– Lo que a mí me parece es que no puedo preguntárselo a Sobek porque está muerto. Mira, Pike le salvó la vida a Krantz, y a esas dos mujeres, pero no puedo olvidarme de lo de Dersh porque le debemos una. Si me dais alguna prueba de que no lo hizo él, o de que lo hizo Sobek, cerramos el caso.
Charlie Bauman hizo un gesto de indiferencia con el cigarrillo, como si no creyera a Branford ni remotamente, y después se dirigió a Krantz:
– Vamos a ver una cosa, teniente. ¿De verdad apuntó con el arma a Pike justo después de que le salvara?
– Sí, es verdad.
– ¿Aunque acababa de salvarle la vida?
– Asesinó a Eugene Dersh y va a tener que pagar por ello. Mis sentimientos no tienen nada que ver.
– Bueno, al menos tiene sentimientos…
Apenas se dijo nada más después de aquello, y al poco rato se fueron todos menos Watts.
– Esta mañana hemos enterrado a Samantha -me contó-. Han ido más de mil agentes. Ha sido muy bonito.
– Seguro que sí.
– Si nos enteramos de algo sobre Pike, te avisaré.
– Gracias, Stan. Te lo agradezco.
Después de pensarlo me di cuenta de que Stan Watts había acudido aquel día con Krantz y Branford únicamente para contarme que habían ido más de mil agentes a despedir a Samantha Dolan.
No me pareció que hubiera ido por ningún otro motivo.
Sentí ganas de haber estado allí con todos ellos para decirle adiós.
Al día siguiente me fui del hospital.
Los médicos montaron un número, pero no soportaba estar allí tumbado en la cama mientras Joe seguía sin aparecer. Tenía la esperanza de que siguiera vivo y pensaba que si alguien podía sobrevivir a todo aquello era él, pero también sabía que si se había metido por los barrancos y cañones del desierto podrían pasar años antes de que descubrieran su cadáver.
Me tomé un montón de analgésicos, pero ni aun así podía conducir con la escayola, de modo que me fui hasta el desierto en taxi. Volví a casa de Paulette, después me dirigí a Twentynine Palms e intenté imaginarme qué podría haber estado pensando Joe y adonde podría haber ido, pero no lo conseguí.
Pregunté en todos los hoteles y gasolineras de la zona y me metí tantos Percocets en el cuerpo que vomité dos veces.
Al día siguiente volví al desierto, y al otro, pero no encontré ni un solo rastro. Me gasté ochocientos dólares en taxis.
Quizá si fuera mejor detective habría encontrado alguna pista, o su cadáver, pero, pensándolo mejor, eso era imposible si Joe seguía vivo y cubría sus pasos.
Decirme aquello era mejor que pensar que estaría muerto.
Cuando no me encontraba en el desierto me dedicaba a rondar por Santa Mónica, recorriendo la ruta de Joe tanto de día como de noche, hablando con conserjes y surferos, con pandillas callejeras y con culturistas, con personal de mantenimiento y con la gente de los puestos de comida, y con los ejércitos infinitos de gente de la calle. Recorrí la ruta por la noche tantas veces que las putas que trabajaban en Ocean Avenue me llevaban tartas caseras y café de Starbucks. A lo mejor era por la escayola. Todas querían firmar.
Los amigos que tenía en el FBI y el Departamento de Vehículos de Motor volvieron a buscar furgonetas negras y a Trudy y a Matt, e incluso conseguí que les pidieran a amigos suyos en otros estados que hicieran lo mismo. No conseguimos nada, y al cabo de un tiempo dejaron de ponerse al teléfono. Nuestra amistad debía de tener sus límites.
Ocho días después de salir del hospital llamé a Stan Watts.
– ¿Se sabe algo de Joe?
– Aún no.
– ¿Los de la SID han terminado con el garaje de Sobek?
Watts suspiró.
– No te rindes nunca, ¿eh, tío?
– Ni después de muerto.
– Han terminado, y no creo que te guste mucho lo que han encontrado. Han mandado a un chaval muy espabilado que se llama Chen y que ha relacionado a Sobek con todas las víctimas menos con Dersh. Lo siento.
