Sobek asiente y sonríe aún más.
– ¿Les apetece una cerveza o un refresco?
Sostiene la puerta y les hace pasar al salón. Después la cierra, saca la 357 y les dispara a los dos por la espalda. Les coloca la pistola en la cabeza y vuelve a disparar.
Capítulo 38
De Verdugo a Palm Springs tardamos menos de una hora. Paulette no había contestado al teléfono, lo cual no nos hacía ninguna gracia, pero le dejé un recado en el contestador diciendo que fuera directamente al Departamento de Policía de Palm Springs y nos esperase allí.
Por el camino, Krantz habló varias veces por radio. En una de las llamadas le informaron de que los ayudantes del sheriff habían llegado a casa de Paulette y que todo iba bien.
Salimos de la interestatal en North Palm Springs y fuimos directamente a la casa de las colinas, por encima de los molinos de viento. Había aparcado delante un sedán nuevo que no reconocí. La puerta del garaje estaba bajada y no había más coches aparcados en toda la manzana. La casa, al igual que el barrio, estaba en silencio.
– ¿No tenían que estar aquí los de la oficina del sheriff?
– Sí.
Krantz agarró la radio y pidió que le confirmaran que el sheriff había enviado un coche y que mandara otro.
Aparcamos junto al sedán y salimos.
– Coño, qué calor hace aquí -exclamó Williams.
No llegamos hasta la puerta principal. Pasábamos junto al gran ventanal cuando vimos el cuerpo en el office y me brotó un sudor frío por la espalda y las piernas a pesar de aquel calor infernal del desierto.
– Es Joe.
– ¡Mierda! -exclamó Williams.
Krantz buscó a tientas su arma.
– Jerome, informa por radio. Diles que necesitamos coches ahora mismo. Me da igual quién sea. Y que envíen una ambulancia.
Williams volvió corriendo al coche.
Había dos rastros de sangre zigzagueantes desde el salón hasta la cocina pasando por el office. No vi más cuerpos, pero pensé que podían ser de Paulette y Evelyn. Entonces vi que las puertas correderas de detrás estaban abiertas.
– Voy a entrar, Krantz.
– ¡Y una mierda! Hay que esperar a los refuerzos. Puede que siga ahí dentro.
– Esa gente puede estar desangrándose.
La puerta delantera estaba cerrada con llave. Corrí alrededor de la casa, mirando por todas las ventanas sin pararme y sin ver nada raro hasta que encontré a Paulette y a Evelyn en el dormitorio de la parte trasera. Estaban atadas a las sillas por las muñecas y los tobillos con cinta adhesiva profesional, y también tenían la boca tapada. Hacían esfuerzos para soltarse. Di un toquecito en el cristal y abrieron mucho los ojos. Evelyn intentaba liberarse con más empeño aún, pero Paulette me miró. Le hice un gesto para que se tranquilizara y otro para preguntarle si Sobek estaba en la casa.
Asintió.
– ¿Dónde? -pregunté moviendo los labios, pero sin hablar.
Negó con la cabeza. No lo sabía.
Seguí avanzando por la parte de detrás de la casa hasta las puertas de cristal, me tiré al suelo boca arriba y miré al interior. Joe estaba de lado y tenía la espalda empapada de sangre. Intentaba oír si se le movía el pecho cuando oí una voz. Los dos rastros de sangre pasaban junto a Pike, cruzaban la cocina y entraban en el lavadero; de ahí procedía la voz. Volví a mirar a Pike y entonces empezaron las lágrimas y se me tapó la nariz, pero conseguí contener el llanto.
Krantz se me acercó desde el otro extremo de la casa y se detuvo al otro lado de las puertas. Había sacado la pistola y la sostenía con ambas manos.
– Tengo coches patrulla y una ambulancia de camino.
– Paulette y su hija están vivas en la habitación que hay al final del pasillo. He oído algo en el garaje. Sácalas de allí, ¿vale? Ponlas a salvo.
– ¿Qué vas a hacer?
– Hay alguien en el garaje.
Tragó saliva y entonces me di cuenta de que había oído la voz.
– A lo mejor debería ir yo.
