El viejo levantó la vista al cielo cuando las primeras partículas de ceniza se arremolinaron a nuestro alrededor y empezaron a posarse en sus manos y sus piernas.
– Qué desastre -comentó-. El cielo se derrite, joder.
Acompañados de la mujer latina nos dirigimos a la puerta, atravesando de nuevo el fresco interior de la casa de los García. El Jeep Cherokee rojo de Joe estaba aparcado en la calle, a la sombra de un olmo. Mi coche se hallaba detrás. Anduvimos en silencio hasta la acera.
– Gracias por venir -dijo Joe.
– Supongo que hay formas peores de pasar el domingo. Podría estar peleándome con aquel maldito sofá.
Pike dirigió las gafas hacia mí.
– Cuando acabemos, ya te moveré yo el sofá.
Amigos.
Dejamos mi coche donde estaba, subimos al Jeep y nos fuimos a buscar a Karen García.
Capítulo 2
Frank García había escrito el nombre, la dirección y el teléfono de su hija en un papel de color amarillo, junto con una descripción de su coche (un Mazda RX-7 rojo) y el número de la matrícula (4KBL772). También había incluido una fotografía de Karen en la que aparecía riéndose por algo, sentada a una mesa, posiblemente la del comedor de su padre. Tenía unos dientes muy blancos que contrastaban con su piel dorada y su cabellera negra y espesa. Parecía feliz.
Joe se quedó mirando la foto como si estuviera observando algo muy lejano por una ventana.
– Guapa -comenté.
– Sí. Es cierto.
– ¿Cuándo saliste con ella? ¿Antes de conocerme?
– Ya te conocía -contestó sin dejar de contemplar la imagen-, pero aún estaba en el cuerpo.
Recordaba que Joe ya salía con chicas por aquel entonces, pero siempre parecía que ninguna era más importante que las demás.
– Supongo que era algo serio.
Asintió.
– ¿Y qué pasó?
Me devolvió la foto.
– Que la hice sufrir.
– Oh.
A veces es mejor no ser curioso.
– Al cabo de unos años se casó y se fue a Nueva York. El matrimonio no le fue bien y ha vuelto.
Me sentía violento por haberme entrometido en sus asuntos.
Llamé al teléfono de Karen con el móvil de Pike. No contestó, pero dejé un mensaje diciendo quién era y pidiéndole que llamara a su padre. Frank también nos había dado el número de la señora Acuna, así que la llamé para preguntarle si sabía adonde había ido a correr Karen. El viento seco producía tanta electricidad estática que su voz sonaba como un gorgoteo, pero lo que entendí me bastó para comprobar que no lo sabía.
– Señora Acuna, ¿puede ser que Karen volviera a casa y saliera otra vez sin que usted la viera? No sé, a lo mejor regresó para ducharse y luego salió con algunos amigos.
– ¿Ayer?
– Sí, ayer después de correr.
– Ah, no. Mi marido y yo vivimos aquí al lado de la escalera. Karen vive justo encima. Como no vino a por la machaca empecé a preocuparme. A su padre le encanta mi machaca. Siempre le lleva un tazón. Acabo de subir otra vez y aún no ha vuelto.
– ¿Ve mucho a Karen, señora Acuna? -pregunté, mirando a Joe-. ¿Son buenas amigas?
– Sí, sí. Es un encanto de chica. Conozco a su familia desde antes de que naciera.
– ¿Le ha comentado algo de volver con su ex marido?
Pike me miró.
– No. Qué va, ni mucho menos. Le llama «el asqueroso». Él sigue en el sitio ese.
«El sitio ese»: Nueva York.
Pike se volvió y miró por la ventanilla.
– ¿Tenía algún novio? -pregunté.
– Sale con chicos, aunque no mucho. En cualquier caso, es muy guapa.
– Muy bien. Gracias, señora Acuna. Seguramente iré a verla luego. Si Karen pasa por casa, ¿hará el favor de decirle que llame a su padre?
– Ya le llamaré yo misma.
Colgué y miré a Pike.
