

La boca de Krantz se transformó en una sonrisa de reptil y me pregunté qué se traería entre manos.

– Quiero que se interrogue a este hombre, teniente -ordenó-. Si conocía a la víctima, puede que sepa cómo ha acabado en este estado.

– Ni tú te lo crees, cagado -respondió Pike.

El inspector volvió a ponerse rojo y en la frente se le marcó toda una red de venas.

Me acerqué a mi socio.

– ¿Se puede saber qué está pasando aquí?

– No pasa gran cosa -contestó, encogiéndose de hombros-. Estoy a punto de dejar sin sentido a Krantz.

– Te la has ganado, Pike -replicó Krantz, aún más furioso-. Estás detenido. Ya hablaremos contigo en el centro.

La radio de Poitras soltó un petardeo detrás de nosotros. Lou dijo varias cosas que no alcanzamos a oír y se la pasó a Krantz.

– Es el jefe adjunto Mills.

Krantz le arrebató el aparato.

– Harvey Krantz al habla.

Poitras nos acompañó hasta el sendero, sin esperar.

– Olvidaos de Krantz. A donde vosotros vais a ir es a casa de García. El jefe adjunto está allí ahora y el viejo quiere veros.

Pike y yo volvimos al sendero, subimos la cuesta y regresamos por entre los árboles.

– Siento lo de Karen, Joe -le dije cuando estuvimos lejos de la policía y sólo se oía el crujido de las hojas a nuestro paso.

Asintió con la cabeza.

– ¿Vas a contarme de qué iba todo eso?

– No.

El trayecto hasta Hancock Park se me hizo una eternidad.

Capítulo 5

Había un coche patrulla de la policía aparcado delante de la casa de Frank García, además de dos sedanes anónimos pertenecientes a inspectores, un Town Car negro y tres vehículos más. La mujer latinoamericana volvió a abrir la puerta, pero antes de que entráramos, un hombre también hispano, más o menos de la edad de Frank, se adelantó y nos tendió la mano con decisión. Las marcas de viruela del rostro y el cabello de un gris acero le daban un aspecto severo, pero su voz era agradable.

– Señor Cole, señor Pike, soy Abbot Montoya. Gracias por venir.

– ¿Qué tal está Frank? -preguntó Joe.

– No muy bien. Va a venir su médico.

La voz de Frank García tronó desde el interior de la casa.

– Hijos de puta, es como si hubierais matado vosotros a mi hija. ¡Fuera de esta casa!

No se dirigía a nosotros.

Seguimos a Montoya hasta llegar a un enorme salón con arcos que no había visto la vez anterior. Había dos jefes de uniforme, un hombre vestido con un traje y otro de más edad con ropa de tenis Nike, todos muy juntos, como un cuarteto de gospel. Frank estaba cantándoles las cuarenta. Tenía los ojos hundidos y rojos y la mirada perdida, y parecía que todas y cada una de las arrugas de su rostro hubieran sido grabadas con algo increíblemente afilado y desgarrador. Había tanto dolor en su mirada que daba pena sólo de verle.

El concejal Henry Maldonado estaba tan alejado de los policías como podía, pero Frank también le gritaba.

– ¡Debería mandarte a la puta calle con ellos, Henry, menuda ayuda la tuya! ¡La próxima vez debería darle mi dinero al cabronazo de Ruiz! -Melvin Ruiz se había presentado a las primarias que había ganado Maldonado.

Montoya se abalanzó sobre Frank.

– Cálmate, por favor, Frank -le pidió en tono tranquilizador-. Vamos a encargarnos de todo. Han llegado los señores Cole y Pike.

Frank miró tras Montoya con un ansia desesperada en la mirada que resultaba tan penosa como su dolor, como si Joe fuera capaz de decir que aquella horrible pesadilla no era real, que aquellos hombres habían cometido un terrible error y su única hija no había sido asesinada.

– ¿Joe?

Joe se arrodilló junto a la silla de ruedas, pero no alcancé a oír lo que dijo.

Mientras hablaba, Abbot Montoya me acompañó al otro extremo de la habitación y me presentó.

