– ¡No!
El arma del agente alto no temblaba en absoluto. Fahreed miró aquellas gafas de sol planas y se dio cuenta de que estaban manchadas de sangre.
– ¡Por favor!
El agente alto cayó arrodillado junto a su compañero y empezó a aplicarle la reanimación cardiopulmonar.
– Llama a una ambulancia -dijo sin levantar la vista.
Fahreed Abouti salió corriendo hacia el teléfono.
Primera PARTE
Capítulo 1
Aquel domingo, el sol calentaba con fuerza la cuenca de Los Ángeles y empujaba a la gente hacia las playas, los parques y las piscinas para huir del calor. El aire zumbaba con la pulsación eléctrica que tenía cuando el viento seco del desierto abrasaba las laderas, transformadas en teas rellenas de alquitrán. En el momento menos pensado podían convertirse en llamas capaces de derretir la carrocería de un coche.
Las montañas Verdugo, por encima de Glendale, estaban ardiendo. Una columna de humo marrón que se elevaba desde la cordillera quedaba atrapada por los vientos de Santa Ana y era propagada hacia el sur por toda la ciudad, pintando el cielo del color de la sangre seca. Si alguien estuviera en Burbank o subiera por la serpenteante Mulholland por encima de Sunset Strip, vería avanzar los enormes camiones de bomberos, de un rojo intenso, con sus cargamentos de material ignífugo mientras los helicópteros de los informativos sobrevolaban la zona. O también podía verse todo el espectáculo por televisión. En Los Ángeles, los incendios eran, junto con los disturbios y los terremotos, el deporte espectáculo con más seguidores.
Desde la casa de Lucy Chenier, un segundo piso de Beverly Hills, no veíamos la columna de humo, pero el cielo tenía un tono anaranjado que bastó para que Lucy se detuviera ante la puerta y pusiera cara de preocupación. Estábamos entrando cajas de cartón que llevaba en su coche. Aún no había terminado la mudanza.
– ¿Eso es el incendio?
– Los vientos de Santa Ana empujan el humo hacia el sur. Dentro de un par de horas empezará a caer ceniza, como una nieve gris.
El incendio estaba a más de sesenta kilómetros y no corríamos peligro. Sin dejar de fruncir el ceño, Lucy echó un vistazo a su Lexus aparcado en la calle, un poco más abajo.
– ¿Se estropeará la pintura?
– Cuando caiga la ceniza ya estará fría, será como un polvillo. Sólo habrá que limpiarla con la manguera.
Allí estaba yo, Elvis Cole, habitante profesional de Los Ángeles, instruyendo a una nueva adquisición de la ciudad que, casualidades de la vida, también era mi novia. «Ya verás cuando haya un temblor de los buenos», pensé.
Lucy no quedó muy convencida, pero de todos modos entró en casa y llamó a su hijo.
– ¡Ben!
Hacía menos de una semana que Lucille Chenier y su hijo de nueve años habían dejado atrás Luisiana para mudarse al piso que habían alquilado en Beverly Hills, justo al sur de Wilshire Boulevard. Lucy ejercía la abogacía en Baton Rouge, pero en Los Ángeles iba a iniciar una nueva carrera como comentarista de juicios en una televisión local (una ocupación bastante reciente engendrada por el monstruoso caso de O. J. Simpson). En Los Ángeles iba a ganar más dinero, tendría más tiempo libre para dedicárselo a su hijo y estaría más cerca de moi. Y precisamente ese moi llevaba todo el viernes, todo el sábado y casi toda la mañana del domingo distribuyendo los muebles una y otra vez en el salón. Eso sí es auténtico amor.
En la televisión teníamos puesto el canal para el que ya trabajaba Lucy, KROK-8 («Noticias de verdad para gente de verdad»). Al igual que los demás canales de la ciudad, había interrumpido la programación habitual para informar en directo del incendio. Habían sido evacuadas veintiocho casas en peligro.
Lucy le pasó la caja a Ben.
– ¿Pesa demasiado?
– ¡Qué va!
– Venga, a tu habitación, al armario. Y no quiero verte durante un rato.