– Sabes igual que yo que debe de estar con sus amigos -le dije-. Seguramente se habrá ido a Las Vegas, o a lo mejor se ha pasado la noche bailando y se ha quedado a dormir en casa de algún tío.
– Es posible, pero Frank está preocupado y necesita que alguien le ayude en este momento.
– Sí que eras amigo de esta gente.
Pike volvió a mirar por la ventanilla. Para que Pike te cuente algo hay que sacárselo con tenazas.
En Información me dijeron que había dos establecimientos de Jungle Juice; uno en Melrose, West Hollywood, y otro en Barham, Universal City. Primero fuimos a West Hollywood, porque estaba más cerca. La labor del detective se basa en la ley del mínimo esfuerzo.
En el primer Jungle Juice trabajaban un chico delgaducho con el pelo azul y tatuajes irlandeses en los brazos, una chica bajita teñida de rubio con un peinado a la última y un tío de treinta y pocos años con pinta de ser el presidente de las Nuevas Generaciones Republicanas del distrito. Los tres habían estado trabajando el día anterior, a la hora en que Karen podía haber pasado por allí, pero ninguno de ellos la identificó al mirar la fotografía. La rubia teñida trabajaba todos los fines de semana y me aseguró que si Karen frecuentara el local, seguro que la conocería. Me lo creí.
Seguía soplando el viento de Santa Ana mientras nos dirigíamos al segundo Jungle Juice, hacia el norte. Las palmeras, altas y vulnerables como cuellos de dinosaurios gigantes, se llevaban la peor parte. El viento arrancaba las hojas muertas que se amontonaban bajo las copas y las lanzaba contra las calles, los jardines y los coches.
Poco después de las doce llegamos al otro Jungle Juice, que se encontraba justo al sur de los estudios de la Universal, en una fila de tiendas situada en Barham, al pie de las montañas. Estaba repleto de gente que dedicaba el domingo a hacer las compras, y de turistas en busca del Universal City Walk a los que no parecía importarles el viento.
Pike y yo nos pusimos en la cola. Cuando llegamos al mostrador enseñamos la fotografía de Karen a una chica de unos dieciocho años, que lucía una amplia sonrisa y un bronceado color chocolate. Enseguida reconoció a Karen.
– Sí, sí, viene mucho por aquí. Siempre pide un batido de plátano después de correr.
– ¿Vino ayer? -preguntó Pike.
Como no lo sabía llamó a un chaval negro que se llamaba Ronnie. Medía casi metro noventa y había vivido sus seis segundos de fama en un anuncio de papel higiénico Charmin.
– Sí, viene después de correr. Se llama Karen.
– ¿Ayer vino por aquí?
Ronnie me miró con inquietud.
– ¿Le ha pasado algo?
– Sólo quiero saber si ayer pasó por aquí.
La inquietud se convirtió en preocupación. Ronnie miró a Pike, y la preocupación se transformó en desconfianza.
– ¿Y por qué me lo pregunta?
Le enseñé mi licencia, que examinó con suspicacia.
– ¿De verdad te llamas Elvis?
Pike se puso delante de mí, apoyándose en el mostrador. Aunque Ronnie debía de ser unos cuantos centímetros más alto, retrocedió un paso.
– ¿Vino o no vino? -susurró Joe tan bajo que apenas se le oía.
A Ronnie se le salían los ojos de las órbitas.
– Ayer no. Trabajé desde que abrimos hasta las seis, y no la vi. Me acordaría porque siempre hablamos del recorrido que ha hecho. A mí también me gusta correr.
– ¿Sabes por dónde suele ir?
– Sí. Aparca aquí abajo y sube corriendo por la colina hasta el embalse -contestó, señalando hacia la subida. Lake Hollywood Drive serpenteaba por la colina y cruzaba una zona residencial hasta llegar al embalse.
– Estoy casi segura de que ayer pasó con el coche. Bueno, era un coche rojo pequeño -dijo la chica-. A ella no la vi, sólo el coche.
– ¿Qué dices? -intervino Ronnie-. Karen siempre pasa por aquí después de correr, y ayer no vino. Qué va.
Daba la impresión de que le molestaba que Karen hubiera ido a correr sin detenerse a saludarlo.