– A lo mejor se ha dejado algo.
– Ese chico es muy bueno, Cole. Ha mirado el garaje con láser para buscar fibras que pudieran no ser de Sobek, pero no ha encontrado nada. Ha repasado de arriba abajo las casas de Dersh y de Sobek, y ha hecho cromatografías, pero nada de nada. Yo también tenía la esperanza de que encontrara algo que relacionara a Sobek con Dersh, pero no hay nada.
Chen era el que había hecho el informe sobre Lake Hollywood. Me había quedado muy impresionado al leerlo.
– ¿Crees que podrías enviarme esos nuevos informes?
– Joder, deben de ser más de doscientas páginas.
– Sólo lo que haya hecho en casa de Dersh y en el garaje de Sobek. No necesito lo demás.
– ¿Tienes fax?
– Sí.
Le di el número.
– ¿De verdad has ido varias veces al desierto en taxi?
– ¿Cómo te has enterado?
– ¿Sabes una cosa, Cole? Dolan y tú estabais hechos de la misma pasta. No me extraña que le gustaras.
Y entonces colgó.
Mientras esperaba el fax releí el informe de Chen sobre Lake Hollywood y otra vez me quedé impresionado por lo detallado que era. Cuando terminé ya habían llegado los nuevos informes, que me parecieron exhaustivos. Chen había recogido más de cien muestras distintas de fibras y tierra de la casa y el jardín de Dersh, y las había comparado con las tomadas del apartamento, la ropa, el calzado y el coche de Sobek, pero no había encontrado nada que los vinculara. Tampoco había ninguna prueba que relacionara a Dersh con Joe Pike, pero eso no parecía que le importara a Krantz.
Me leí el segundo informe dos veces, pero al terminar la segunda lectura me sentí como si estuviera perdiendo el tiempo: pasaba páginas y páginas y no aparecían nuevas pruebas, y las conclusiones de Chen eran siempre las mismas. Estaba pensando que sería mejor dedicar el tiempo a buscar a Trudy o a volver al desierto cuando me di cuenta de que había algo distinto entre el trabajo que había hecho Chen en Lake Hollywood y en la casa de Dersh.
Había leído aquellos informes con la esperanza de encontrar algo que exculpara a Pike, pero quizá lo que buscaba no estaba en el informe. Quizá no lo había incluido.
Llamé a la sede de la SID y pregunté por John Chen.
– ¿Puede decirme de qué se trata? -me preguntó la mujer que se puso al teléfono.
Seguía pensando en lo que no decía el informe cuando contesté.
– Dígale que se trata de Joe Pike.
Capítulo 41
El nuevo John Chen, mejor que nunca
John Chen había pedido en leasing el Porsche Boxster (el coche que le iba a servir para echar tantos polvos) el mismo día que le habían ascendido por su extraordinaria actuación en el homicidio de Karen García. Había decidido que uno podía aceptar el mísero puesto que le había tocado ocupar en la vida (aunque, como en su caso, pareciera predestinado a él) o luchar contra lo establecido, lo cual era posible si se tenían cojones para pasar a la acción. Ése era el nuevo John Chen, mejor que nunca, que se había redefinido con el lema: «Si puedo llevármelo, es que es mío».
Primero el Porsche, luego ya vendrían las tías.
Además de echarle el ojo al Boxster, se lo había echado a Teresa Wu, una graduada en microbiología por la UCLA que trabaja de ayudante a media jornada en la SID. Teresa tenía el pelo negro y reluciente, la piel del color de la mantequilla caliente y unas gafas rojas de profesora que a John le parecían la cosa más sexy del mundo.
Animado todavía por los elogios que había cosechado con su trabajo en Lake Hollywood, John había vuelto a la oficina, se había encargado de que todo el mundo se enterase de lo del Boxster y le había pedido una cita a Teresa Wu.
Había sido la primera vez que le pedía salir con él, y sólo la segunda conversación que habían tenido. Era la tercera vez que había reunido el valor de pedirle a alguien una cita.