Cuando salió el niño, rodeé la cintura de Lucy con mi brazo y le susurré:
– Venga, a tu habitación, a la cama. Quiero verte durante un rato.
Se apartó y se puso a observar el sofá.
– Primero tenemos que ordenar el salón. ¿Te importa volver a mover el sofá?
Lo observé con atención. Lo había cambiado de sitio media docena de veces en los últimos dos días.
– ¿Contra qué pared?
– Ahí -dijo mordisqueándose el pulgar, pensativa.
– Ahí es donde estaba hace un rato.
Era un sofá enorme, que pesaba una tonelada.
– Sí, pero eso era cuando el mueble de la tele estaba al lado de la chimenea. Ahora que hemos puesto la tele cerca de la entrada, el efecto final va a ser totalmente diferente.
– ¿Hemos puesto?
– Sí. Hemos puesto.
Arrastré el sofá hasta la pared opuesta. Dos toneladas, para ser más exactos. Estaba acabando de colocarlo cuando sonó el teléfono. Lucy habló un poco, y enseguida me lo pasó.
– Joe.
Joe Pike y yo éramos socios en la agencia de detectives que llevaba mi nombre. Habríamos podido incluir también el suyo si hubiera querido, pero no quiso. Cosas de Joe. Agarré el teléfono.
– Asociación de Sufridores de Hernias, dígame.
Lucy me hizo una mueca y me dio la espalda. Ya estaba maquinando una nueva ubicación para el sofá.
– ¿Qué tal va la mudanza? -preguntó Pike.
– Es todo un cambio -contesté, saliendo al balcón con el aparato-. Creo que por fin se está dando cuenta. ¿Qué pasa?
– ¿Te suena el nombre de Frank García?
– ¿El de las tortillas de maíz? Tamaños normal, grande y gigante. Yo me inclino por el gigante, la verdad.
En cualquier tienda de alimentación o supermercado de Los Ángeles, la cara de Frank García te sonreía desde los envoltorios de sus tortillas de maíz, con su mirada vivaracha, su mostacho negro y su amplia sonrisa.
– Frank es amigo mío y tiene un problema. Voy de camino a su casa. ¿Puedes acompañarme?
Hacía doce años que Pike y yo teníamos una agencia de detectives, pero nos conocíamos de antes, desde la época en que era policía. En todo ese tiempo jamás me había pedido un favor ni había requerido mi ayuda por un problema personal.
– Estoy ayudando a Lucy a instalarse. Voy en pantalón corto y llevo toda la mañana lidiando con un sofá que pesa cuatro toneladas.
Pike no dijo nada.
– ¿Joe?
– La hija de Frank ha desaparecido, Elvis. También es amiga mía. Espero que puedas venir.
Me dio una dirección en Hancock Park y colgó sin más. Ésa era otra de las costumbres de Pike.
Me quedé en el balcón mirando a Lucy, que iba de caja en caja como si decidir qué sacar le costara tanto como encontrar una ubicación definitiva para el sofá. Estaba así desde que había llegado de Luisiana, un comportamiento extraño en ella. Hacía dos años que manteníamos una relación a distancia, pero de repente habíamos dado un gran paso adelante para afianzarla, y era ella la que se había sacrificado, la que había dejado a sus amigos, la que había abandonado su hogar. Era ella la que se arriesgaba.
Colgué el teléfono, entré en el salón y esperé a que me mirara.
– ¿Qué hay?
Me sonrió, pero la vi preocupada. Le acaricié los hombros y le devolví la sonrisa. Tenía unos ojos preciosos, de un verde profundo.
– ¿Te pasa algo?
– No, nada -contestó, aunque sin duda estaba algo nerviosa.
– Es un gran paso. Muchos cambios para los dos.
Volvió la cabeza hacia las cajas, como si hubiera algo escondido dentro.
– Todo saldrá bien, Luce.
Se acurrucó entre mis brazos, sonriendo. No me apetecía irme.
– ¿Qué quería Joe?
– Ha desaparecido la hija de un amigo suyo. Quiere que le ayude a encontrarla.