– Señor Maldonado, éste es el señor Cole. El señor Pike está con Frank. Nos gustaría que representaran al señor García durante la investigación.

– ¿Qué quiere decir con eso de «representar»? -pregunté, sorprendido.

El hombre del traje hizo como si no me hubiera oído.

– Dar entrada a alguien de fuera sería un terrible error, concejal. Si les ponemos al tanto de nuestra investigación no tendremos ningún control de seguridad.

– Estamos más que dispuestos a colaborar con las familias para mantenerlas informadas, Henry -intervino el tenista-, pero si alguien así interfiere podría obstaculizar la investigación o incluso dar al traste con el caso.

El del traje era el capitán Greg Bishop, jefe de Robos y Homicidios. La ropa de tenis pertenecía al jefe adjunto Walter Mills. Supuse que le habrían llamado mientras jugada su partido de tenis de los domingos por la mañana y no le había hecho ninguna gracia.

Carraspeé e intervine:

– No quisiera parecer tonto, pero ¿soy yo ese alguien de fuera?

– Con razón o sin ella -explicó Montoya tras mirar a García y bajar la voz-, Frank echa la culpa de la muerte de su hija a la policía. Cree que no reaccionaron cuando les pidió ayuda y le gustaría tener a sus propios representantes para que supervisaran la investigación y le mantuvieran al tanto. Me ha dicho que el señor Pike y usted asumirían ese papel.

– ¿Ah, sí?

Montoya parecía sorprendido.

– ¿No le parece bien?

Bishop y Mills me observaban, y los dos agentes de uniforme me estudiaban con interés, como dos halcones a punto de saltar sobre una gallina.

– Si la policía se encarga del caso, señor Montoya, no sé muy bien qué puedo hacer yo.

– Me parece que ha quedado claro.

– Pues la verdad es que no. Esto es la investigación de un homicidio. Joe y yo no podemos hacer nada que la policía no pueda llevar a cabo a mayor escala. Tienen gente y la tecnología necesaria, y saben hacer bien su trabajo.

Los agentes de uniforme se estiraron un poco y el jefe adjunto respiró aliviado, como si acabara de esquivar la acometida de un toro.

– Señor Montoya, yo mismo estaré en contacto con usted y con el señor García para mantenerles al tanto de la investigación -aseguró Bishop-. Voy a darle el número de teléfono de mi domicilio. Podemos hablar todos los días.

– Me parece razonable, Abbot -dijo Maldonado, asintiendo esperanzado.

Mientras lo decía, la mujer hizo pasar a Krantz, que no tenía cara de estar aliviado ni esperanzado. Se colocó detrás de Bishop.

Montoya tocó el brazo del concejal, como si ninguno de los dos comprendiera lo que estaba pasando.

– No estamos hablando de si el departamento quiere mantener informado al señor García, Henry. Estamos hablando de confianza.

– Cuando mi hijita desapareció ayer -intervino Frank García a nuestra espalda-, llamé a esta gente, pero no movieron ni un dedo. Sabía adonde había ido y les dije dónde tenían que mirar, pero me contestaron que no podían hacer nada. ¿Y ahora tengo que confiar en que esta gente va a encontrar al que la ha matado? No. Ni hablar.

– Frank, si les das una oportunidad… -pidió Maldonado extendiendo las manos y en tono de súplica.

– Ahora están con Karen, seguramente estropeándolo todo como en el caso de O. J., y yo no puedo moverme de esta maldita silla. No puedo ir a cuidarla, y eso quiere decir que tiene que ir otra persona. -Se dio la vuelta para mirar a Joe, y luego volvió la cabeza otra vez hacia el concejal Maldonado-. Mi amigo Joe y su amigo, el señor Cole. No hay más que hablar, Henry.

– Nos gustaría que los señores Cole y Pike tuvieran acceso total a todos los niveles de la investigación -puntualizó Montoya-. No pretendemos que formen parte de la investigación oficial de la policía ni que interfieran en ella, pero si les permiten ese acceso podrán informar a Frank y le ofrecerán un consuelo que en este momento le es muy necesario. No pedimos nada más.