Entonces sentí simpatía por él, quizá por primera vez.
– Yo soy mejor, Harvey. Ya voy yo. ¿Vale?
Me miró fijamente y asintió.
– Tú sácalas de la casa. ¿Dónde está Williams?
– Cubriendo la entrada.
– ¿Tiene radio?
– Sí.
– Dile que vamos a entrar y que no me dispare. Y después, sácalas.
Entré por la puerta corredera. El olor a sangre era tenue y las moscas negras del desierto ya habían seguido el rastro hasta la casa. Pike estaba tumbado en el centro de la habitación, pero no me acerqué. Me quedé pegado a la pared, intentando ver todas las puertas.
– Somos nosotros, amigo -susurré.
Los regueros de sangre se metían en el lavadero y se perdían tras la puerta cerrada. La voz procedía del otro lado. Quizá Sobek estaba detrás hablando con los cadáveres. Los lunáticos hacen cosas así.
Tenía dos posibilidades: abrir la puerta o apartarme y esperar a que llegara la policía de Palm Springs. Si me iba, el que estuviera en el garaje moriría desangrado, y yo tendría que vivir con el remordimiento toda mi vida, sabiendo que no había entrado por miedo. Ésas eran las dos opciones.
Cerré los ojos y susurré:
– No quiero que me peguen un tiro.
Acto seguido levanté el percutor del arma, respiré hondo seis veces muy rápido y entré.
El Cherokee rojo de Sobek estaba aparcado justo delante de mí y el coche de la oficina del sheriff al lado, los dos con el motor aún caliente. Los dos ayudantes del sheriff estaban en el asiento delantero del coche patrulla, con los restos de sus cabezas unidos en la muerte. La voz surgía de la radio. Miré debajo de los dos coches y después en los asientos traseros. Sobek no estaba.
Cerré la puerta tras de mí y volví a la cocina. Krantz había soltado a Paulette y a su hija, que entraban detrás de él en el office por el pasillo. Pensé que íbamos a conseguirlo. Pensé que íbamos a sacarlas de allí y a ponerlas a salvo, pero entonces Jerome Williams gritó algo desde fuera y dos disparos seguidos retumbaron en toda la casa.
– ¡Jerome! -gritó Krantz.
Laurence Sobek salió corriendo por una puerta al final del pasillo y en aquel momento de locura podría haber sido Joe Pike; corpulento y fuerte y vestido como Pike, hasta con las gafas de sol. Pero no. Era un Pike mutante, un anti-Pike, deforme, hinchado y feo. Ya no se parecía a Curtís Wood, sino más bien al malo de una película de terror.
Paulette, Evelyn y Krantz estaban en la línea de fuego, entre Sobek y yo.
– ¡Al suelo! ¡Al suelo! -grité con todas mis fuerzas.
Krantz apartó a Paulette de un empujón, apuntó esquivando a Evelyn y disparó dos veces. Las dos le dieron a Sobek en el pecho.
Sobek se apartó de la pared, disparando a ciegas. Las balas impactaron contra el techo y el suelo. Una de ellas me alcanzó en el pectoral derecho con un golpe seco, me arrebató el arma y me lanzó dando vueltas contra la nevera.
Paulette corrió hasta su hija y volvió a interponerse en la línea de fuego de Krantz.
– ¡A la cabeza, Krantz! ¡A la cabeza! ¡Lleva chaleco! -grité.
Sobek se abalanzó por el pasillo hacia Paulette, la envolvió con los brazos y apartó a Evelyn de un golpe. Estaba llorando y se le movían los ojos como si le ardiera el cerebro. Le puso la pistola en la cabeza a la mujer.
– Aún no he terminado. No he terminado.
– ¡Suelta la pistola! ¡Déjala, Curtís! -gritó Krantz.
Yo notaba el brazo mojado y me hacía cosquillas, como si me subieran gusanos por debajo de la piel. Intenté recoger la pistola, pero el brazo no me respondía.
Sobek apretó el arma con más fuerza contra el cuello de Paulette.
– Suelta tú la tuya, Krantz. Suéltala o me cargo a esta puta. Voy a hacerlo, cabrón. ¡Voy a hacerlo ahora mismo!